CONTRATAPA
Guerra
Por José Pablo Feinmann
La guerra que Estados Unidos está por desatar contra Irak es –sin la menor duda posible– la más impredecible de la historia humana. Y lo es porque sus dimensiones catastróficas son infinitas. La condición humana ha establecido ciertos encuadres para las guerras. Las guerras fueron entre dos países. Entre tres. Luego, en el siglo XX, se les dio el nombre de mundiales. Y luego, en la Guerra Fría –una guerra nunca declarada, de aquí su condición de fría, pero tan real como cualquier otra–, se enfrentaron dos imperios con una precisa conciencia compartida: el poderío nuclear de ambos era tan grande que el calentamiento de esa guerra, su efectivización, destruiría tanto –acaso, sin más, el entero planeta– que no habría ganadores. Las guerras de este período se dieron en otros territorios, donde lo nuclear, su utilización, no estaba en los planes de nadie. Hubo un momento en que pareció violarse esta regla y fue, coherentemente, el momento más caliente de esa guerra: la crisis de los misiles a comienzos de los sesenta. Hay una reciente película norteamericana (cuyo punto de vista es de los restos de kennedysmo, la nostalgia de los “Kennedy boys” y no la brutalidad abierta de los “Bush boys”) que plantea ese conflicto. Se llama Trece días, porque trece fueron los días que duró el enfrentamiento. Hay una secuencia paradigmática. Exhibe qué cosas eran posibles en la Guerra Fría (una guerra con un alto grado de racionalidad, de prudencia, dictado por el terror nuclear) y analizarlas nos llevará a ver que, hoy, para alarma del mundo, no lo son. El conflicto está a punto de estallar. La Unión Soviética no retira sus misiles de Cuba y los militares norteamericanos le piden a Kennedy atacar, ya, la isla. Esa noche, muy secretamente, el hermano del presidente, Robert Kennedy, secretario de Defensa, se entrevista con el embajador soviético en la embajada de este país. Le va al pie, digamos. Lo acompaña un personaje de nombre Kennedy, un político cercano a los hermanos Kennedy, un perfecto “Kennedy boy”. Robert Kennedy entra en el despacho del embajador y Kennedy lo espera ansioso, sentado en un sillón, mirando al piso. Kennedy le dice al embajador que si no retiran los misiles él y su hermano ya no podrán contener a sus militares. El embajador le dice que si Estados Unidos no retira los misiles que tiene secretamente en una zona de Turquía él tampoco podrá lograr que se retiren los misiles de Cuba. Los dos saben que si de ahí, de esa reunión, no sale un acuerdo, lo que sale es una guerra nuclear. Afuera, Kennedy, solo, aguarda. De pronto aparece una mujer. Lleva –en la solapa de su tapado– una insignia roja con la hoz y el martillo. Es lo primero que Kennedy registra. La mujer, duramente, le pregunta quién es. Kennedy contesta: “Un amigo”. La mujer se sienta frente a él y ahora son dos los que esperan. Kennedy y el embajador soviético llegan a un acuerdo.
La escena revela varias cosas. Hay dos potencias al borde de una guerra nuclear por un conflicto que no pueden resolver. Pero son dos, sólo dos bloques enfrentados y con gente dispuesta a dialogar, enfrentada, a su vez, a los que buscan la salida bélica. Uno de los que buscan dialogar –Kennedy– le dice a una mujer de la embajada (presumiblemente la esposa del embajador) que es “un amigo”, es decir, alguien que está de su mismo lado, del lado de la racionalidad, de la solución. Hay un “terror” controlado porque hay una clara conciencia del terror y de lo imprevisible –en sus dimensiones catastróficas– que sería desatar el conflicto.
La caída del Muro de Berlín (en la que, lejanamente, se quiso ver una aurora de libertad para el mundo) se revela, durante estos tiempos, como la caída de un muro que contenía los desbordes de la historia. Dueño absoluto del terreno, el imperio norteamericano se ha desbocado y sus nuevos enemigos se ven tan imprevisibles como lo es él. Este tiempo histórico –protagonizado por figuras como Bush, Saddam, Osama bin Laden,Sharon y otros no menos temibles y belicosos– está al borde de un estallido irracional sin límites. Vamos por partes. El señor Bush ha ganado el 11 de setiembre de 2001 las elecciones que no había ganado para acceder a la presidencia, lugar al que llegó oscuramente, por decir lo menos. El criminal atentado a las Torres “legaliza”, entrega espacio político a la estrategia económica y bélica de los halcones. De aquí en más, Bush encarna un patoterismo internacional no visto desde los tiempos del pintor de Viena, del bravucón de la cervecería de Munich. Hitler y Bush son dos políticos que necesitan, imperiosamente e imperialmente, más. Más espacio vital, Hitler. Más recursos energéticos, Bush. Los dos quieren arreglar, ordenar el mundo según su punto de vista, sus intereses. Bush encarna la geopolítica como nadie lo había hecho desde Hitler. El nacionalsocialismo recurrió tan hondamente a la geopolítica porque se propuso ordenar, planificar el mundo, someter su geografía política a su punto de vista. Lo mismo pretende Bush: de aquí en más es el imperio el que va a decir cómo se organiza este mundo. Incluso dónde está el bien y dónde el mal.
Ocurre (para desgracia de la historia humana) que frente a este irracionalismo, frente a este desmadre del gran halcón, hay personajes tan desmedidos como él. Saddam Hussein –que tiene armas nucleares– acostumbra a salir a hablarle a la muchedumbre que se reúne para escucharlo y, antes de hablar, saca su revólver y tira dos, tres, cuatro tiros al aire. Como estadista, no da. Como tirano pendenciero, cierra. Dentro de la nave espacial norteamericana que colapsó durante estos días viajaba –y murió– un astronauta israelí. Era un “héroe nacional” porque había volado, en 1981, una central nuclear iraquí. Lo que revela dos cosas: el Estado israelí nombra “héroes nacionales” a protagonistas de misiones cuasiterroristas. (¿Cuántos murieron en esa explosión de la central nuclear? ¿Había civiles ahí? ¿Científicos? ¿Había casas cercanas, ciudadanos?) Irak, a su vez, tenía, en 1981, centrales nucleares, ¿qué tendrá ahora? Lo que tenga, Saddam lo arrojará para alguna parte. ¿Cómo no lo va a hacer si lo atacan, si le declaran una guerra sin que haya hecho nada? Lo que nos lleva a la cuestión del Estado israelí. Su desmadre bélico, su irracionalismo también es terrorífico. Hay, aquí, una arista dolorosa, grave para la condición humana: un pueblo que ha sufrido el mayor de los dolores, el mayor de los castigos, de los vejámenes, puede, sin embargo, ocasionarlo. El hombre, en suma, es un ser que no aprende ni de su propio dolor. Hoy, entre el judío Primo Levi y el guerrero Bush, el Estado israelí sigue a Bush. Así es el señor Sharon: él cree que el Holocausto fueron sus Torres Gemelas, y que ese horror (lejos de conducirlo a la decisión moral de no infligirlo a los demás) lo autoriza a una retaliación eterna. Del señor Osama bin Laden poco se sabe. Pero si tuvo algo que ver con el atentado a las Torres juega del lado de Bush, le sirvió en bandeja el hecho histórico demencial que necesitaba para llevar la historia a la demencia. Y luego, el resto. Tony Blair y su patético seguidismo. La reacción imprevisible de ese gigante que es “el mundo árabe”. Y todas las bombas atómicas que andan dando vueltas por ahí. En Rusia. En Pakistán. En India. ¿Qué va a pasar? ¿Bush va a aplastar Irak en dos días? ¿Saddam no le va a tirar con nada a Sharon? Y si lo hace, ¿Sharon no va a contestar? ¿Se dejará humillar el mundo árabe? Y si no, ¿no tendrá también juguetes atómicos? Y si no los tiene, ¿no habrá algún inesperado socio que los provea? Hay, así, una multipolaridad del terror. Esos tiempos de la bipolaridad de la Guerra Fría terminaron. Además la paz nuclear fue posible porque los dos contendientes tenían conciencia del horror de una guerra atómica. Los múltiples guerreros de hoy, no. O no les importa. O no les alcanza la imaginación para entrever el horror que pueden desatar. Al fin y al cabo, en el conflicto de los misiles de los años sesenta, Kennedy estaba al frente de los Estados Unidos y Kruschev,de la Unión Soviética. Kennedy se acostaba con Marilyn Monroe y Kruschev golpeaba mesas con su zapato... pero eran políticos. Y sobre todo: eran conscientes del horror al que podía conducirlos (a ellos y al mundo entero) una guerra en la que se utilizara material nuclear. Los de hoy –para nuestra desgracia, para la imprevisibilidad terrorífica de los días por venir–, no.