› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO No me parece casual que el verbo conspirar lleve en sus tripas al alien de otro verbo. Antiguo, canyengue, acaso arltiano: Pirar. Equivalente tanto a irse como a enloquecer. Y claro: vivimos y morimos en tiempos conspirativos donde conjurar (otro verbo que contiene la esquirla de jurar) es lo que se lleva y se trae. Teclear conspiracy en Google y respirar profundo, tomar aire, gritar “¡Gerónimo!”. Avalancha: cientos de blogs especialmente dedicados a rumores cuyo vigor, permanencia y poder de expansión se han visto potenciados hasta el infinito con la llegada de Internet y su sobrecarga informativa sin control ni controles. Así, Paul está muerto y Elvis está vivo y el delirio siempre estuvo entre nosotros desde el principio del principio. Pero fue en los siglos XX y XXI –JFK y WTC, ETC– cuando sus motores y diseño fueron perfeccionados para volar más alto sin necesidad de aterrizar para cargar combustible en el aeropuerto de la cordura. Hubo quienes se nutrieron de este caldo espeso para crear obras maestras (pienso en William Burroughs o en Philip K. Dick), pero la mayoría se conforma con contaminar el aire de la realidad con poluciones más insomnes que nocturnas. Así, vamos de la sospechosa partida de nacimiento (de Obama) a la cuestionable acta de defunción (de Osama) y, por el camino, se filtran sonidos del hipotético y poco apropiado discurso del príncipe Harry a los novios proto-reales, alguien explica que el Sai Baba fue abducido por un ovni y Mourinho vuelve a denunciar una suerte de trama marca Parallax/Rubicón para hundirlo a él y canonizar por los siglos de los siglos al Fútbol Club Barcelona.
DOS Y el lunes temprano me pregunté cuánto tiempo iba a pasar hasta que alguien dijera algo estilo “El hallazgo y muerte de Osama bin Laden ha sido el primero de los milagros de Juan Pablo II como beato”. No tuve que esperar mucho. Apenas unas pocas horas. Creo que lo dijo Alan García. No estoy seguro. Ya me olvidé. Y eso es lo bueno de la memoria: a veces aprieta un botón, centrifuga, y un montón de mierda acumulada baja por las cañerías y se pierde para siempre en el océano del tiempo. Pero siempre aparece nuevo material y alguien me envió un par de nuevos materiales milagreros. Uno de ellos es una imagen de una fogata con forma de Juan Pablo II registrada en el momento exacto que se cumplía un nuevo aniversario de su muerte. Aleluya. Ya muchos han caído de rodillas ante la estampita inflamable y se dice que el Vaticano la estudia de cerca para utilizarla como acelerador de un –otro– veloz proceso eclesiástico. Stage 2. Santo. Eso sí, nadie ofrece explicación alguna en cuanto a por qué al difunto Papa se le ocurrió presentarse estilo Marvel Comics en medio de una acampada playera o algo así, en el instante preciso en que alguien, mirando fijo el fuego, decía: “Este porro es buenísimo”.
TRES El segundo material –memo para Dan Brown– es la reproducción del cuadro renacentista La disputa de la Eucaristía, de Ventura di Arcangelo Salimbeni, donde aparecen el Padre Eterno y el Hijo Divino tomando por las antenas a algo que, dicen, no sería otra cosa que el satélite Sputnik o, tal vez, el Vanguard II o una sonda llegada desde Urkh 24. Ah. En otro orden de cosas, pero sin alejarnos demasiado del tema, por estos días arriba a Barcelona James Redfield. ¿Se acuerdan de él y de su mega-bestseller místico y aventurero de autoayuda? Vamos. A no avergonzarse, no escondan la cabeza. Muchos de ustedes estuvieron allí: La novena revelación y todo eso. Bueno, ahora Redfield viene a presentar La duodécima revelación, que se ocupa de algo llamado “efecto parábola” y, según la nota de prensa, arranca con “un pedazo de un antiguo manuscrito que contiene el secreto de la nueva espiritualidad que será revelada a la humanidad durante la segunda década del siglo XXI... Este hallazgo, unido a la necesidad de entender el cambio de espiritualidad que se anunciaba ya en las antiguas profecías mayas, y entender el significado que comporta marcarán el inicio de una búsqueda apasionante que los llevará a descubrir el mensaje en su totalidad. A medida que avanzan en su viaje –un recorrido iniciático que los conducirá hasta las profundidades de su alma– se enfrentarán a fuerzas políticas y religiosas extremas que aparecerán a medida que alcancen cada una de las revelaciones espirituales, pero también encontrarán guías que los ayudarán a entender lo que sucede tanto fuera como dentro de sí mismos”.
Con un libro así, quién necesita algo más, nunca más.
CUATRO Días atrás leía un artículo sobre el tema en The New York Times donde se entrevistaba a Robert Alan Goldberg –autor del libro Enemies Within: The Culture of Conspiracy in Modern America– quien revelaba que el 80 por ciento de los norteamericanos piensa que John Fitzgerald Kennedy fue víctima de una conspiración, que el 30 está seguro de que el gobierno ha ocultado pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas en un hangar como Area 51, y que un tercio de la población afroamericana no duda de que el sida es una bacteria creada en laboratorio para acabar con ellos y... Goldberg define este tipo de espejismos colectivos como “la necesidad de que la Historia se rija de acuerdo a lo que se piensa sin importar lógica o evidencia”. Sin embargo, siempre hay constantes dentro del ocurrente y polimorfo y perverso síntoma: el enemigo suele venir de lejos o de las profundidades de lo underground, la verdad está ahí afuera y la mentira aquí dentro y lo que se intenta, siempre, es acabar con el American Way of Life y el Great American Dream. Un presidente negro al que se le cuestionan sus orígenes y quien ordena acabar, asesinar, ejecutar, matar, ajusticiar, neutralizar, borrar, liquidar, volatilizar, pirar (elegir el verbo que se prefiera) a un terrorista armado o no, sin mostrar fotos “atroces” es, de inmediato, pasto para los gusanos eléctricos y caldo de cultivo para series como X-Files, Fringe, etc. Vimos, sí, la postal desde la situation room de la Casa Blanca: todos escuchando y mirando lo que pasaba. Hillary Clinton tapándose la boca y con los ojos bien abiertos por algo que se parecía demasiado al espanto. Luego, la secretaria de Estado explicó que tomaron la foto justo cuando estaba estornudando. “Las noticias sobre terrorismo hay que leerlas con gafas de visión nocturna”, escribió y dibujó El Roto un par de días después de que hicieran moco a una gripe que les duraba demasiados años.
CINCO Y, en serio, ¿de verdad tenían que ponerle el noble Gerónimo como nombre clave al cerebro asesino Osama bin Laden? ¿No tenían otro más apropiado? ¿Saurón? ¿King Kong? Hasta donde yo sé, Gerónimo no era más que un valiente norteamericano que, un día, vio cómo llegaban los de afuera y hacían volar sus tótem por los aires en el nombre de Dios & Co.
SEIS A propósito: Ernesto Sabato no está muerto. En serio, te lo juro, lo sé de buena fuente, tengo pruebas, créeme. Sabato fingió su fallecimiento para poder hacer realidad su deseo más secreto y conspirador: leer sus propias necrológicas y comparar centimetraje con el espacio concedido en su día a los adioses a Cortázar, Borges y Bioy Casares. En lo personal, jamás tuve problemas con eso de Alejandra versus La Maga. Yo iba a enamorarme a otra parte. A mí siempre me gustaron más la holográmica e insular Faustine de Morel o la soñada y enmascarada Clara de Gauna. Y –se me ocurre de golpe, lo postulo sin pensar demasiado– va teoría conspirativa y freak: pensar en Sabato –en el Sabato de las muy piradas Sobre héroes y tumbas y Abbadón el exterminador; puentear El túnel y no abandonar toda esperanza adentrándose en sus ensayos o sus memorias/despedidas– como en el torpe y borroso boceto del también fragmentado psycho-entropista paranoico Thomas Pynchon que no tuvimos y, seguramente, no tendremos. En Pynchon, la Historia es histeria. Nuestra Historia, en cambio, es neurosis, complejos insuperables. Porque nuestras confabulaciones, intrigas y maquinaciones siempre son abortadas en vida o nacen muertas. Siempre giran alrededor de ideologías zombis, momias ilustres y cadáveres políticos tatuados en el lomo cansado –a montar y desmontar– de la misma Historia de siempre. Poca creatividad ahí, demasiadas variaciones sobre el relincho a campo abierto de un aria con demasiados bronces que siempre se silba bajito y de coté pero, eso sí, con impostación y solemnidad. Así, de ahí, Sabato –quien, se notaba, se sinceró con un “escribir me producía dolor de estómago”– como un Thomas Pynchon “en serio” (en el peor sentido del término) y sin ninguna gracia (en todas las acepciones de la palabra). Sabato, apenas, como un Sabato de verdad, legítimo, puro. Un constante santo lugar común con, además, una conmovedora propensión al transparente acto fallido. Porque si los ciegos son los malos, entonces está claro que, para Sabato, Borges –quien supo advertirnos de la enciclopédica invasión secreta desde Tlön– era malísimo.
Ya le habría gustado a Sabato que eso fuese cierto.
Pero no.
Y ni hace falta que te lo jure.
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