Sáb 28.08.2010

CONTRATAPA

Los héroes del pueblo y sus verdugos

› Por Osvaldo Bayer

Desde Bonn, Alemania

He estado nuevamente en Hofgeismar, en ese paisaje verde que es el centro de Alemania, en la antigua residencia de un príncipe donde hoy está una academia evangélica dedicada a la discusión de los grandes temas nunca solucionados de la humanidad. Allí se realizó un seminario preparatorio para la Feria del Libro de Francfort, que este año –en octubre– estará dedicada a la Argentina.

Antiguas construcciones rodeadas de bosques y jardines para caminar, pensar y discutir en voz baja, para escuchar el incesante lenguaje de los pájaros, que no se rinden.

Recuerdo que aquí estuvimos hace quince años recordando a Elisabeth Käsemann, la joven alemana asesinada por la dictadura argentina de la desaparición de personas. Recuerdo que en aquella reunión, a la que concurrieron representantes de los organismos de derechos humanos de diversas partes del mundo, habló el teólogo Ernst Käsemann, padre de la joven asesinada. Uno de los teólogos más famosos de Alemania, ese hombre no podía comprender la brutalidad y la perversión del sistema argentino de la desaparición.

A Elisabeth Käsemann, que había viajado a la Argentina para estudiar a fondo su situación social y redactar su tesis universitaria, la habían secuestrado, torturado bestialmente y luego asesinado a tiros. Estuvo en el campo de concentración “El Vesubio” y su verdugo fue el coronel Pedro Durán Sáenz.

Recuerdo el dolor del padre. Cuando supo de la muerte de su hija, viajó a la Argentina para recuperar su cuerpo. Y aquí vino ya la última gota del cáliz amargo que tuvo que soportar el padre: para recuperar ese cuerpo, debió entregar 22 mil dólares a un agente de los militares argentinos. No olvidaré nunca cuando en Hofgeismar el teólogo pronunció estas palabras que me siguen doliendo de pura vergüenza: “Qué país, Señor, es la Argentina, donde no sólo asesinan sino que también exigen dinero para entregar el cuerpo de la víctima a sus padres”. Me llenó de vergüenza esa afirmación, y de pesimismo sobre mi país.

Por eso cuando por fin, después de 33 años del asesinato de Elisabeth, en junio de este año, la Justicia argentina me citó como testigo en el juicio contra el asesino coronel Pedro Durán Sáenz, declaré lo comprobado en mi investigación realizada para el libro cinematográfico del film alemán Elisabeth. Lo pude mirar al asesino allí presente, pero el cobarde miró para otro lado. Treinta y tres años debimos esperar para que por lo menos se iniciara el juicio de quien fuera dueño de la vida y de la muerte en “El Vesubio”, uno de los lugares donde más se humilló, se vejó, se torturó y se “desapareció” a seres humanos.

Era algo imperdonable que los crímenes hubieran quedado impunes. Más todavía: este torturador y asesino –pese a todas nuestras denuncias– fue enviado por el gobierno de Alfonsín como agregado militar a la embajada de la democracia argentina a México. Sí, realidades argentinas.

¿Y qué hizo mientras tanto la Justicia argentina? Por ejemplo, en el acta de defunción de Elisabeth, el médico policial Carlos E. Castro señala que murió por balazos recibidos de frente, en un tiroteo. Cuando el cuerpo de Elisabeth fue revisado en Alemania por los médicos de la Justicia, éstos certificaron que los tiros habían sido disparados en la nuca y en la espalda. La pregunta es: ¿qué se hizo del médico policial Carlos Castro?, ¿no se lo juzga por su colaboración con los asesinos?, ¿qué hace hoy?, ¿goza de su jubilación, tranquilamente?

Lo repetimos una vez más: la verdad a veces tarda mucho, pero al fin llega: los asesinos ya están en juicio, mientras que un instituto de enseñanza para madres lleva el nombre de “Elisabeth Käsemann”, en su ciudad natal, Gelsenkirchen. Ojalá que en la Argentina, cuando se construyan casas a las familias que habitaban villas miseria, una de esas calles lleve el nombre de Elisabeth Käsemann, la bella joven extranjera que trabajó en esas villas y dio su vida por más dignidad para los humillados.

Regreso a Bonn y me encuentro con un abultado sobre. Me lo envían las Madres de Plaza de Mayo: son fotocopias de todos los documentos que presentaron los padres de los desaparecidos cuando éstos fueron secuestrados. Casi todos pedidos de hábeas corpus ante la Justicia, solicitudes de información ante la policía, ante los militares, ante la Iglesia Católica. Los leo y me digo: aquí está todo, aquí está la verdad de lo que fue el sistema de la represión de la dictadura. Porque en esas primeras denuncias de los padres están los testimonios de aquellos que presenciaron los secuestros, los allanamientos y las detenciones. Están los testimonios de vecinos, por ejemplo, que vieron llegar a los represores. Primero, los “grupos de tareas” se llevaban al “sospechoso”, a quien golpeaban bestialmente –se oían los gritos y los ruidos de los golpes–, luego se los arrastraba por la calle y más tarde llegaban los camiones que cargaban todo lo que encontraban en el domicilio y destruían lo que no tenía valor para ellos. Los padres denunciaban todo eso porque tal vez creerían que la Justicia iba a hacer precisamente eso, justicia. Pero están en esa documentación las resoluciones de los jueces rechazando los recursos de hábeas corpus, sencillamente “porque no corresponde”. Todos los nombres de esos jueces deberían publicarse en listas para eterna vergüenza de esos cobardes colaboracionistas, los que por supuesto siguieron siendo jueces después de la caída de la dictadura. Por ejemplo, veamos el caso de la profesora universitaria Liliana Elida Galletti, quien fue secuestrada el 13 de junio de 1977 por fuerzas uniformadas tanto del Ejército como de la policía, según testigos presenciales. Llegaron al domicilio Doblas 1083 de la Capital en cinco automóviles. Antes habían cerrado las calles adyacentes. Permanecieron allí dos horas. Se oyeron fuertes golpes, gritos y lamentos. Partieron después llevándose a la docente y poco después llegaron dos camiones, en los cuales viajaba personal policial y de las Fuerzas Armadas, que “sustrajeron diversas pertenencias, objetos del hogar, libros, papeles, ropa, tarea que insumió varias horas, y se retiraron a las 23”. La profesora Galletti, según los testigos, cuando se la llevaron “denotaba encontrarse en un estado de fuerte depresión y abatimiento”. Los padres iniciaron primero acciones de hábeas corpus ante el juzgado penal a cargo del doctor Somoza, secretaría del doctor Cuesta, y luego ante el Juzgado Federal del doctor Sarmiento, secretaría Fátima Ruiz López, ambos sin resultado, y luego ante la Cámara Criminal, Sala I, Capital Federal, pero no se realizó procedimiento alguno. El domicilio, totalmente saqueado, no fue jamás visitado por la Justicia. Ante el silencio, los padres iniciaron un nuevo pedido ante el Juzgado Nº 3 del juez Rivarola, secretaría Curutchet, obteniendo la respuesta de que ante el requerimiento de informes a las Fuerzas Armadas, éstas aseguraron “que la nombrada no se hallaba detenida”. Eso es todo. Luego hicieron presentaciones ante el Ministerio del Interior, cuerpos del Ejército y ante algunos dignatarios de la Iglesia Católica, obteniendo la misma respuesta.

Otro de los innumerables casos de terror llevados a cabo por los militares es el del soldado Alejandro García Martegani. El joven estaba haciendo el servicio militar en 1976 en el Batallón 601, de City Bell, cuando lo acusaron de estar vinculado con ideólogos de izquierda y, luego de estar detenido tres meses, lo mandaron el Regimiento de Infantería Nº 10 de Montaña a Covunco, Neuquén. Un mes después desapareció. No hubo más noticias de él. Los padres se trasladaron de Buenos Aires al regimiento neuquino donde el jefe del mismo, teniente coronel Ventura, les informó que el soldado García Martegani había salido de licencia y que no había vuelto, por lo cual se lo había declarado desertor. El padre del desaparecido no aceptó esa explicación. Se entrevistó con tres soldados conscriptos, quienes le relataron que la última vez que vieron al hijo fue en un auto donde había otras personas que se lo llevaban. Concurrió el padre, entonces, a la policía de Zapala, donde le informaron que ellos no tenían ninguna información de ese soldado. Hizo luego la denuncia ante el Comando en Jefe del Ejército, ante los ministerios correspondientes, ante la Justicia. Nunca hubo respuestas. El hijo había sido “desaparecido”. Lo más cobarde que se pueda esperar de un militar es que entregue a sus propios soldados, cuando tiene el deber de protegerlos. La vesania más manifiesta: eliminar a la propia persona de la que se es responsable, utilizando el poder omnímodo que da la propia institución al comandante. La pregunta es: ¿el teniente coronel Ventura fue juzgado alguna vez por este crimen tan artero? Y ese soldado no fue el único desaparecido. Hay muchos nombres denunciados que fueron víctimas de la misma acción que no puede ser calificada sino como la más baja de todas las traiciones.

En la documentación están todas las respuestas de los responsables. ¡Cuánta impotencia la de los familiares de los desaparecidos de aquel entonces! Por eso nos parece que la edición de esta documentación por la Editorial Madres de Plaza de Mayo será otro paso adelante para dejar aun más en descubierto en toda su brutalidad lo que fue ese período argentino y el fracaso de la mayoría de los que se titulaban como representantes de los intereses de la sociedad. Por eso este libro que editarán las Madres será una prueba de lo que fue el clima de miedo y de crimen oficial desatado. El poder leer con nombre y apellido a todos los que miraron para otro lado en vez de cumplir con sus obligaciones éticas fundamentales.

Pero, como decíamos, finalmente los crueles quedan para siempre condenados por la Historia. Los crímenes quedan develados por más oficiales que sean y por más que los cometan los poderosos.

Acaba de producirse un hecho que ha puesto contenta a toda la Europa democrática. Por primera vez, el gobierno turco ha reconocido uno de los tantos crímenes cometidos contra los armenios. Fue título de página en muchos diarios europeos: “Turquía culpable”. Se trata del asesinato cometido contra el periodista armenio Hrant Dink. Este periodista fue asesinado a tiros en la calle. Horas antes, un juzgado turco lo había acusado de “ofender a Turquía” y condenado a tres años de prisión. El periodista había denunciado el genocidio armenio cometido por Turquía a principios del siglo pasado, justamente con esa palabra: genocidio. Después de la condena, el periodista fue asesinado, a pesar de que iba custodiado por policías turcos.

Ayer se informó que el gobierno turco va a reconocer –ante el Juzgado Europeo de Estrasburgo– su responsabilidad de no haber ofrecido más seguridad al periodista, facilitando así su asesinato. Es tal vez un pequeño paso hacia el reconocimiento de ese genocidio que costó la vida de un millón y medio de hombres, mujeres y niños armenios.

Pasos hacia adelante en un mundo cargado de violencias creadas siempre por las injusticias sociales y el ansia de poder.

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