Mié 13.04.2011

CONTRATAPA

25 años y un pequeño desahogo

› Por Mempo Giardinelli

Se van a cumplir en estos días 25 años del inicio de la revista Puro Cuento. Fue a mediados de 1986 que empecé aquella empresa, cuando nuestra democracia era muy joven y apenas se esbozaban los grandes cambios que vinieron después. Quizás, es claro, debiera inhibirme de hablar de Puro Cuento, ya que fui el padre de la criatura y se supone que eso inhabilita para homenajear vástagos. Pero son 25 años y me van a disculpar, pero no quiero reprimir mi necesidad de rendir un modestísimo homenaje unilateral a esa revista que no fue estrictamente mía, sino de una sociedad que se recuperaba a sí misma y lo hacía narrando, reaprendiendo a narrar y a narrarse.

Sé, además, que muchísimas personas en nuestro país y en el mundo aprobarán este texto. Después de todo, Puro Cuento publicó más de 800 cuentos de la literatura universal, de todo el mundo y de todas las culturas. Y, dentro de ese total, 424 fueron autores argentinos, muchos de los cuales debutaron compartiendo páginas con algunos de los más reconocidos escritores/as de Latinoamérica. No pocos de ellos son hoy nombres mayores de nuestra narrativa.

El 35 por ciento de los cuentos que publicamos, además, estaban escritos por mujeres, y eso en tiempos en que el machismo heredado de la dictadura y de nuestra historia era aún arrasador en la literatura argentina.

Casi la mitad de los cuentos que se publicaron en las 36 ediciones de Puro Cuento, a lo largo de más de seis años, provenía de las mejores literaturas del mundo. De hecho publicamos cuentos de más de 70 países. De México fueron 57, y de sus mejores autores: Rulfo, Paz, Fuentes, Valadés y muchos/as más. De Estados Unidos, 43. De Brasil, España y Chile, casi 30 de cada país. Piense usted el nombre que quiera; nosotros en Puro Cuento lo publicamos.

En 1988 pusimos en marcha una primera Fundación, que se llamó Fundación Puro Cuento, que abrió algunas bibliotecas en el interior del país que todavía existen. Allí iniciamos las primeras estrategias de Promoción de la Lectura, que un cuarto de siglo después es una política de Estado en la Argentina y en varios países hermanos. Y también sacamos seis ediciones de Puro Chico, que fue la primera revista de literatura infantil de la Argentina, y probablemente de toda América latina. Allí publicaron autores/as que luego –hoy mismo– llegaron a ser nombres consulares de ese género.

Desde luego que puede ser reprochable que yo mismo enumere todo esto, pero, señoras y señores, si hay algo seguro es que nadie va a recordar públicamente a Puro Cuento, al menos en el mundo académico y en el periodístico. Todos sabemos que las universidades y bibliotecas argentinas, igual que las revistas y suplementos literarios, están demasiado ocupados en celebrar lo que manda el canon, que apenas, cada tanto, glorifica alguna revista que duró dos o tres números, o algún par de años erráticamente. Pero, claro, ahí estaban los que debían estar. En cambio, en Puro Cuento estaban los inconvenientes, los desconocidos, los que eran casi anónimos, pero amaban el género cuento con abnegación de abejas. Ignacio Xurxo, como escribí aquí hace poco cuando tuvo la mala idea de morirse. Y también Norma Báez, Marta Nos, Orfilia Polemann, Marco Denevi, Graciela Falbo.

Si alguien escribe, algún día, la historia de la revista Puro Cuento deberá decir que fue parida con más entusiasmo que dinero en un pequeño departamento de Coghlan, frente a la estación del tren, y que los primeros cuentos salieron de mi biblioteca personal, copiados letra a letra porque entonces no había fotocopiadoras. Y que la convocatoria y la respuesta fueron horizontalmente democráticas, múltiples y asombrosas. Publicitamos la revista mediante 10 pasacalles, que fue todo lo que pudimos pagar. E hicimos el lanzamiento en la Casa del Chaco, en Callao y Sarmiento, con vino de damajuana que compartimos con los pocos amigos que vinieron: los arriba mencionados y también Daniel Divinsky, Pedro Orgambide, Héctor Lastra, Noé Jitrik, Horacio Salas, Oscar Hermes Villordo, Silvia Plager y Osvaldo Soriano, que lamentaba por entonces no ser autor de cuentos, aunque después cómo se lució... Creo que también estuvo Jacobo Timerman, aunque quizá confundo su presencia, porque Jacobo tenía la costumbre de venir a las cosas que yo hacía y las miraba desde el fondo. Por cierto una vez, creo que en el ICI, lo invité a sentarse en la primera fila. Pero él sonrió y me dijo: “No, querido, yo ya no estoy para primeras planas”.

Laburábamos a pulmón y entre todos y todas leímos miles, decenas de miles de cuentos que llegaban de todo el país, de toda América, para el Taller Abierto y los concursos de Cuento Breve que hacíamos número a número.

Duramos casi siete años. Entre mediados de 1986 y el doloroso fin de 1992, publicamos más de 2700 páginas de puros cuentos, entrevistas con los grandes (María Elena Walsh, José Donoso, Carlos Fuentes, Silvina Ocampo, Edmundo Valadés, Bioy Casares, Tito Monterroso, Antonio Skármeta y tantos más), textos teóricos de avanzada para la época y todo lo que podía interesar a millares de cuentistas anónimos, de toda la Argentina y de más de treinta países a los que llegábamos regularmente.

Nos empezamos a fundir en el ’91, con el gobierno de la rata, como bien lo llama Aliverti. Primero Erman González –con su inicial corralito– y luego Cavallo nos fundieron como a miles de otras pymes, emprendimientos de gente laburadora que no tuvo más remedio que terminar en la especulación, el quiosco, el remís o la huida humillante a Barcelona...

A fines del ’92, la derrota fue total. Pagué todo y me quedé en la vía, aunque sin afrontar ni un solo juicio.

Después, con el viejo logotipo que nos obsequió Menchi Sábat y que fue bandera de Puro Cuento, ese hombrecito con cara de libro que dice que “leer abre los ojos”, me volví al Nordeste y ahí empezó otra historia.

Confieso que escribo esto con dolor, todavía, y bien sé que todo enojo es inconducente. Por eso pido disculpas, pero la verdad es que ni yo sabía que tenía tantas ganas de escribir esto. A veces viene bien putear un poco. Desahoga.

Así que ya está, como dice mi queridísima amiga Luisa Futoransky. Ya está, ya lo dije, ya pasó. Abur.

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