CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Como pasa con la tarde de los dos goles de Diego en el Azteca contra los ingleses, con la muerte de Perón o con el asesinato de Lennon, la noticia del vuelo del ruso Gagarín (sic, con acento agudo), primer hombre en llegar al espacio exterior y volver a la Tierra, quedó pegada para siempre a las circunstancias personales en que nos alcanzó. Todo el mundo sabe dónde y con quién estaba ése o aquel día, qué pensó y sintió en ésas o aquellas circunstancias.
Mañana se cumplen cincuenta años de aquel 12 de abril, en la primavera boreal de 1961. En Coronel Dorrego, donde yo vivía por entonces, empezábamos el otoño y las clases en tercer año del secundario. No recuerdo que le hayamos hecho perder la hora al profe de Física con el tema. Lo que sí, el peluquero Randazzo, uno de los pocos y señalados comunistas del pueblo, aprovechó para aleccionarnos, tijerita en mano, sobre las bondades del socialismo, el progreso científico en la URSS y para repetirnos la famosa (y trucha) declaración del cosmonauta a su regreso: “He estado en el cielo y no he visto a Dios”. Era el mismo impagable Randazzo al que años después –aunque parezca joda, pero es cierto–, en ocasión del asesinato de Kennedy, lo metieron preso... Bah, siempre lo metían. Por las dudas.
Teniendo en cuenta que la TASS –agencia soviética de noticias– manejaba los tiempos y las informaciones con la arbitraria discrecionalidad que dan el monopolio y las siempre listas razones de Estado, no es fácil saber cuántas horas habrán pasado entre el momento en que Yuri tocó la dura tierra siberiana después de algo más de cien minutos de visita al espacio exterior y de dos vueltas a la Tierra, y el momento en que el resto del mundo se enteró. Sólo las necesarias.
Las necesarias para confirmar que no se había estrellado, que el paracaídas había funcionado –aunque no se dijo en el momento: se insinuó que había aterrizado con cápsula y todo...–, que estaba vivo y entero y que, a partir del Sputnik del ’57 y de la perra Laika de dos años después, los rusos sacaban amplia ventaja en la llamada carrera espacial. Que no era ni carrera. La NASA tardaría ocho años en taparles la boca a los soviéticos con el piecito de Armstrong tocando la cara de la Luna en vivo y en directo. Mientras tanto y durante un tiempo, el espacio sería todo rojo.
Hay leyendas oficiales más o menos apócrifas, anecdotario variado respecto del vuelo. Gagarín dio para todo. Ha quedado para siempre la frase enérgica, al prender los motores: “Vámonos”, dijo Yuri. Se usa todavía en aquellos pagos cada vez que hay que darse ánimos al empezar cualquier cosa que implique riesgo o dificultades. Y hay algunas pequeñas historias que son hermosas de pensar.
Por ejemplo, que cuando cayó, en una zona aislada de Siberia, las primeras en verlo fueron una vieja campesina y su nieta de cuatro años que, todavía hoy, cuenta la impresión que les produjo la aparición de ese extraño vestido de naranja y con una cabeza inmensa, la escafandra, caído literalmente del cielo. No tenían la menor idea de qué pasaba. Y dicen que él –una vez revelado como persona y como ruso– “pidió un teléfono para comunicarse con Moscú”. Así de precario.
La otra, cotidiana y tan creíble, cuenta que camino de la plataforma de lanzamiento, en el vehículo del ejército que lo transportaba y ya con la pilcha espacial puesta, Yuri pidió que pararan: tenía ganas de mear. Bajó, se arremangó el aislante y ahí nomás, contra la rueda de atrás, como cualquier camionero en la ruta, hizo lo suyo. Desde entonces, todos los cosmonautas soviéticos repitieron el ritual convertido en amuleto.
En realidad, a Yuri, casi toda la porción de suerte que le correspondía se le agotó en ese azaroso viaje que salió tan bien, tan perfecto que ni ellos se lo creían. Al poco tiempo, cuando la fama, el papel de héroe nacional y embajador itinerante de la URSS lo había distanciado de su mujer y acercado a la botella, Gagarín terminó catastróficamente un vuelo corto: fue de la ventana de un hospital al piso, huyendo del escándalo cuando lo descubrieron metiendo mano a una enfermera. Hubo que hacerle plástica y quedó bien: porque era muy pintón, el ruso ejemplar.
El último vuelo fue en un Mig 25 que probaba cerca de Moscú. El 27 de marzo de 1968, apenas siete años después de su hazaña, se precipitó a tierra por razones nunca del todo explicadas. El avión, cayendo en picada, se enterró seis metros en la corteza de la dura patria soviética. Yuri Gagarín tenía sólo 34 años. Y acaso tuvo suerte: por unos meses no llegó a ver cómo los yanquis pisaban la Luna por televisión, lo sacaban de foco pero no de la historia.
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