CONTRATAPA › EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE MIGUEL HERNáNDEZ: 30 DE OCTUBRE DE 1910
› Por Mario Goloboff *
En la poesía universal se han dado ejemplos de singular precocidad: el más conocido es el de Arthur Rimbaud, quien revolucionó la lírica moderna, si bien escribió solamente hasta los veintidós años y luego pasó a dedicarse con igual entusiasmo a la trata de esclavos en Africa, olvidando para siempre la literatura y el mundo. O más cercano todavía, el del peruano Javier Heraud, asesinado en el río Madre de Dios por sus actividades revolucionarias, con balas de las que se usan para matar fieras, cuando tenía alrededor de veinte. Poco se señala, en cambio, el caso de Miguel Hernández, aunque reviendo su itinerario vital y literario parece absolutamente increíble que haya muerto cuando sólo iba a tener 32 años.
Por los tiempos en que, saltando las altas barreras de la censura franquista, él llegó a nosotros, comenzaron mis felices contactos con la mejor poesía de la lengua, con mucho de lo mejor escrito en español. Fantástico tesoro que he transportado hasta aquí por décadas. Circulaba en la Argentina, casi como novedad editorial en el idioma (puesto que en España estaban absolutamente silenciados), lo que se fue plasmando como una tríada, una no pactada complicidad, un no pensado triángulo: don Antonio Machado, el sabio, el artesano, el orfebre, el purista, el trabajador, el perfecto, el tiernamente filosófico de “Meditaciones de un día” y de Juan de Mairena, ido a morir al exilio francés en Colliure, tras la derrota; Federico García Lorca, el grácil, el audaz, el algo loco, el genio, el musical y gitano, el desmedido, el muy surrealista y muy épico del “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía”, brutalmente asesinado a poco del levantamiento franquista; y Miguel, el labriego, el pastor, el hombre de la tierra, el natural y el cósmico, el del fusil amado y armado, el amador, el combatiente, el de “Vientos del pueblo me llevan,/vientos del pueblo me arrastran,/me esparcen el corazón/y me aventan la garganta...”, muerto en las mazmorras del régimen el 28 de marzo de 1942.
Acaso por la política y por el amor (que en aquella época iban siempre juntos), llegamos a sus grandes sonetos: al erótico “Por tu pie, la blancura más bailable,/donde cesa en diez partes tu hermosura...”, al melancólico “Yo te agradezco la intención, hermana,/la buena voluntad con que me asiste/tu alegría ejemplar; pero, desiste/por Dios: hoy no me abras la ventana”, y también al provocativo “Te me mueres de casta y de sencilla”, y al insinuante “Me tiraste un limón, y tan amargo,...”, a su “Rosario, dinamitera”, y también al fraternal “Me llamo barro aunque Miguel me llame...”, y también, y también...
Leímos a los tres grandes poetas hasta construir pequeñas autobiografías machadianas, canciones lorquianas, sonetos hernandianos; hasta la admiración, la imitación, la adoración; nos los pasábamos entre algunos iniciados como consigna política, cultural, estética, y hasta de seducción ante beldades juveniles que no resistirían la potencia bélica, amorosa, y el encanto de esas voces inéditas.
Tampoco es que nos hayan llegado solos: muchas veces venían presentados, precedidos, recomendados, introducidos por algún hermano mayor: nuestro Raúl González Tuñón fue el adalid de todos. Muy joven todavía, pasó el año 1935 en Madrid, se trató con Federico García Lorca, con Rafael Alberti, con Miguel Hernández, con Pedro Salinas, con Gerardo Diego... Leyó en el Ateneo, en un acto organizado por León Felipe, los poemas inspirados por la insurrección minera de Asturias y la represión del año ’34. También publicó Raúl González Tuñón en Caballo verde, la revista del cónsul de Chile en Madrid, Pablo Neruda. Había discutido con algunos de aquellos amigos sobre la función social de la poesía y hasta había ayudado a convencerlos. Tanto, como para que, al volver en 1937 como corresponsal de guerra enviado por La Nueva España, periódico republicano editado en Buenos Aires, encontrase a Miguel Hernández, otrora poeta del grupo católico “El gallo crisis”, convertido en jefe de una brigada republicana, redactando y leyendo algunos de los poemas de Viento del pueblo...
Había nacido Miguel Hernández un 30 de octubre de 1910 en Orihuela, un pueblo de Alicante. Hijo de campesinos pobres, estudió escolarmente sólo dos años y luego fue para siempre autodidacta, porque desde muy niño se dedicó a apacentar el rebaño de cabras familiar. Se educó en y con la naturaleza, en el canto de las aves de su tierra, en el silencio de los soles y las lluvias finas, y en una religiosidad que marca sus primeros años y, también y especialmente, en la lectura precoz de Lope de Vega, Calderón, Góngora y Quevedo.
Empezó, pronto, a llamar la atención de sus vecinos, intelectuales y escritores de la región. Gracias a su amistad con Ramón Sijé, éste le publica poemas en su revista El gallo crisis y prologa su primer libro Perito en lunas. Pero enseguida lo deja solo por la muerte (tiene Sijé 22 años apenas) y da motivo a la famosa y cálida “Elegía” de Miguel: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”. Se enamora, por entonces, de quien será la gran pasión de su vida: Josefina Manresa. Y escribe algunos de los más poderosos y bellos poemas de amor que se hayan escrito, en todos los tiempos, en la lengua española. Son los sonetos de El rayo que no cesa (1936) que iba a llamarse primero El silbo vulnerado.
Va por primera vez a Madrid; José Bergamín le publica en su revista Cruz y raya el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve; aparecen entrevistas en otras publicaciones. Tienen lugar allí las reuniones de jóvenes escritores entusiasmados por el fervor revolucionario que recorre España. Así lo describe, por la época, otro enorme poeta español, Vicente Aleixandre (quien será, con toda justicia, Premio Nobel de Literatura en 1977): “Calzaba entonces alpargatas, no sólo por su limpia pobreza, sino porque era el calzado natural a que su pie se acostumbró de chiquillo y que él recuperaba en cuanto la estación madrileña se lo consentía. Llegaba en mangas de camisa, sin corbata ni cuello... Unos ojos azules, como dos piedras lindas, sobre las cuales el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura, donde la dentadura blanca, blanquísima, contrastaba con violencia, como efectivamente una irrupción de espuma sobre una tierra ocre”.
Pero estalla la sublevación militar en julio de 1936 y toda esa intelectualidad se pone al servicio de la República. Miguel se alista en el Quinto Regimiento y va inmediatamente a parar el fuego en Guadalajara y en Extremadura. Y en 1937 sale su libro, editado por el Socorro Rojo Internacional, Viento del Pueblo.
Hacia abril de 1939, perdida ya la guerra y comenzada la dispersión española, busca refugio en Sevilla y luego en Huelva. De la prisión en la que caerá, entregado por el gobierno dictatorial de António de Oliveira Salazar cuando intentaba entrar en Portugal, lo sacarán poco después amigos solidarios que andan en esa hora por París, y la gestión de Pablo Neruda con el cardenal de la ciudad (a quien conmueve la lectura de aquel auto sacramental de Miguel y sus primeras piezas poéticas religiosas). Aunque otra vez en Orihuela, adonde vuelve desoyendo todo consejo, es definitivamente prendido y pasado de prisión en prisión (fichado como “escritor y poeta de la revolución”), hasta el agravamiento de su tuberculosis y la temprana muerte.
Dejó muchísimas piezas inéditas, algunas conocidas en la recopilación Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941) (publicadas, si no me engaño, por primera vez en el idioma, aquí en Buenos Aires, por Editorial Lautaro, en 1958) y poemas que irán apareciendo póstumamente, como el magnífico “Hijo de la luz y de la sombra”. Unió a una vida harto difícil y combativa, a una lucha ejemplar, el trabajo de muchísimos poemas que cuentan entre los más bellos de la lengua, cuya lectura sigue aún estremeciendo a multitud de jóvenes y no tan jóvenes.
* Escritor. Docente universitario.
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