Jue 06.02.2003

CONTRATAPA

De la ficción

› Por Juan Gelman

En la “Declaración: testimonio sobre una Enfermedad” que precede a El almuerzo desnudo, William Burroughs anotó: “La mayoría de los supervivientes (de la drogadicción) no recuerdan su delirio con detalle. Al parecer, yo tomé notas detalladas sobre la Enfermedad y el delirio. No tengo un recuerdo preciso de haber escrito las notas que ahora se publican con el título El almuerzo desnudo sugerido por Jack Kerouac”. El ídolo de los beats salía de 15 años de fumar, comer, aspirar, inyectarse y/o introducirse en forma de supositorio todo tipo de droga y no pocos lectores y críticos sostienen que, en efecto, la escritura de ese texto fue dictada por los demonios de la morfina, el opio o el demerol. El propio autor dice no recordar que lo había escrito.
El cineasta canadiense David Cronenberg no se apartó de ese paisaje en su película de 1991 basada en El almuerzo desnudo: en vez de dimanar del texto, el argumento versa sobre el proceso de escribirlo y se deduce entonces que Burroughs creó la novela fuera de sí, drogado, y no como recuerdo de un delirio, sin duda alimentado por su imaginación y por los restos o la sombra del delirio. En carta a Jack Kerouac del 4 de diciembre de 1957, Burroughs lo felicita por el éxito de En el camino y describe su jornada: “Estuve trabajando hasta diez horas por día... Mucho mejor así... Te lo iré mandando (el manuscrito de El almuerzo...) a medida que lo pase a máquina. Una tremenda cantidad de trabajo, pero no hago ninguna otra cosa. Ni sexo, nada de trago, no veo a nadie. Sólo trabajo y fumo un poco de kif”. O quif, ese cáñamo indio muy alejado de la droga dura. Del mismo modo produjo Kerouac En el camino. El mito quiere que lo hizo en tres semanas con benzedrina como combustible de su pluma. En cambio, escribió y reescribió la novela durante largos meses y en perfecto estado de abstención.
El concepto de la droga como detonante de la creación literaria conoce antecedentes fabricados en ocasiones por el propio autor. Un ejemplo ilustre: Wilkie Collins y La piedra lunar. En opinión de Borges, esa novela extraordinaria “no sólo es inolvidable por su argumento: también lo es por sus vívidos y humanos personajes”. En la de T.S. Eliot, “no hay novelista de nuestra época que no pueda aprender algo de Collins sobre el arte de interesar al lector”. Y bien: el desarrollo de la composición de La piedra lunar –afirma Alethea Hayter en “Opium and the Romantic Imagination”– es una de las demostraciones “más terminantes de cómo un escritor concibe una obra maestra bajo el imperio del opio”. Este aserto se basa en conversaciones de Collins recogidas por amigos y en lo que él afirma en el prólogo de la obra, es decir: durante la escritura de la novela sufría fuertes dolores por su gota reumática y los aliviaba con mucho láudano, ese extracto de opio ingerible en vino blanco y especias.
Collins dictaba su invención a un secretario –prosigue Hayter– que terminó renunciando al empleo porque no soportaba el espectáculo del escritor acuñando personajes y episodios entre gritos y gemidos. Lo mismo sucedió con el secretario siguiente, hasta que una mujer tomó el relevo y llevó a buen puerto la tarea. Según esta versión, Collins, una vez repuesto, no reconoció el manuscrito y se mostró asombrado por el final, que en verdad es asombroso. El hecho de que “esta novela, rigurosamente construida y controlada, pudo ser escrita en tales condiciones destruye la teoría de que el opio impide necesariamente que un escritor haga su trabajo”, concluye Alethea, palabra que curiosamente en griego antiguo significa “verdad”.
La verdad sería más bien otra: hace unos 20 años la investigadora estadounidense Sue Lonoff revisó el manuscrito de La piedra lunar y encontró que sólo siete de sus 413 páginas no pertenecen a la mano de Collins. El resto, con excepción de 11 páginas a lápiz, recoge la nítida escritura en tinta del autor y registra sus correcciones, agregados y tachaduras. Se disipa la leyenda de los amanuenses espantados. Y si, como parece Collins mismo fabricó la versión, no hizo más que repetir la especie de Walter Scott dictando La novia de Lammermoor desde la cama, apagando sus graves dolores de estómago con la ingestión de cantidades industriales de láudano. Así lo contaba Walter Scott. Pero las cuatro quintas partes del manuscrito de esa novela están fijadas por la mano del autor.
¿Por qué Scott, Collins, Burroughs, otros novelistas drogadictos que escribían después de la experiencia de la droga, no durante, practicaron además esa ficción? ¿Enaltecían su adicción pretendiéndola al servicio del arte? ¿Quisieron robustecer la idea al uso de ciertos lectores, ciertos críticos, de que escribir es una suerte de acto mágico? ¿Disimular las dificultades, angustias, vacíos y padecimientos de tan duro oficio, para llamarlo de algún modo? El opio y la morfina no saben escribir.

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