CONTRATAPA
Protocolos
› Por J. M. Pasquini Durán
Los protocolos son, en general, un conjunto de reglas que sirven de guía de conducta para funcionarios civiles y militares en determinadas ceremonias y actos públicos. Más de una vez, sin embargo, las crónicas registran actitudes “fuera de protocolo” cuando en situaciones especiales esas normas son flexibilizadas o incluso ignoradas por quienes deberían acatarlas. O sea, que no son mandatos rígidos o ineludibles, ya que puede acomodarse a otros valores, por ejemplo principios de ética y de honor.
Contrariando todo esos precedentes, el actual jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni, se declaró esclavo del protocolo para justificar los honores póstumos que dedicó a su antiguo comandante, Leopoldo Fortunato Galtieri, un déspota del terrorismo de Estado y de la aventura guerrera en las islas Malvinas. El ex ministro del Interior Albano Harguindeguy y el jefe de la Armada en 1982, Jorge Anaya, fueron consentidos para rendir sendos homenajes en la misma oportunidad. En síntesis: en un solo acto, Brinzoni aniquiló la teoría de los dos ejércitos, el de la dictadura y el de los bravos de Malvinas, y descalificó la renovación generacional por vía del reconocimiento práctico de la continuidad.
Después que Martín Balza formuló la autocrítica de los años del llamado “Proceso”, expertos militares y analistas políticos percibieron esa arenga en carácter de acta fundacional de un “nuevo ejército”, el de post-Malvinas, que rompía amarras con el pasado. A esa especulación se agregó un dato innegable: por razones de edad, la mayoría de los terroristas de Estado pasaban a retiro, sustituidos por oficiales que eran muy jóvenes en los años de plomo. Brinzoni es un remanente de ese pasado y carga con acusaciones públicas, que esperan fallo judicial, por complicidad con algunos sucesos de la represión salvaje. Hasta el momento, sin embargo, no existe indicio alguno que confirme la presunción de la novedad, aunque el caso de Galtieri no es el primero que une las dos épocas por voluntad del actual Estado Mayor. ¿No hay un solo oficial que se considere agraviado por la reivindicación de personajes que fueron autores de crímenes aberrantes, probados en juicio según todas las normas del derecho, y reaccione en consecuencia? En estas condiciones, el silencio es encubrimiento y la omisión también es pecado.
Puede parecer excesiva la pretensión de que alguien trunque su carrera profesional en nombre de la integridad, el honor y la decencia, pero la defensa de la patria, deber primario del militar, requiere coraje para tomar las armas contra el enemigo exterior pero también para impedir la disolución insidiosa de las propias filas por la corrupción y la impunidad. ¿Por qué repudiar por incumplimiento sólo a los profesionales de la política y eximir a los demás cuerpos de la Nación de obligaciones similares? El presidente Eduardo Duhalde debería dar el ejemplo, ya que ejerce el comando supremo de las fuerzas armadas por mandato de la Constitución, en lugar de conformarse con coartadas protocolares. Mientras los derechos humanos sean patrimonio exclusivo de minorías activas, por más que en las encuestas las mayorías repudien los crímenes del terrorismo de Estado, la democracia será un intento fallido de organización institucional. La sociedad entera se debe un debate riguroso y exhaustivo acerca de las competencias militares, a fin de precisar para qué y cómo las quiere en la construcción del futuro. En verdad, la deuda debería saldarse con una reflexión global sobre los años de plomo que no se limite a las denuncias, aunque sean tan legítimas y verdaderas como la primera vez que fueron enunciadas. Las críticas alcanzan dimensiones más plenas y constructivas cuando no se agotan en sí mismas y sirven para echar las bases de un nuevo comienzo. Por eso, ocasiones como la presente merecen toda la atención posible, sin dejarlas pasar como simples anécdotas, porque exceden los dogmas ideológicos o los rencores latentes y son oportunidades válidas para templar el espíritu de la Nación. El ejercicio de la dignidad es, casi siempre, fuente de esperanza y alegría. Justo lo que tanta falta hace en el país.