› Por Rodrigo Fresán
UNO El retrato es a la pintura lo que todas esas historias based on a true story son al cine. Con una atendible diferencia: el celuloide y la pantalla suelen desteñir al modelo. Mientras que el óleo y el lienzo –si hay talento de por medio– no sólo enaltecen el original sino que también lo inmortalizan. Para decirlo de otra manera: poco y nada me importa a mí quién fue –hombre o mujer– el modelo para La Gioconda. Me importa, sí, la sonrisa. Y la sonrisa es la de Leonardo. Aclarado esto, sorprende el poco material ensayístico que hay sobre la naturaleza del modelo y del posar. Abundan, en cambio, relatos y novelas (por lo general relacionados con lo fantástico o lo criminal) donde los cuadros ejercen un a menudo fatal influjo sobre quienes los posan o los contemplan. Bram Stoker y H. P. Lovecraft y E. A. Poe, Henry James y Oscar Wilde, Steven Millhauser y la serie televisiva Night Gallery. Pero no recuerdo no-ficción que se ocupe exclusivamente de lo que siente un modelo mientras posa para que el artista se pose sobre él y lo cree, para que después todos puedan creer en él.
DOS De ahí que hace ya unos meses no dudase en comprarme el libro Man with a Blue Scarf: On Sitting for a Portrait by Lucian Freud de Martin Gayford (Thames & Hudson, 2010). Lucian Freud es, se sabe, el titán que acaba de partir. Martin Gayford fue crítico de arte y de jazz para The Spectator y The Sunday Telegraph y en la actualidad escribe en Bloomberg News. Gayford también –-y por encima de todo– es desde 2003 un cuadro de Lucian Freud titulado Hombre con bufanda azul. Y es por eso que será recordado de aquí a la eternidad. Hombres y mujeres se detendrán frente a él, se preguntarán quién habrá sido. Pero enseguida se dirán –como me sucede a mí con La Gioconda– que eso no es lo que importa, que lo que importa no es quién fue sino en qué se convirtió.
TRES Y de eso –entre otras cosas– trata el formidable journal, de Gayford. De la plácida a la vez que tensa relación entre modelo y modelador. De las conversaciones que tienen entre ellos y que no pasan exclusivamente por lo pictórico (aunque el 3 de diciembre del 2003, Freud apunte –entre muchas opiniones contundentes– que “alguien debería escribir un libro sobre esa horrible Mona Lisa y lo mal pintor que fue Da Vinci” y luego desprecie a Rafael y a Vermeer, critique la compulsión por asombrar de Picasso y adore a Tiziano). Se dialoga mucho sobre historia y política y literatura (Freud cuenta que Ian Fleming le confesó que James Bond estaba inspirado en parte en él y en la juvenil propensión de Freud a agarrarse a golpes con conocidos y desconocidos) y se desmenuzan las noticias del día y cuestiones privadas como los riesgos de ganar peso para alguien que pasa buena parte del día de pie. Pero el auténtico y legítimo tema del asunto es el de una pacífica y necesaria revancha. Porque en Man with a Blue Scarf, Gayford compone y encuadra una vista rara e indispensable: la del pintador profesional pintado por su modelo amateur. Y así, lo que resulta de sus páginas es lo más parecido a un autorretrato de quien sostiene la paleta hecho por otro, por aquel que está poniendo toda la carne sobre el bastidor.
CUATRO Muerto Lucian Freud desaparecen el último genio de la pintura del siglo XX, el pequeño nieto de Sigmund F. que estudiaba fascinado el agujero del cáncer en la mejilla de su abuelo, el arrugador de toda esa piel que parece haberles arrancado a los cuerpos retorcidos de su amigo y rival Francis Bacon, el hombre que alcanzó cotizaciones estratosféricas (que ya están subiendo; nada aumenta más el valor de un pintor que el saberse que ya no pintará, y Freud pintó casi hasta el final), el astuto artista que supo combinar la privacidad del atelier con lo mass-mediático (esos retratos de la reina o de Kate Moss, y cómo es que se le escapó la tan lucianfreudiana Amy Winehouse) sin perder nunca la perspectiva o el buen color y técnica. Todos esos Lucian Freud y muchos más aparecen exhibidos por Gayford mientras se entrega sin resistencia al maestro a lo largo de año y medio –entre las seis de la tarde y las nueve de la noche, sentado, moviéndose lo menos posible– para un retrato al óleo y otro dibujado. Apunta Gayford: “Posar es algo que está entre la meditación trascendental y una visita al peluquero. Se tiene una sensación más bien placentera de concentración y de alerta absoluta, pero sabiendo que no se te pedirá nada más que minucias como ‘¿Puedes mover un poco la cabeza?’ o ‘¿Puedes subirte la bufanda unos centímetros?’” (y esa dificultosa bufanda azul es, casi, la villana de la trama). Y añade Gayford: “Hay momentos en que todo se convierte en algo embarazosamente físico: una empresa que se ocupa de la piel y los músculos y la carne del modelo y también –de existir eso– del alma”. Gayford –en principio tan sólo interesado en “ver cómo crece un cuadro” y “experimentar lo que experimenta todo retratado: la reafirmación de su propia existencia”– comprende, además, que el ser modelo “equivale a adentrarse en la materia del arte convirtiéndote en arte”. Así, Gayford descubre paulatinamente el “trabajo” del modelo: la responsabilidad y el deseo de ofrecer material al pintor. Gayford describe en detalle los movimientos “como de baile” de Freud, parecido a “un pájaro gigante” montando un caballete. Y en la primera sesión, le pregunta si pueden conversar. “Se puede –responde Freud–, pero te advierto que voy a sonar como un lunático total.” Lo que no es cierto. Lo que sí es cierto es que Freud –entre paréntesis de silenciosa y absoluta concentración, pintando en cueros o cubierto por una suerte de delantal hecho de trapos– habla mucho. Y habla bien. Y Freud –famoso por el celo con que protegía su intimidad y el poco afecto por las entrevistas– habla sobre todo y todos. Y sobre él y sobre lo suyo que es, también, lo nuestro.
CINCO Hay en las primeras páginas de Man with a Blue Scarf lo más parecido a un milagro certificable: Gayford le pregunta a Lucian Freud –como al pasar, medio en broma, seguro de su negativa o de apenas un consolador “Tal vez algún día”– si no se anima a retratarlo. Y, para pasmo y regocijo y nervios del crítico, el pintor responde: “Sí, empecemos la semana que viene”. Y hay en las últimas páginas de Man with a Blue Scarf un instante terrible. El final. Las postreras pinceladas sobre algo –cabe pensar que Freud sintió lo mismo, en sentido contrario, leyéndose en lo de Gayford– que “me muestra a mí mirándolo a él mirarme”. Ese día en que Gayford se entera de que ha sido adquirido por un coleccionista norteamericano de la West Coast, que pronto será expuesto en el Correr Museum de Venecia y en el MOMA de Nueva York, y que de aquí en más sólo podrá volver a verse –a ese otro él invocado por Freud– en catálogos y retrospectivas. Y –enmarcado y listo para colgarse– ser consciente de que no ha sido y será más que un detalle en el paisaje colosal de una obra. Que ya fue pero siempre será. Porque –como le informa el ya listo para recomenzar Freud al terminado Gayford– “lo que parecemos es lo que somos; y el retrato está acabado cuando comienzo a tener la impresión de estar pintando a otro... Tengo que volver al trabajo”.
Es decir: a otro cuadro, a otro modelo.
Pero quién les quita –a Gayford y a Freud– lo posado.
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