CONTRATAPA
Veranito
› Por Antonio Dal Masetto
Me tomé las vacaciones los primeros diez días de enero. Decidí achicar gastos. Nada de viaje, nada de hotel. Opté por pasar las vacaciones en un supermercado. Fui todos los días. No es cerca de mi casa, pero la caminata, sumada a las diez horas promedio dentro del súper, me aportaron un óptimo estado físico. Uno puede pasarla bien en un súper. Hasta puede encontrar el amor (luego hablaré de la mujer morena). En cuanto entraba al súper pasaba por la sección perfumería, abría un frasco y me ponía unas gotas de mi agua de colonia preferida. Siempre hacia una parada entre las lámparas y los espejos, porque la luminosidad de esa zona me inspiraba. La bauticé “El rincón de las hadas”. Un toque de poesía nunca viene mal. Recorría la sección ropa y me probaba las camperas, los sacos, los pilotos. En la sección música pedía un casete y evaluaba la calidad de los aparatos en venta. Además de la música tenía mi hora de TV y otra de lectura en la sección libros. Leí mucho esta temporada. Entre los electrodomésticos descubrí un artefacto que me intrigó por la complejidad. Las instrucciones estaban en alemán, inglés y francés. Me traje un diccionario de la sección libros y comencé a traducir. En las dos horas que le dediqué el primer día sólo logré llegar a la parte de las paletas, aletas y cuchillas. En los días siguientes completé la tarea. De paso aproveché para estudiar idiomas. En general mis conocimientos aumentaron un montón. Me leía los rótulos de los envases de comestibles y artículos de limpieza: recetas, ingredientes, fórmulas, consejos. Todo interesante. Me desasné sobre la diferencia entre el café de Colombia y el de Brasil. Mantuve instructivas charlas con el encargado del rubro jardinería. El muchacho de la pescadería resultó ser un tipo simpático y me ilustró sobre las diferentes especies, aunque sospeché que a menudo inventaba. Entonces le discutía, la conversación subía ligeramente de tono y podía suceder que interviniera algún cliente: “Pero no, jóvenes, éste es un pez del Mar del Norte”. Al mediodía me las ingeniaba para hurtarme un trozo de queso, una salchicha, fiambres varios, alguna fruta. Así aguantaba bien hasta media tarde. Alrededor de las cinco abría un paquete de la sección galletitas y con mucha discreción me tomaba un té con limón en lata. Nunca me descubrieron. El hallazgo más importante del verano fue el de la mujer morena que también pasaba los días enteros en el súper. Linda señora. Cada tanto nos cruzábamos. Al tercer día, al encontrarnos una vez más, nos saludamos con un movimiento de cabeza. Acá entró a trabajar un poco la fantasía y me dije que algo nos unía y que no por casualidad habíamos decidido pasar las vacaciones en el mismo supermercado. También ella almorzaba y merendaba ahí. Alrededor de las doce sabía que la encontraría en la sección lácteos, comiéndose a escondidas un yogur dietético. Después, con gran habilidad, volvía a tapar el envase vacío y lo colocaba en el estante. Un mediodía, viendo que se acercaba un empleado, pasé rápido detrás de ella y le susurré al oído: “Ojo que hay moros en la costa”. Creo que ahí me la gané y en el cruce siguiente me dedicó una sonrisa de un millón de dólares. Pero todavía no me animaba a hablarle. Perdí una buena oportunidad el quinto día de vacaciones. Sabía que pasarían por TV una de Sandrini. Fui rumbeando para los televisores y en el camino abrí un paquete de caramelos y me llevé cuatro. Me acordé de las matinés de mi infancia y me acomodé contra una góndola dispuesto a ver la película completa. La morena también se arrimó. En las propagandas la miraba de reojo, estuve por convidarle un caramelo, pero no conseguí superar mi timidez. El último día la esperé a la salida, le dije que mis vacaciones terminaban y no quería partir sin despedirme. Dijo que también las suyas terminaban y yo comenté que en más de un sentido éramos sin duda dos almas gemelas. Hablamos un rato de eso. “Ahora me tengo que ir”, dijo ella. “¿Cuándo nos volveremos a ver?”, pregunté. “Las amistades de verano se diluyen cuando uno vuelve a la vida normal, es una ley”, dijo ella. “Megustaría que intentáramos quebrar esa tradición”, dije. “Bueno –dijo ella–, si insiste, entonces veámonos el próximo fin de semana, ¿a qué shopping acostumbra ir usted los sábados?”