› Por Leonardo Moledo
En el municipio de Miriápolis que como todos saben queda lejos del mar, la gente vivía pacíficamente, equilibrando el ocio y el trabajo, el amor y el odio, los gustos y los rechazos. Pero todo cambió al asumir el intendente Andreas Perutti, cuyas dos obsesiones eran el griego clásico y el fútbol, por los que obligó a apasionarse a toda la población. Uno puede preguntarse cómo se puede obligar a alguien a apasionarse por algo, pero el intendente había descubierto las delicias de la coerción y el terror. Los que se negaban a apasionarse por el fútbol eran bárbaramente torturados y arrojados a calabozos inmundos, como el que describe Ursula K. Le Guin en “Los que abandonan Omelas”.
Así los partidos se desarrollaban con los árbitros dando las indicaciones en la bella lengua de Homero, que ni el árbitro ni los jugadores entendían, lo cual complicaba, qué duda cabe, las cosas.
El intendente Perutti aumentó los dos equipos tradicionales a diez, cosa que escandalizó a la población, a lo cual el intendente respondió ejecutando a doce opositores y aumentando el número de equipos a cien, y luego a mil, y la cifra amenazaba con seguir creciendo; cuando el número de equipos llegó a más de diez mil, el fútbol ocupaba ya toda la población, y seguía creciendo, no cesaba de crecer; con lo cual cada ciudadano jugaba en diez equipos por lo menos, lo cual creaba necesarias confusiones al enfrentarse equipos que compartían hasta la mitad de los jugadores, cuando no todos, problema que ni siquiera los versos de Homero podían solucionar, bajo la atenta mirada del intendente y sus sicarios.
El extremo llegó cuando a la sazón había más de cuarenta mil equipos –algunos compuestos por exactamente los mismos jugadores, que sobre el césped jugaban contra sí mismos–; es menester aclarar que esos partidos siempre terminaban en empates, ya que los goles se contaban por igual para los dos equipos idénticos.
La verdad es que bajo la mano férrea del intendente Perutti, el fútbol se había democratizado hasta el punto de que se reclutaban ancianos, bebés, mujeres, por supuesto, y discapacitados de todo tipo, paralíticos, gente a la que le habían amputado ambas piernas, ciegos, sordos que no escuchaban las indicaciones del árbitro (cosa que era lo mismo, en realidad, ya que no entendían el griego). Hay que aclarar que no se hablaba en la lengua de Aristóteles, sino en la arcaica de Homero. Quizá lo peor era cuando el árbitro mismo era ciego o paralítico, y entonces sus marcas eran completamente arbitrarias, cosa que a nadie le importaba, ya que no había espectadores y todo se desarrollaba ante gradas vacías, puesto que el resto de los ciudadanos estaba jugando otros partidos. Pero el intendente no se detenía ante nada, y cuando se agotaron los recursos humanos, hizo jugar a los muertos en partidos que invariablemente terminaban cero a cero.
Pero al intendente no le importaban detalles tan nimios, y no cejó hasta que el fútbol llegó a ocupar todos los aspectos de la vida de la población y obligó a que todas las conversaciones fueran sobre fútbol, aunque tuvieran lugar en la intimidad de los hogares; radios y canales de Miriápolis no transmitían más que fútbol, y el fútbol llegó a confundirse con la vida misma, para aflicción de la población, que no podía pronunciar una frase tan simple como “buenos días” sin ser víctima del intendente y sus sicarios. Por suerte no se le ocurrió poner el griego obligatorio, pero ordenó que todas las charlas comenzaran: “Cuéntame, oh musa, el resultado del partido tal....”. Cualquier conversación que no versara sobre fútbol era castigada con la muerte.
Fue en estas condiciones que al intendente Andreas Perutti se le ocurrió organizar un Campeonato Mundial. Naturalmente, sólo con equipos de Miriápolis, que representarían a los distintos países del mundo: por ejemplo tal equipo representaría a Alemania, Ecuador e Irak, ya que la geografía que se enseñaba en Miriápolis era puramente local, y al resto del mundo, que se dividía y reagrupaba en forma arbitraria, sólo se le dedicaban unas dos horas en el curso de toda la educación, horas en las que nadie escuchaba nada.
Además, el razonamiento era el siguiente: puesto que los paleontólogos de Miriápolis habían descubierto que el Homo Sapiens no era oriundo de Africa, como sostenía la ciencia oficial, sino de Miriápolis, era perfectamente lógico asumir que los jugadores representaran a los descendientes de esas tribus primitivas, que por un error de cálculo habían decidido emigrar, alejándose así del obvio centro del mundo. Era un concepto difícil, pero que todo el mundo compartía.
Pero el intendente no había tomado en cuenta las profundas transformaciones que el fútbol había producido en el municipio.
En efecto, hartos de jugar en cien o mil equipos diferentes, día y noche, los equipos habían comenzado a fusionarse, y eran cada vez más grandes. El intendente había decidido modificar las reglas y había elevado a cien el número de jugadores por bando, esperando con esto detener la inexorable tendencia. Pero lo que no sabía es que esa tendencia seguía las leyes de la evolución propias de Miriápolis –singular en todo–, donde los cambios, variaciones y mutaciones no se seleccionaban sino que se yuxtaponían y así los equipos siguieron creciendo y si ya era difícil meter a doscientos jugadores en una cancha, cuando los equipos fueron de mil, la dificultad se acentuó, hasta el punto de que los jugadores (cada vez más), diez mil, veinte mil, jugaban tan apretados que no podían moverse y los partidos resultaban un tanto estáticos, y aunque el intendente ampliaba continuamente el tamaño de las canchas, el volumen de los equipos crecía mucho más rápidamente, ya que era difícil encontrar obreros que se dedicaran a la expansión, puesto que estaban todos jugando al fútbol.
Lo cierto es que para la época del Mundial, todos los equipos habían convergido en uno solo, que abarcaba a la totalidad de la población, sin dejar de lado las nurseries y los cementerios. Alguien advirtió al intendente, pero él estaba absolutamente decidido.
Como cualquier persona podía colegir, el Mundial fue un desastre. Las canchas abarrotadas impedían que los jugadores se movieran, cosa que en realidad no importaba, ya que el resultado del Equipo Unico se conocía de antemano. Obviamente, el Equipo Unico salió campeón, ganando cero a cero contra sí mismo, y con la conciencia de que era imposible definirlo por penales, ya que la cancha abarrotada impedía por completo que se despejaran los pasos necesarios. El intendente se jactó de haber conseguido la culminación del fútbol y, como nadie lo detenía, obligó bajo penas horribles a que toda la población festejara el triunfo.
Pero lo que el intendente no calculó es que los festejos permitieron a la población una revancha que ya se retardaba demasiado. Todo se convirtió en una bacanal, en la que el intendente fue pisoteado, pateado y escupido, hasta que un balazo oportuno puso abrupto fin a la pesadilla del fútbol.
El intendente que lo siguió clausuró la situación, prohibiendo el fútbol directamente, con lo cual todo volvió, lentamente, a la normalidad.
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