CONTRATAPA

La ballena en el desierto

El autor publicó esta nota en Página/12 en febrero de 1991, durante la primera Guerra del Golfo. Doce años después, su visión mantiene una total y preocupante actualidad.

Por Ariel Dorfman *

Muy adentro del desierto de Arabia Saudita, un cabo norteamericano está leyendo Moby Dick, está leyendo la historia de Ahab, aquel capitán que busca con tanta tenacidad insana una legendaria ballena blanca que él y su tripulación terminaban ahogándose en el mar. Ciento cuarenta años después de publicada, la célebre novela de Herman Melville es leída por ese cabo con la esperanza de entender por qué la gente se deja destruir por sus obsesiones y también, según un periódico que lo entrevistó, el lector se pregunta si Ahab “no será acaso como Saddam Hussein”.
Hay algo sin duda admirable y desgarrador en esa ansia, tan típicamente norteamericana, por adentrarse en el alma del enemigo. Menos admirable, y más desgarradora y patética, aunque igualmente norteamericana, es la inhabilidad de ese soldado de cumplir con éxito esa incursión cognoscitiva. No es una novedad comparar al psicótico Ahab con Saddam (al que se lo llama acá en Estados Unidos el “loco de Bagdad”), al menos que el cabo lector se hubiese atrevido a explorar la escondida identidad de la ballena blanca en esta ecuación, preguntarse quién devoró zonas enteras del cuerpo y de la mente iraquíes para que su líder actuara de una manera aparentemente tan irracional, es decir, bucear en el pasado lejano y reciente para hallar las claves que iluminaran el presente.
Creo que se trata de una búsqueda que ni el cabo ni la mayoría de los ciudadanos de este país están dispuestos a emprender. Una amnesia empedernida parece ir infectando a los norteamericanos en la medida en que se dedican a demoler un país que pocos de ellos pudieron haber hallado en un mapa hace un par de meses atrás. Concebir a Saddam como Satanás, personificar la Maldad en un solitario ser humano ahorra incómodas explicaciones históricas. Para qué preguntar qué se les hizo a los árabes –como a tantos otros pueblos del llamado Tercer Mundo– para que sintieran tanta rabia y humillación, se sintieran tan amenazados y menospreciados, que un demagogo como Saddam pudiese manipular esos sentimientos y erigirse en su representante. Para qué preguntar quién engendró el vacío de poder que debilita a las naciones del Medio Oriente, un vacío que este tirano, como tantos que han de venir, quiere llenar. Para qué recordar que los orígenes del poder de este Ahab se remontan a 1953, cuando la CIA norteamericana ayudó a derrocar a Mossadegh de Irán debido a que había nacionalizado el petróleo. El autócrata que puso a un títere en el lugar de ese líder libremente elegido por su pueblo era, por cierto, el sha, y cuando a éste lo barrió la revolución islámica de Jomeini, a Irak se lo alentó a que llevara a cabo una guerra salvaje contra Irán. Con la bendición de Estados Unidos, y la asistencia europea y soviética, Irak se armó hasta más allá de los dientes, y todas sus violaciones a los derechos humanos, incluido su uso de gases contra los kurdos, fueron echadas en saco roto. Años más tarde, el embajador de Estados Unidos le dio el visto bueno a la invasión de Kuwait.
¿Y si Saddam no fuera Ahab?
Lo más trágico es que aquel joven soldado que puede morir a tanta distancia de su propio hogar no sea capaz siquiera de figurarse por un instante de que es más que posible que Saddam sea la ballena y que George Bush sea, de hecho, un Ahab cuyo frenético acoso de un monstruo en los océanos de arena y petróleo puede acabar en la destrucción, no del monstruo mismo, sino de aquellos que buscan exterminarlo.
Saddam Hussein no es, en todo caso, un monstruo tan singular o diferente de otros que pululan por el planeta.
El líder de Irak es tan monstruoso como el general Augusto Pinochet, que infligió su presencia a mi pueblo durante diecisiete años y cuya ascensión al poder fue preparada por la intervención de Estados Unidos en contra del gobierno democrático de Salvador Allende. Y la agresión de Saddam contraun Estado soberano es tan monstruosa como las agresiones de Estados Unidos contra Nicaragua y Panamá, contra Granada y Vietnam, tan injustificable como las invasiones soviéticas a Checoslovaquia y Afganistán. Y es tan inhumano que Saddam envíe misiles contra la inocente población civil de Israel como lo es que Israel bombardee los campos de refugiados palestinos en Líbano.
Si aquel cabo, o el pueblo norteamericano, se dieran cuenta de que Saddam ha sido demonizado en forma sospechosamente selectiva y conveniente, es posible que condenaran la complicidad y participación de su propio país en muchas de las injusticias que corroen nuestros tiempos. Es posible que sacaran como conclusión que esta descabellada aventura en el Golfo Pérsico no es una lucha por la democracia –puesto que Estados Unidos ha erosionado la democracia universalmente financiando a cuanto torturador “amigo” se ha encaramado en el poder–, sino una triste intervención más en los asuntos de una región de la que nada conocen y que ningún asalto tecnológico tan sofisticado y masivo contra un país pobre (por bien armado que esté) puede ser ético. Más aún, es posible que los ciudadanos norteamericanos llegaran a hacer la verdadera conexión entre Irak y Vietnam: que ésta es una manera de volver a pelear aquella guerra en Indochina con armas mucho más letales, revisando y reescribiendo aquella crisis y derrota norteamericana, mostrando de qué modo se pudo y debió haber ganado ayer, otorgándole al Pentágono la “buena guerra” que ha buscado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, que ha buscado con un ahínco que hubiese asombrado a la tripulación que navegó con el Capitán Ahab.
Son conexiones históricas que, desafortunadamente, no se están produciendo. Mientras más persiguen su propia imagen en las aguas del Golfo, tratando de autoconocerse en la dura realidad de la violencia engendrada, más ciegos se vuelven los ciudadanos de este país, menos alcanzan a entender lo que en las profundidades anima y motiva su expedición. Y su ceguera, por cierto, no se limita a su incapacidad de descifrar su propia imagen entre las dunas.
No lejos de aquel cabo norteamericano que medita acerca de los avatares de Moby Dick hay un cabo iraquí.
Nada sé de él, excepto que respira bajo las bombas a unos kilómetros de sus enemigos y que dentro de poco estará a una bayoneta de leve distancia y que ni siquiera la intimidad de ese combate traerá consigo la cercanía o la comprensión. Es el hecho mismo de que no tiene nombre ni rostro, de que ningún diario nos haya contado qué piensa, qué Moby Dick o qué Melville de su propia cultura podría estar leyendo en la oscuridad, el hecho de que no tenemos cómo saber en qué ceguera propia se encuentra sumergido, el hecho de que su existencia no es más que una mancha, es el hecho recalcitrante de su absoluta ausencia de la conciencia contemporánea lo que prepara y ordena su muerte. Cuán fácil es matar a alguien al que no tendremos que llorar porque nunca nos atrevimos a imaginarlo vivo.
No quiero que ninguno de los dos, ni Saddam Hussein ni George Bush, ganen la guerra en el Golfo Pérsico. Ojalá ambos pudieran ser derrotados -uno con su despiadada policía secreta y el otro con sus máquinas desalmadas y electrónicas de la muerte–. Ojalá los dos, que tanto desprecian la vida ajena, pudiesen perder.
Me parece más probable, sin embargo, que ambos, Ahab y la Ballena, la Ballena y Ahab, Bush y Saddam, van a emerger victoriosos de la contienda, y que serán sus pueblos los que tendrán que pagar por esta absurda conflagración. Serán esos dos soldados los que van a tener que ir pagando los estragos de esta guerra, aun si logran sobrevivir, aun si no terminan despedazados, serán ellos y sus hijos los que habrán de pagar incesantemente una guerra que nos deja a todos más pobres, más inseguros, más cerca del Apocalipsis.
Temo que el espíritu del Capitán Ahab se haya apoderado del mundo. Temo que estemos todos locos.* El escritor chileno Ariel Dorfman vive parte del año en Estados Unidos, donde enseña en la Universidad de Duke. Su último libro publicado es Más allá del miedo, el largo adiós a Pinochet.

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