Mar 31.12.2002

CONTRATAPA

Fines y finales

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO El fin de año es como el fin del mundo pero en chiquito: un susurro de apocalipsis, un rumor de génesis, se acabó lo que se daba, allá vamos y a ver qué pasa. El fin de año es también la paradoja de una abstracción realista: sabemos lo que significa, pero difícil explicarlo. En cualquier caso, como en el más automático de los reflejos, se alzan las copas (algunos las derraman), se quema pólvora (algunos se queman dedos y ojos), se enarbolan deseos íntimos como banderas secretas y a la mañana siguiente se descubre —salvo que uno haya acertado al número de alguna lotería— que eso de “año nuevo, vida nueva”, bueno, no era tan cierto después de todo.

DOS Lo que sí es verdad —guste o no— es que pasó un año, que hay un año menos para todos y que un año pasado es un objeto narrativa y dramáticamente de lo más interesante. Y que el 2002 fue —dentro de esa extrañeza normal— uno de los años más raros de los que se tenga memoria. Alcanza con ver esos tan prácticos como agotadores resúmenes que suelen regalarnos por estas fechas los canales de noticias para comprenderlo. Una cosa se comprende entonces y —sorpresa o no tanto— lo que uno descubre es que los años no tienen por qué empezar cuando los almanaques juran que empiezan. Por ejemplo, el tan mentado inicio del Tercer Milenio (parece que hubiera sido hace por lo menos una década) no tuvo lugar y tiempo ni el 1 de enero del 2000 ni el 1 de enero del 2001 sino el 11 de septiembre del 2001 del mismo modo que el 2002 argentino no arrancó el 1 de enero del 2002 sino el 19 de diciembre del 2001: fecha en que se estrenó el Año de la Cacerola en nuestro horroróscopo.
Así, el hombre propone y el tiempo dispone. Y el tiempo no pasa: pasamos nosotros.

TRES La tarde del último domingo del Año de la Cacerola (o del Año del Acorraladito, según otro de nuestros horroróscopos) la pasé muy bien leyendo Urbana, nueva y formidable y extraña novela de Fogwill a punto de llegar a las librerías españolas. Allí leí: “La Historia también duerme. A diferencia de cualquier personaje, sobre el ensueño y los sueños de la Historia es imposible fabular. Los sueños y los ensueños repiten, alterándolos caprichosamente, los acontecimientos vividos y los deseados: retroceden o se anticipan en el tiempo. La Historia no: puro tiempo que se precipita sobre el espacio de las personas, no puede adelantarse ni retrasarse ni comportarse como si fuese una persona que juega o que se representa que hace algo (...). La Historia es como aquel viento integrado por ínfimas partículas de atmósfera que va arrastrando y al mismo tiempo lo generan. La Historia arrastra infinitas historias microscópicas sin atender a nada y sin pretender nada de sus desenlaces. A su manera, acontece, la Historia. Pero no es un relato y a pesar de tanto esfuerzo humano, sigue ahí, imponiéndose sin contar nada y sin contar con nada. Y sin fábula ni moraleja alguna, salvo ese ‘nada que decir’ que su silencio está proclamando”.
Es decir: el tiempo no pasa, pasamos nosotros.

CUATRO Sí: nada podemos hacer para cambiar la Historia y tal vez por eso -entre épicos y sórdidos— jugamos a creernos y a conformarnos con ser parte de “lo histórico”. “Lo histórico” —no confundir con La Historia— es como “el fin de año”: una maqueta más o menos bien hecha de lo inalcanzable, una ilusión de cinco sinsentidos donde todo lo que vemos, gustamos, oímos, olemos, tocamos no es más que aquello que queremos que sea. Y que, con un poco de suerte, a veces pasa, tal vez acabecorrespondiéndose con los designios del Gran Arquitecto del Universo (así lo llaman las masones; siempre me pareció un buena manera de referirse a lo invisible: más por su oficio que por su presencia) o como ustedes prefieran bautizarlo.
Lo que me lleva a que el mismo último domingo en que leí Urbana, la revista dominical de un diario español venía con un reportaje fotográfico titulado “Batería de argentinos”. Allí se mostraba el elenco más o menos inestable de nuestra fauna integrado por secretaria, ama de casa, piquetero, futbolista, estudiante universitaria, psicóloga, kioskero, médico y bailarina. Todos en pose con olla/sartén y cuchara/cucharón y con mirada prócer y prosa encendida. Las intenciones eran buenas, pero a uno no deja de parecerle un poco desolador esta exhibición del argentino como ser percusivo quien, además, insiste que es héroe y paradigma y arquetipo de un nuevo principio antes que mártir de la misma historia (historia con h minúscula) de siempre. Todos afirman que “algo ha cambiado en la Argentina”; el problema es que ninguno define bien qué es exactamente lo que cambió. Eso sí, por supuesto: cambió para bien. Como siempre.

CINCO ¿Entonces por qué no se nota? Y otra preguntita, esta vez enunciada por el suplemento cultural de un diario argentino: “¿Es un consuelo inocente celebrar la efervescencia del arte en este derruido contexto nacional?”. Por favor, no me pidan que se las repita; y sólo me limitaré a señalar el acaso involuntario acierto de traer a la palabra efervescencia a este asunto. Uno —con casi cuarenta años— ya ha pasado por varias de estas “efervescencias” artísticas ligadas a cataclismos sociales y sabe que después del momento de máxima ebullición del Alka-Seltzer lo único que queda son, lo siento, las burbujas. Y las burbujas se pinchan, se desinflan, desaparecen en la superficie siempre tan superficial. En resumen y un año viejo después: quien quiera sentirse patriota por golpear una cacerola, que lo sienta; quien decida recordar estos idus marcianos como un acontecimiento destinado a modificar el equilibrio mundial y punto de partida de una Nueva Revolución, que lo haga. Pero —y no es por amargarle el pan dulce a nadie— tal vez vaya siendo hora de comenzar a pensar en fines a perseguir antes que terminar rememorando estos finales que siempre nos alcanzan.
Feliz lo que sea.

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