CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Se sabe que las leyendas son etimológicamente legenda, es decir: “cosas que deben ser leídas”, del mismo modo que las Amandas son aquellas (mujeres) que “deben ser” amadas, y los educandos –con mucha suerte– aquellos que deberían ser educados. Son cosas bellas y viejas, que vienen de las lenguas clásicas. El matiz de obligación o consejo que está en el origen de la palabra (se trata de un gerundivo latino) se ha perdido en el significado y las connotaciones actuales de leyenda. Sin embargo, sigue valiendo la pregunta básica: ¿por qué debería ser leída una leyenda? O mejor: ¿por qué un relato oral –como todos los que están en el origen de estas tradiciones– merecería ser fijado por la escritura para luego ser leído, es decir, convertirse en cosa leyenda?
La respuesta habitual –acertada y más pobre: nos citamos con pudor– es que “estos relatos míticos presentes en todo tiempo y lugar –de los aztecas a los griegos, de los chinos a los anglosajones– sirven porque hacen referencia a hechos y personajes que se confunden con el origen mismo de la comunidad y de la lengua que los ha conservado durante siglos por tradición oral hasta que alguien los fijó por escrito. Son o han sido funcionales porque explican el origen, fundan los tabúes, refuerzan una identidad necesaria. Lo legendario es prehistórico en el sentido de no documentado o parcialmente documentado, pero la leyenda ha sido la Historia antes, ha funcionado como tal: el Diluvio, Hércules, la Lluvia de Fuego, Simbad o el rey Arturo y Camelot fueron reales para su oyente o lector antes de ser lo que son”. Tal parece ser el mecanismo funcional de la leyenda.
Todo indicaría entonces que con la irrupción de la Historia como ciencia, del periodismo como actividad sistemática y de la literatura como espacio natural de la ficción, los territorios y las modalidades del relato quedarían adecuadamente circunscriptos y no habría lugar para las leyendas, pues dejarían de ser funcionales. Pero no es así. Claro que no. Modernamente, las leyendas (urbanas) proliferan como en los tiempos literalmente legendarios, con la diferencia de que ahora no se generan antes de la Historia sino después, por añadidura: son su resultado, su deformación, su necesario complemento; parece ser que no se puede vivir sin ellas.
El texto que sigue espera contribuir a la difusión, fijación, propagación y discusión de una nueva y oportuna leyenda urbana: la leyenda del bostero universal. Sólo me remitiré a los hechos comprobables (o a su equívoco reflejo), y a partir de ahí dejaré librado al criterio personal de ustedes, sufridos lectores, su interpretación.
El dato y el testimonio documental que disparan estas reflexiones me los pasó mi amigo Mariano Mucci, quien, como director de cine y televisión que es, siempre mira donde y cuando uno como uno sólo ve (poco). El resultado es que Mariano descubrió algo extraordinario que –por lo que sé, aunque acaso me equivoque– dudo de que alguien haya señalado.
Los remito a la fuente, para que ustedes mismos, si tienen ganas u oportunidad, lo verifiquen: se trata de una revista de apenas unas semanas atrás, el ejemplar número 1803, correspondiente al domingo 17 de abril de 2011, de la revista El País Semanal, que acompaña la edición dominical del prestigioso matutino español, que también se distribuye en la Argentina. En la tapa, el semanario tiene la foto de Khaled Abdirashikh, un “rebelde libio”, según la denominación editorial, que ilustra la nota central de la entrega, según título de portada: “Ellos desafiaron a Gadafi. Hablamos con los rebeldes libios cerca del campo de batalla”.
En el interior, la nota –el reportaje, según la terminología española– firmada por Nuria Tesón, con fotografías de Miguel Angel Sánchez, tiene un despliegue espectacular: trece páginas centrales con quince fotos a cual mejor. Cada una de ellas es el retrato de un “rebelde libio” fotografiado “en la comisaría incendiada de Tobruk, un símbolo de la revolución”. Hay hombres mayores de piel curtida, barba y boina roja, jóvenes con pantalones de combate con tela de camuflaje y pulóveres bastante fashion, adolescentes en bici con la bandera, pibitos con los brazos levantados haciendo la V de la victoria, mujeres con el rostro tapado, todo en un contexto, en una puesta en cámara muy producida, excelentemente iluminada, armada con cuidado y eficacia.
Lo notable, y que motiva estas digresiones seguramente excesivas, es la foto de la página 43, al corte: bajo el título “Hijo de un preso político” se presenta a Ali Said Khanfour, de 27 años, de Abdjabiya. Cito textual: “Le gusta decir que ‘antes de ser rebelde era buceador en una refinería en Ras Lanuf’. Hasta los 19 años no conoció a su padre (preso durante 21 años); fue en un juzgado. Ha pasado su vida soñando ‘cómo sería vivir en un país libre’”. Fin de la cita. La foto muestra a un muchacho fumando, apoyado de espaldas contra la pared quemada y llena de inscripciones, y hay un graffiti que dice Kadafe = Vampire. Mira a un costado, lleva gorra oscura de visera, campera de cuero con cuello corderito, pulóver a rayas grises, negras y pardas, ojotas y un pantalón negro o azul oscuro, deportivo, con un bien visible escudo de Boca Juniors en el muslo derecho. Es todo.
Quiero decir: es todo lo que se necesita para instaurar al menos el arranque de una leyenda. Es cierto que en cualquier manifestación de pueblos originarios en procura de justicia se puede ver una camiseta de los Chicago Bulls sin que a nadie se le mueva un pelo de extrañeza. Pero acá es distinto, porque el desfasaje soslaya, va a contrapelo del poder del Imperio. La interpretación se la dejo a ustedes. Hay varias vías de investigación/especulación, claro. Es cierto que las elocuentes fotos de Miguel Angel Sánchez tienen algo de excesivamente armado. Es cierto que se puede describir el resultado –por detalles de indumentaria y de postura corporal– como una sesión realizada en un estudio montado en la sórdida comisaría de Tobruk. En ese sentido son ambiguas. Sin embargo, cualquier hipótesis respecto de cómo se obtuvieron/produjeron las fotografías no echa luz sobre el misterio (ahí, precisamente ahí) del pantalón bostero...
Sabemos que Bilardo dirigió la selección de Libia en una copa de Africa o en alguna eliminatoria para un Mundial; sabemos lo que es la popularidad de Diego en el mundo, incluida Libia; sabemos también que el hijo de Khadafi –que fue jugador de selección por portación de apellido y hoy es funcionario gubernamental de Deportes– es, según dicen, hincha de Boca... Sabemos que el marketing deportivo y la globalización televisiva han hecho de la circulación de camisetas, banderas y todo tipo de emblemas futboleros un fenómeno sin frontera. Sabemos eso, y sin embargo...
Quiero decir: nada me impide pensar que ese Ali Said Khanfour o como se llame en realidad este pibe emblemático, que estaba –parece– hace un mes en Tobruk peleando y posando por la democracia libia tan cara a las necesidades de Occidente y los EE.UU., acaso ayer haya ido –en otra dimensión, en otro espacio/tiempo– a la cancha de Argentinos a poner el cuerpo y el grito por otra pasión, por otra causa menor y meramente deportiva. El bostero universal tiene, según parece, ese extraordinario don de ubicuidad.
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