Sáb 18.01.2003

CONTRATAPA

Algo ya huele a podrido

› Por Osvaldo Bayer

La verdad llega. A veces hay que esperarla mucho, pero llega. Lo sabemos los argentinos que nos tenemos que mover en el reino de la mentira y la cobardía. En Alemania se acaban de conmemorar con solemnidad los cien años del nacimiento de Georg Elser, el gran atentador, el que quiso terminar para siempre con el régimen terrorista del nazismo de su país alemán. Para lo cual intentó matar a Hitler. El atentado fue cometido por Georg Elser solo. No logró su propósito por una mínima fracción de tiempo, ya que el feroz asesino público se había retirado trece minutos antes que el explosivo estallara en el Bürgerbräukeller, la cervecería de Munich donde los nazis celebraban sus aniversarios. Pero lo que se acaba de realizar en Bremen no se trató de un acto para lavar conciencias y quedar bien. No, fue un acto absolutamente oficial donde se analizó con toda seriedad la obligación de todo ciudadano libre de actuar contra los tiranos, de ofrecer su vida contra todos los que pisotean la Constitución de un país y sus derechos humanos. La ciudad de Bremen ha dedicado una semana de conferencias y discusiones acerca de si Georg Elser, el valiente libertario, hizo bien en tratar de eliminar al político asesino o no estaba en su derecho hacerlo. Y para que no quedaran dudas se llamó a la ex presidenta de la Corte Suprema de Alemania, Jutta Limbach, para analizar el tan discutido problema. Actualmente Jutta Limbach es presidenta del Instituto Goethe e Internaciones, justamente los organismos alemanes que se dedican al intercambio cultural con el exterior. Y Jutta Limbach justificó absolutamente el atentado de Georg Elser contra el bestial tirano. Lo trágico fue que apenas una casualidad salvó al genocida. Mientras el pueblo alemán aplaudía y levantaba el brazo para saludar al mamarracho disfrazado de nazi, Georg Elser, libertario, carpintero de oficio, preparaba con todo cuidado su atentado colocando la bomba justo donde el nazi racista iba a asentar su culo en el escenario. Se salvó la bestia. Elser pagó con su vida, fue asesinado por la SS. En las declaraciones ante la Gestapo, Elser se autocalificó de único autor y expresó por escrito que había cometido el acto porque “había entendido que las condiciones en Alemania sólo podían cambiar con la eliminación de sus gobernantes Hitler, Goering, Goebbels, para así “dar lugar a otros hombres que no se dedicaran a conquistar otros países sino que se esforzaran en mejorar el destino de la clase trabajadora”. Además, eliminar “a los jerarcas principales iba a impedir un derramamiento de sangre mayor”. Elser fue asesinado en el campo de concentración nazi de Dachau.
Pero la alta funcionaria de la Alemania actual no sólo recordó el heroísmo de Elser sino que justificó su acto desde el punto de vista de la ética y de las leyes fundamentales de la humanidad. No sólo Elser cumplió con su deber de ciudadano libre y democrático sino que así tendrían que haber reaccionado todos los ciudadanos defensores de la dignidad del ser humano. Si Elser en su atentado habría tenido éxito, se hubieran salvado los millones de inocentes que murieron en la guerra, en los campos de concentración y en los bombardeos y hubiera impedido la destrucción de ciudades enteras. (Por ejemplo, ahora se saben las cifras definitivas de la batalla de Stalingrado: de los 350 mil jóvenes alemanes enviados a esa batalla sólo regresaron 6 mil, y murieron 600 mil soldados rusos.) Sólo esas cifras hacen de Georg Elser un héroe de la humanidad. Miremos el rostro de cada uno de esos soldados muertos, metámosnos en sus pensamientos e ilusiones. Fueron muertos por la irracionalidad de un sistema racista e imperialista. Georg Elser es un héroe emocionante. Así lo hizo saber la oradora. El teólogo Manfred Haushofer, uno de los que intervino en la preparación del atentado contra Hitler en julio de 1944 (es decir, cuando la guerra estaba perdida, no como Elser que lo hizo cuando ya se preveía que iba a comenzar) escribió en la prisión antes de ser ejecutado por los nazis: “Yo debí reconocer antes mi deber. Yo debíllamar con más fuerza a lo funesto, funesto. Demoré demasiado mi propia sentencia”.
Por eso la Constitución alemana de 1968, basada en gran parte en las enseñanzas aprendidas en la lucha contra el nazismo, legaliza el Derecho a la resistencia que le corresponde a cada ciudadano. Dice textualmente: “Contra todos aquellos que intentan subvertir el orden democrático, los alemanes tienen el derecho a la resistencia” (Artículo 20).
Y esa resistencia no está limitada. Más todavía, el Estado de Bremen tiene en su Constitución el artículo del Derecho a la resistencia: “La resistencia es no sólo un derecho sino también un deber cuando los derechos humanos fijados en la Constitución son violados por el poder público”. La resistencia, la bella palabra. Y en ese caso la resistencia no se reglamenta. Georg Elser, el obrero carpintero, previó la catástrofe y actuó, ofreciendo su vida. En cambio, el filósofo Heidegger, todo sabiduría, colaboró con el nazismo para no perder posiciones y seguridad.
Pero no nos vayamos de nuestras latitudes. Los argentinos acabamos de demostrar ante el mundo que nos gustan los tiranos asesinos. Este entierro del genocida Galtieri rodeado de uniformes y banda de Patricios nos dejó el desnudo. Ese Brinzoni, máxima figura representativa del Ejército con un discursito tonto, acomodaticio, pero profundamente ventajero, nos ha pintado a los argentinos de cuerpo entero. (El infinito Roberto Arlt hubiera calificado a nuestro general de la Nación como “un turrito”.) Mientras tanto, nuestros políticos oficiales siempre calladitos la boca, mirando para otro lado. Al cobarde general desaparecedor Galtieri, honores argentinos. Los honores de general a la bestia que hizo desaparecer hasta un matrimonio de ciegos, le robó los juguetes al hijito y le regaló la casa a la Gendarmería, para que los gendarmes, después de apalear obreros, vayan a festejar sus cumpleaños. Ese fue Galtieri. El asesino de 650 soldados argentinos, que se rindió en su escritorio.
Nosotros, los argentinos, tuvimos dos Georg Elser. Se llamaron Simón Radowitzky y Kurt Wilckens. Hicieron justicia con su propia mano por el derecho de matar al tirano. Radowitzky hará saltar por el aire al jefe de policía Ramón Falcón, coronel y policía, quien había cometido una cobarde matanza de obreros que pedían las ocho horas de trabajo. Fue un hecho de absoluta cobardía. Quedar la sangre obrera regando la plaza Lorea. Y el coronel Falcón, satisfecho; y los políticos argentinos, satisfechos. Después de su justa muerte, Falcón pasó a llamarse una de las calles más extensas de Buenos Aires y nada menos que la escuela de cadetes de policía. Así salen. La sociedad argentina siguió reptando frente a la figura del coronel policía. Ningún gobierno, ni radical ni peronista, puso la verdad en la calle y reprobó la matanza obrera. No, ni siquiera se pidió al pueblo disculpas por la cobarde matanza por pedir lo más justo: las sagradas ocho horas de trabajo. Y el alemán Wilckens hará justicia y dará el condigno castigo al fusilador de gauchos patagónicos, peones de campo, teniente coronel Varela. Lo enfrentó cara a cara. No le leyó un discursito a lo Brinzoni sino que lo despachó con toda precisión al infierno. Hoy está el teniente coronel Varela en el Panteón Militar junto a su compinche Galtieri. El olor a podrido que invade dicho panteón amenaza ya con llegar a la Casa Rosada, pasando por la Corte Suprema.
Los argentinos jamás repudiaron las matanzas de obreros. No se recuerda a los obreros que dieron su vida por las ocho horas, dignidad y derecho, sino a sus militares verdugos.
En el acto en honor del atentador Georg Elsner se tocó la Sinfonía Nº 4 de Bruckner: música de la tierra, de la valentía a toda prueba, del sacrificio por la dignidad. A Galtieri le tocamos marchitas militares en la ya degradada banda del Regimiento Patricios.
Los argentinos tenemos el derecho de usar la resistencia por nuestra dignidad y respeto a los nuestros; pensemos en nuestros niños. Exijamosque se terminen estas Fuerzas Armadas del crimen y el robo. Exijamos que esos militares se eduquen en nuevos institutos democráticos; acabemos con la guarida de los desaparecedores. Luchemos por acabar con el cáncer que nos viene devorando desde cuando aquel genocida Roca cometió la matanza de los habitantes del sur y recibió en premio 15 mil hectáreas de campos como botín de guerra. Esa campaña contra el habitante natural del sur fue financiada por un Martínez de Hoz, nombre de la vergüenza en nuestra historia.
Resistencia para la dignidad democrática. O si no, seamos honestos, roguemos que al ministro de Defensa Ja-Jaunarena se le otorgue un uniforme obligatorio de cabo primero para que siga representándonos en nuestra eterna cobardía.

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