› Por Mario Goloboff *
Como en la poesía de los payadores, lo temporal parece dominar este clima de época. Declaraciones oficiales respecto de la transitoriedad del poder crean vanas especulaciones sobre decisiones profundas, mientras el discurso de cierta oposición resulta un tanto veloz, inmediato, de floja y estruendosa adjetivación, visiblemente improvisado. Puro ejercicio verbal que no tiene en cuenta la verdad ni, casi, la realidad, sino su propia ejecución momentánea, sus ritmo y rima, su acomodamiento interno, su sintaxis; en resumen, el “género”. Para peor, hoy, además, éste es una rápida elaboración ya no de pulpería o de almacén, de esquina, yerra o desafío, sino mediática y televisiva, es decir, con más que una masiva difusión. Frente a miles y a millones de personas, se escenifica un duelo de retadores para ver quién es el que canta más alto y mejor, y luego terminan acusándose mutuamente por no haber subido en estima todo lo que esperaban, o de estar, aviesos, observando quién ha crecido más de la cuenta y, en especial, qué adversario interno se ha bajao y por qué.
Ultimamente, escuchamos un extraño contrapunto de verseadas, de lucimiento rápido, fugaz, en el que compiten lo que podría caracterizarse, ya que de canto hablamos, como dos extremos de la cuerda: una derecha muy rancia y una izquierda muy moderada y del gusto de aquélla. Aunque con otro ligero desfasaje de la rivalidad acostumbrada, fruto quizás de la modernización del género: a veces, no parece un combate floral entre estos contendientes visibles y actuantes sino más bien un emprendimiento conjunto entre secretos aliados contra un enemigo común, ausente de la justa y, por ende y para desconcierto de todos, silencioso, o críptico, o en todo caso enigmático.
Famosos hacia finales del siglo XIX por sus versos radicales y esencialmente anticonservadores, La Prensa del 2 de julio de 1894 documentaba que “le valió muchos aplausos” al payador Pablo J. Vázquez la declaración de que durante su estada en Montevideo “había cantado las glorias argentinas y diseñado la figura política del doctor Alem”. Veneración que aumentó con el suicidio del dirigente, como se ve en el panegírico de Scarone, que también levanta la revolución del ‘90: “Y aquellos que con tesón / vienen luchando incansables / Por los dogmas venerables / de la gran revolución, / tengan fe en el corazón / ¡Nunca, nunca retrocedan! / y entusiastas le concedan / digno honor los radicales / a sus palabras finales: / ¡Adelante los que quedan!”. Altritempi..., como quien diría.
De todas formas, llama la atención, a pesar de su inmediatez, la calidad del género; sin ella no habría perdurado, como se ve, tanto. En cambio, el de sus herederos adolece, desde el vamos, del peso predominante de lo efímero. Es cierto que en casi todo el mundo estamos viviendo tan singular estado. En un texto, diría “afectivo”, de hace casi un siglo, “Vergänglichkeit” (1916), ensayo traducido feamente como “La transitoriedad”, que da cuenta de “una conversación que tuvo lugar en el verano anterior a la guerra”, Sigmund Freud opinaba, contra sus melancólicos oponentes, que ella tiene, por el contrario, grandes cualidades y que “su valor es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible –dice Freud de la conversación– que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo”.
Excepcionalmente poco convincente (aun para los amigos que lo acompañaban y recibían polémicamente sus afirmaciones: nada menos que, según se supone por la existencia de diversas pistas, Lou Andreas Salomé y Rainer María Rilke), Freud, intuyo, no acierta a convencernos de que envejecer sea bueno, de que ir perdiendo los atributos de belleza sea bueno, de que tenga sus ventajas que lo bello dure tan poco porque, así, habrá de prestigiarse y ganar en valor. Por ello, insiste casi poéticamente: “A la hermosura del cuerpo y del rostro humanos la vemos desaparecer para siempre dentro de nuestra propia vida, pero esa brevedad agrega a sus encantos uno nuevo. Si hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente”. No convence, empero, como él mismo documenta, a sus interlocutores (“no habían hecho impresión ninguna al poeta ni a su amigo”); no nos convence a sus atentos lectores; tampoco, creo, habría convencido a Fausto (especialmente al de Goethe, ya que los anteriores se conformaban con la inteligencia y otras virtudes menos triviales, más que con la eterna juventud), quien fue capaz de vender su alma al Diablo para mantenerse en forma.
En un mundo de objetos previstos como poco durables desde su elaboración, de relaciones avizoradas como poco añosas desde su establecimiento, hasta de segmentos del cuerpo reemplazables, no es raro que la palabra adopte también ese estatuto, que las promesas duren lo que una campaña electoral, y los planes, los proyectos, los equipos, se extingan apenas comenzado el nuevo día. Bien lo señala Gilles Lipovetsky en un libro sobre la cuestión: “La moda, hoy, ya no es más un lujo estético y periférico de la vida colectiva; ella se ha vuelto un proceso general de todo lo social que comanda la producción y el consumo de objetos, la publicidad, la cultura, los medios, los cambios ideológicos y sociales. Hemos entrado en una segunda fase de la vida secular de las democracias, organizadas cada vez más por la seducción, lo efímero, la diferenciación marginal”.
Varios, o algunos, entre esos modestos artistas, durante recientes meses y semanas han ido cambiando (y tal vez continúen) de estancia, de pago y hasta de querencia: eligen, a veces, un poblado más chico para sus ambiciosos cantos. Otros, o los mismos, mudan también de tono y hasta de versos, pero no logran cautivar a grandes públicos, salvo a aquellos que, como decía Macedonio, “son lectores de soniditos”.
Resulta bien extraño, finalmente, que el verbo payar provenga de la mineralogía, del español, pallar, elegir los mejores minerales (según la RAE). Porque algunos payadores que insistían harto con estos ¿seleccionarían, llegado el momento de gobernar, los minerales, como eligen hoy, con tal atropellamiento calificativo, las palabras?
Al caso, uno de mis ancianos tutores, Goyo Sartori, con sus noventa y tantos años de forcejeo rural, y quien se precia de no haber salido nunca, ni por unas Pascuas, de los límites de nuestro Algarrobos nativo (ambiente de largos duelos verbales y de los otros, que los hubo), me decía, en una de mis últimas visitas: “Lo que yo no entiendo bien, y ha de ser seguramente a causa de mis ignorancias geográficas, es quién se va a ocupar ahora de ese asunto de la minería a cielo abierto. ¿Han descubierto yacimientos en Almagro o en Pompeya? Digo, porque se han encontrado tantas cosas en Pompeya...”.
* Escritor, docente universitario.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux