CONTRATAPA
Incógnitas
› Por Juan Gelman
Dos libros de Primo Levi –Si esto es un hombre (1947) y Los hundidos y los salvados (1986)– lo han convertido en referencia obligada de todo estudio sobre la Shoá. En efecto, en ellos relata su experiencia como prisionero en Auschwitz, adonde fuera deportado por los nazis en 1944 cuando él buscaba contacto con los partigiani. Tenía 28 de edad cuando se publicó el primero y quién sabe si hay otro escritor sobreviviente de los campos de la muerte que haya narrado lo inenarrable con tanta lucidez, economía de medios y agudeza sostenidas a lo largo de 40 años. Siempre se ha exaltado su visión del infierno concentracionario por exenta de insultos, lamentos y repeticiones del agravio, y vertida en un estilo analítico, meticuloso, clarificador, como guiado por la técnica brechtiana del distanciamiento. Desconfiaba de quienes practican la profecía y de quienes levantan el dedo en posición de víctima. “No soy nada de eso”, dijo alguna vez.
Esta aparente objetividad es atribuida a su formación científica: Primo Levi era químico y en 1961 se desempeñaba en Turín como gerente general de una fábrica de pinturas, esmaltes y resinas sintéticas. Investigaba, sí, pero al ser humano, ese “centauro, laberinto de carne y de mente, de aliento divino y de polvo”. Le gustaba sorprender conversaciones más que participar en ellas, “espiar por un agujerito más que observar panoramas vastos y solemnes... hacer girar entre mis dedos una sola pieza del mosaico más que mirar el mosaico entero”. Es puro esquema considerarlo un mero sobreviviente del nazismo que testimonió con talento: su obra completa, publicada por Einaudi en 1998, muestra a un grande y diverso escritor.
Es curioso que se trate de la misma empresa que rechazó el manuscrito de Si esto es un hombre. El libro apareció en una editorial pequeña y no tuvo mayor resonancia. Sólo un joven escritor de entonces lo elogió con entusiasmo. Se llamaba Italo Calvino. Cuando Einaudi lo reedita en 1958 se convierte en un éxito de proporciones y Primo Levi gana respeto como hombre de letras, aunque ciertos colegas lo califican de menor. Pero su obra –poemas, relatos históricos y de ciencia ficción, ensayos, cuentos— desborda la etiqueta “crónica” que la acompañó mucho tiempo, es más contradictoria y menos sosegada de lo que se solía suponer. Por lo demás, revela la intensa labor de traducción de Primo Levi –Heine, Kafka, Lévi-Strauss, entre otros– y su empeño en la difusión de autores como Katzenelson, Poliakov y Bruck que padecieron la Shoá.
Primo Levi escribía y reescribía sin pausa, por lo general textos cortos –”agujeritos”– que intercalaba a veces en otros posteriores concretando libros incluso décadas después de su primera concepción. Si esto es un hombre resultó una criatura en la que trabajó de manera constante, revisó la reedición de Einaudi, supervisó su traducción al inglés y especialmente al alemán (1961), la adaptación radial (1964) y la teatral (1966), le agregó notas para la edición de lectura obligatoria en los colegios (1974) y un apéndice motivado por las preguntas más frecuentes de los estudiantes (1976) que fue además materia de muchas páginas de Los hundidos y los salvados. El crítico Alberto Cavaglion juzgó que todo lo escrito por Primo Levi es una glosa de Si esto es un hombre. En semejante apretujón no entraría, por ejemplo, El sistema periódico (1975), 20 capítulos con el nombre de sendos elementos de la tabla de Mendeleiev en que lo autobiográfico se mezcla con lo científico y lo científico construye analogías de índole moral. Sostenida por un flujo de invención que no decae, la escritura de Primo Levi no es la de un aficionado –como lo definían algunos y él se definía–, sino la de un escritor original cuya penetración sintáctica y emotiva parece dimanar de una oscura ansiedad del pensamiento. Primo Levi no fue sólo el cronista del Infierno moderno: también indagó los meandros del yo y del ser. En el prefacio de su libro más “infernal” –Si esto es un hombre– advierte que lo escribió a fin de “proporcionar documentos para un estudio desapasionado del alma humana”. Cuarenta años después la despasión se disipa en Los hundidos y los salvados: en vez de distancia y ausencia de odio, hay furia. “Nadie –dice– podrá jamás establecer con precisión cuántos del aparato nazi no podían no saber de las atrocidades espantosas que se estaban cometiendo; cuántos sabían algo, pero fingían ignorancia; cuántos tuvieron la posibilidad de saber todo, pero eligieron el camino más prudente de tener ojos y oídos (y sobre todo la boca) bien cerrados.” Y por vez primera pasa del adjetivo “nazi” al gentilicio “alemán”: “... la falta de difusión de la verdad sobre los campos de concentración es una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán, es la demostración más manifiesta de la cobardía a la que lo había reducido el terror hitleriano”. Nunca se sabrá qué produjo esta implosión en Primo Levi. ¿Una rabia latente que se quita la máscara? ¿El deseo de saber que choca contra la imposibilidad de responderse preguntas terribles sobre la condición humana?