› Por María Moreno
Durante este mes de mayo dos noticias pusieron en juego esa práctica perseguida por las mayorías morales y sintetizada por la retórica del sexo callejero como “bucal”. La primera tuvo como protagonista al ex titular del FMI Dominique Strauss-Kahn y a una mucama de hotel a la que llamaremos Mary (pronúnciese Merri), la segunda a un ladrón y a una mujer que salía de un cajero, a la que llamaremos Mary (pronúnciese Mary). En el primer caso el no consentimiento está por probarse aunque existe ya una sentencia más o menos firme como suele existir en el plano jurídico merced a ciertas pruebas consistentes y, entre la monada, cuando un poderoso cae en desgracia. En el segundo caso, no hubo consentimiento y el hombre pagó su precio: Mary (Mary) luchó con su agresor –que le sacó 400 pesos, intentaba cortarle la ropa interior con un cuchillo y la obligó a una felatio–, mordiéndole el pene y dándole una piña. La primera noticia se expandió en capítulos que tienen para rato puesto que el juicio es en junio. La segunda desapareció de los diarios al igual que el atacante, quien sólo dejó, en una esquina de Colegiales, su sangre derramada –nada más sólido se encontró en las cercanías como sucediera en el caso de John Wayne (vaya nombrecito) Bobbitt.
¿Qué hizo pensar a un hombre acostumbrado a arrodillar países a sus pies, que lo que antaño se llamaba un “subalterno” –no sé cómo lo llama ahora la corrección política– teniéndolo asido por lo más delicado, se comportaría como alguien inane, incapaz de actuar? ¿Cómo un joven chorro llega a la misma conclusión, claro que con un poder más visible, el de un cuchillo en la mano?
Según los medios, que siempre mienten, pero qué lindo cuando todos podemos gozar de un chivo expiatorio de gran formato, las últimas palabras de Dominique Strauss-Kahn en el avión y antes de ser detenido fueron “¡qué lindo culo!” (estaba mirando a una azafata). ¡Cómo se notó que pertenece a la patria de Racine, del Lacan fascinado por el barroco y del Regis Debray capaz de agraviar al Che Guevara con tal elegancia que, cuando se lo lee, dan ganas de ponerse de pie para cederle el paso!
Mary (Merri), originaria de Guinea, actuó de acuerdo a su cultura de acogida en la que el asesinato sin juicio previo de un enemigo como Bin Laden convive con una suerte de juridicofilia en pro de las minorías y, aunque su boca haya sido más dubitativa que la de Mary (Mary), no sería justo disminuir su mérito –aun adhiriendo a la teoría del complot– al contribuir con su testimonio a guillotinar la carrera de un político tan alejado de las enseñanzas de Simone de Beauvoir.
Y... ¿por qué no hacer leña del árbol caído si no fui yo sino el mismo Dominique Strauss-Kahn quien mandó al carajo su vida?: ante acusaciones anteriores el ahora ex director general del Fondo Monetario Internacional habría basado su defensa en un gusto por las mujeres y una perentoriedad por satisfacerlo elevada a virtud cotidiana como si pretendiera ilustrar el mito de que la sexualidad masculina sería imperiosa, incontinente e indeclinable. Pero cabe sospechar de los impulsivos: el que se abalanza suele ser de los que sustituyen con moretones, pellizcos y otras brusquedades, potencias esporádicas y, desconocer la relativa importancia de esas potencias en la satisfacción de una mujer amén de practicar descortesías varias contrastadas con noches cultas y multilingües como las que se le atribuyen a Strauss-Kahn.
Respecto de Mary (Mary): era urgente la decisión involuntaria que dan el miedo, el asco y la humillación para actuar así, convertir el castañeteo de los dientes en dos líneas filosas y justicieras, no hacer las cosas a medias improvisando un movimiento timorato –algo peligrosísimo que no inmoviliza al otro y, en cambio, puede redoblar su ira– limitándose simplemente al ancestral trabajo de los incisivos y dejando que la mandíbula inferior sea un mero soporte de la acción, sino acometiendo en todo el perímetro del objeto capturado. Sólo así el otro puede quedar literalmente desarmado, es decir, cuando se simula con los dientes la mandolina, no la que aparece en los cuadros en manos de Arle sino la de Narda Lepes, capaz de hacer de un durísimo hinojo, lonjas con una transparencia de vitreaux. No escribo esto en broma y estoy segura, por el dolor de Mary (Mary), su asistencia al hospital para curar las heridas provocadas por el cuchillo, el shock del que nos anotician los diarios, de que, lejos de sentirse con la fe justiciera del ingeniero Santos o una Medusa moderna, ella está pasando por el sufrimiento de todas las que padecieron ataques similares. Su justicia por mano –en este caso boca– propia y su reclamo a la ley merecen respeto. Fue un gesto sin duda opuesto al de la iraní Ameneh Bahrami, quien aceptó el veredicto de un tribunal para que se aplique la Ley de Talión a Majid Movahedi, un hombre cuya propuesta de casamiento ella había rechazado y se vengó tirándole ácido a la cara para que nadie más pudiera desearla. De consentir en ese gesto y aplicar el castigo como le permite la ley, Ameneh perdería la inocencia y se volvería, amén de cómplice de una justicia criminal, criminal ella misma, al perpetuar la cadena de venganza y repicar en otro su sufrimiento, comprometiendo su propia ética con la de su agresor.
Los tres varones, el Don Juan, el ladrón y el despechado, sus tres destinos, muestran una única máquina de violencia de la que no han salido indemnes y habría que buscarles otra palabra que por algo no existe pero no “víctimas”.
Mary hizo justicia por boca propia y, al hacer la denuncia, un justo reclamo a la ley, pero, al dejar su marca, también fue agente inopinada de una investigación: si una ley falaz suele criminalizar a las víctimas, si otra, igualmente falaz victimiza a los responsables, Mary permite una figura novedosa puesto que de presentarse su “víctima” en un hospital para asistirse, se señalaría como culpable.
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