› Por Juan Forn
Un día de 1907, André Derain se cruza por la calle con su amigo Picasso y lo invita a tomar unas copas en su atelier. Uno lee esto y piensa: el viejo pintor y su amigo más joven. Error: Derain y Picasso eran casi de la misma edad (uno de 1880, el otro de 1881), pero por alguna rara razón no competían entre sí. Al subir al atelier ese día, Picasso se fascinó de tal manera con la colección de objetos primitivos de Derain que éste le dijo que fuese sin falta a la sección africana del Museo del Trocadero. Picasso insólitamente obedeció y el resto es historia conocida: Picasso pinta Las señoritas de Avignon y cambia las coordenadas de la pintura de su tiempo. Derain, entretanto, parte al frente cuando estalla la Primera Guerra y vuelve de las trincheras convencido del viraje que debe dar su pintura. Sigue siendo el mismo grandote bonachón y sensualista, pero siente que debe ir en una dirección diferente a la de todos sus amigos pintores, intentando una síntesis metafísica entre el primer cubismo y la serenidad de los viejos maestros renacentistas. A su regreso del frente, le dice a Picasso que Las señoritas de Avignon le parece una empresa desesperada y que no le extrañaría encontrar algún día a su amigo colgado detrás de semejante tela. Picasso lo tranquiliza en privado, pero le pide que repita en público el comentario, porque no puede imaginar un “elogio” más efectivo. Derain lo hace y, para la sorpresa general, Picasso sigue frecuentándolo. Lo mismo hacen Giacometti, Braque y un jovencito llamado Balthus, que terminará teniendo un rol decisivo en esta historia.
Por esa época (ya estamos en los años ’30) se produce en París una reacción de varios pintores contra los experimentos de vanguardia. La decisión es menos estética que ideológica: soplan vientos nauseabundos en Francia. La prensa nacionalista da a esos pintores el título de “La Vuelta al Orden”, que es lo mismo que piden políticamente: expulsión de inmigrantes judíos y bolcheviques, retorno “a los valores franceses de siempre”. Pese a los reparos de Derain, que no comparte uno solo de los ideales de esos pintores, la prensa lo pone a la cabeza del movimiento y lo usa como ariete para fustigar a los vanguardistas, casi en los mismos términos en que Hitler habrá de dividir poco después el arte en “degenerado” y “excelso”. Derain se va de París a un pueblito de las afueras llamado Chambourcy, pero de poco le sirve el cambio de aire: los nazis invaden Francia, la Gestapo le hace saber al pintor que ha sido elegido para integrar la comitiva de artistas franceses que el Führer quiere conocer en Berlín. Derain contesta que ya no pinta, y mucho menos viaja, pero la Gestapo insiste con la delicadeza que la caracteriza. Poco importa a los franceses que en ese viaje Derain se negara a hacerle un retrato a su admirador, el canciller Von Ribbentrop, y que pidiera (en vano) por sus compatriotas deportados. Terminada la guerra, Derain es acusado de colaboracionismo y, si bien será exonerado de los cargos, su nombre quedará manchado hasta su muerte en 1954.
Retrocedamos ahora veinte años, al momento en que Derain es arrastrado por Picasso, siempre atento a los escándalos, a la primera muestra de Balthus. Ante la reacción incendiariamente adversa, Derain decide dar su apoyo al joven pintor comprando uno de sus cuadros (Picasso promete hacer lo mismo, pero después se olvida, o se arrepiente). En agradecimiento, Balthus se ofrece a pintarle un retrato. Derain le da largas al asunto, pero permite al joven pintor que lo contemple trabajar en su atelier. Los expertos dicen que esas jornadas fueron decisivas para Balthus y él mismo aseguró hasta su muerte que la razón por la cual era tan lento y obsesivo para pintar era porque quería dar a sus cuadros el virtuosismo que Derain conseguía darle a los suyos casi sin esfuerzo. Pero en 1936, cuando Derain acepta por fin posar para Balthus, su moral está en baja. El evento de la temporada es un libro llamado Pour et Contre Derain, en el que una veintena de críticos cuestionan el viraje de su pintura y lo declaran acabado. Con ese estado de ánimo concurre diariamente a posar, durante cuatro meses, al atelier de Balthus. El resultado es uno de los mejores retratos del siglo, pero involuntariamente dio el golpe de gracia a la reputación de Derain, cuando Balthus lo incluyó en su primera exhibición en París después de la guerra.
Admirador del famoso retrato que había hecho Picasso de Gertrude Stein, Balthus dio a su Derain la misma imponente altivez. Y, fiel a su inveterada pasión por las nínfulas, incluyó en el fondo del retrato a una modelo y amante ocasional de Derain. A causa de su proverbial lentitud para pintar, Balthus incluyó a la modelo en el cuadro cuando Derain ya había dejado de posar. Se trataba de una jovencita judía llamada Sonia Mossé, deportada por los nazis y gaseada en Auschwitz. Cuando Balthus exhibió el cuadro en 1946, su recuerdo estaba aún fresco en la memoria de los artistas parisinos y la altivez de Derain en el cuadro fue interpretada como desprecio por la suerte que habría de correr su modelo. La terrible ironía del asunto es que Balthus había pintado a la modelo equivocada: la que trabajaba habitualmente para Derain se llamaba Raymonde Klaubniche, pero compartía pensión con la pobre Sonia Mossé y envió a ésta al atelier de Balthus porque tenía otro trabajo mejor pago.
Derain ya no volvió a París, ni volvió a exponer hasta su muerte. Da escalofríos comparar el último de los autorretratos que pintó con el que le hizo Balthus: nada queda de uno en el otro; no sólo no parecen la misma persona; ni siquiera parecen pertenecer a la misma especie. Aunque Balthus no se atrevió nunca a darle el retrato, siguió visitando a Derain en Chambourcy. En la última de esas visitas, en 1953, le llevó de regalo el ejemplar de los Cuentos Orientales de Marguerite Yourcenar que Derain le había hecho leer en 1937. Derain le pidió que leyera en voz alta el cuento que había sido su favorito en aquel entonces, “Cómo se salvó Wang-Fo”, la historia de un viejo pintor chino condenado por el emperador a que le arranquen los ojos y le corten las manos por pintar el mundo demasiado hermoso; es decir, por falsearlo. El viejo pintor no esgrime ninguna defensa. Sólo pide, antes de que se ejecute la condena, terminar su última obra, un paisaje del mar visto desde la orilla, en el que flota una barca solitaria. Cosa que procede a realizar con tal maestría que el mar se hace realidad y las olas se llevan al emperador y a toda su corte, mientras él se sube a la barca solitaria y se pierde en el horizonte. Cuenta Balthus en sus memorias que, cuando llegó al final del relato, por un instante estuvo convencido de que el horizonte se abriría y el viejo Derain haría un triunfal mutis por el foro junto con el sol poniente, pero los minutos fueron pasando, el sol terminó de ocultarse en el horizonte y, cuando ya había caído la oscuridad sobre ellos, el viejo Derain quebró el silencio para murmurar amargamente al vacío: “Yo no tendré esa suerte”.
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