Jue 02.09.2010

CONTRATAPA

Sarkozy, Kafka y Céline

› Por Enrique Medina

Olver saca las entradas en boletería y jura que la máquina que me va a mostrar vale el precio que está pagando. Mientras nos trasladamos de salón en salón en la exposición Crimen y Castigo que el Musée d’Orsay organizó para ingenuos turistas, Olver me actualiza sobre la situación política francesa y las peripecias sufridas por su arrogante presidente Sarkozy. Me cuenta que además de los yerros internos, son muchas las excentricidades que lo caracterizan al punto del ridículo, especialmente sus elevadas plataformas bien disimuladas para aumentar su estaturita al nivel de sus invitados. Aquí me pongo firme y le espeto que eso no es impedimento para que un presidente sea lo que corresponde, y le muestro mis enormes tacos de goma que por más que hagan nunca lograrán que mi cabeza llegue al cuello de él. Me entiende. Admiramos la guillotina usada en 1877 con su respectiva caja en la que se guardaban las cabezas censuradas. Vemos pinturas de famosos ya recontravistas que fueron esgrimidas para especular en esta oportunista exposición. Nos detenemos ante una puerta de prisión con los ineluctables grafitis de los presos, arrancada de cuajo para este show. Y Olver no deja de ilustrarme con sus chimentos de que los cuernos que el presi se intercambia con la apetecible Carla Bruni en realidad encierran un envidiable amor pasional que a los dos los tiene muy avergonzados como chiquilines de secundario; y que aquella imagen tomada desde un helicóptero, luego del desfile militar bajo la lluvia en los festejos nacionales, en la que los dos, solitos, entran al palacio presidencial, fue muy conmovedora; y mucho más cuando ella, sin nadie a la vista (salvo el mundo entero de la televisión metereta), deslizó su brazo sobre los hombros de él y le dio un beso en la mejilla. Pero, por sobre todo, y sin contar el “escándalo-Bettencourt” que lo está arañando seriamente, lo que ahora le ha molestado a Sarkozy es...

– ... que un periodista de radio lo está chicaneando a raíz del libro El Caso Céline, de Philippe Pichon (Dualpha Editions). El tal Pichon, un activo comisario que tuvo acceso al expediente 44.845 de Céline en la sección política de la policía, cuenta en el libro que, luego de leer El Viaje al Fin de la Noche, consideró que es el libro absoluto, que tiene tanta fuerza, fantasía y ferocidad que después de recorrerlo uno sale lleno de entusiasmo y con una sensación de poderío tan grande que mover montañas parece una pavada; y esto es lo que se espera que nos dé un artista. Pero, además, Pichon encontró viejos reportajes con magnos elogios de Sarkozy hacia Céline que aparecieron en blogs del vespertino Le Monde y en Le Figaro Magazine. Lo cierto es que Sarkozy se deslumbró en su juventud al leer El Viaje y hay pruebas y testigos, participantes de una cena privada, de cuando aseveró que Céline era su Biblia, y prometió que no existiendo ni una calle, ni plaza, ni hospital, ni centro sanitario con su nombre, él, admirador fanático, cuando fuera alcalde de Neuilly, donde residió Céline junto a su mujer y sus animales queridos, remediaría la situación en un parpadeo. Ahora, Pichon le reclama que, si no cumplió su promesa durante los muchos años en que fue alcalde de Neuilly, en este momento que es presidente de la Nación pague su deuda con el más grande escritor del siglo XX. Al menos que le ponga el nombre a un hospital de barrio, ya que Céline fue médico de pobres. ¿No?...

Detiene su charla Olver porque llegamos a lo que él me trajo. Estamos frente a la máquina de tortura inventada por Kafka en su cuento capital y casi desconocido y nada divulgado: “En la Colonia Penal”. La máquina es enorme, está realizada con planchas, arneses, púas, torniquetes al gusto, tal como la soñó el autor. Me explica Olver que él ha estudiado el texto e investigado en la colectividad y que el masoquismo de Kafka expresado en esta máquina es el tormento que sufre el chico cuando se lo educa en el rigor extremo del pensamiento dominante, que fue lo que le pasó a Kafka, y que en el mismo cuento está incluido el concepto cuando se dice que los niños tenían preferencia para apreciar en detalle, en el rostro del martirizado, el modo ejemplar de implementar la justicia. Meditamos. Suspiramos hondo y proseguimos viendo periódicos, cuadros y afiches que exacerban el morbo de los asistentes. Salimos. Relajados, buscamos un bar. Me dice:

–¡Qué estafa! Y encima nada de Dostoievski...

–No estuvo mal la puerta de la celda, ¿no?

–¡Qué decís! ¡Si esa puerta fuera de verdad, mañana mismo Sarkozy debería ponerle el nombre de Céline al Ministerio de Salud!

Nos sentamos y pedimos cuatro cafés. Olver y yo lo sorbemos con parsimonia y vacíos de nada, con templanza, con algo de estoicismo parisino quizá; parcos e híbridos sí, cual personajes no taxativos en un relato agónico y sin final, mientras Kafka y Céline charlan animadamente.

(Al amigo Olver Gilberto de León, In Memoriam)

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