Sáb 28.01.2012

CONTRATAPA

Banderas

› Por Sandra Russo

Hace muy poco, cuando se cumplieron diez años del estallido del 2001, volvió con fuerza una imagen que el tiempo había esfumado: fue en esos días de quiebre institucional y de indignación que volvieron a aparecer en las calles, en manos anónimas, las banderas argentinas.

Después de la década de la entrega y la fragmentación, después de la tierra arrasada en la que la democracia no había podido darse a sí misma una versión aceptable, cuando todo voló por los aires, reapareció la bandera y también el himno, que se cantaba en las puertas de los bancos.

Recuerdo a un hombre mayor, en una localidad bonaerense, alzando su voz sobre las demás, que eran todas insultos y gritos, entonando tembloroso “Oíd, mortales...”, y rompiendo en llanto cuando se le unieron las otras voces. El diario mexicano La Jornada publicó al día siguiente una crónica con la foto del anciano abrazado a los demás que cantaban el himno. El título era “No llores por mí, Argentina”. Los símbolos patrios volvieron, pero ya reapropiados por sectores que habían sido excluidos de la argentinidad neoliberal. Si lo recuerdo tan bien es porque me acongojé un rato largo al ver esa foto en ese diario. Había visto la nota entera el día anterior en el noticiero, y no me había provocado el impacto que sí provocó esa foto replicada en un diario mexicano. Creo que fue la mirada del otro, la mirada propia sobre la Argentina, pero sostenida por la distancia del otro, a la sazón mexicano, la que le dio dimensión, para mí, a lo que estábamos viviendo. Un pueblo trastornado, traicionado y sufriente, que en el clímax de la confusión recurría a sus banderas y a sus himnos. Era lo poquito que nos cohesionaba. Algo que hablaba del pasado, y que decía qué del pasado queríamos transportar hacia el futuro. “Las banderas no son trapitos”, dijo esta semana el canciller Héctor Timerman refiriéndose a la decisión de los países de la región de prohibir atracar barcos con las banderas de las Falklands, es decir, falsas banderas. Es un gesto fuerte y de peso diplomático y geopolítico, pero también de sentido común en materia de política exterior, ahora que el cambio de paradigma –que no es una metáfora, no es un modo de decir, no es un cuento ni un relato y sí es un fenómeno cultural, político, económico, un salto material y simbólico de reagrupamiento del poder y el lenguaje– hace chocar el sentido común contra el doble discurso. El choque es fuerte.

El respaldo regional a la Argentina en su persistente reclamo de una mesa de negociaciones con Gran Bretaña sobre Malvinas se corresponde con lo que esos países ya han expresado al respecto en la OEA y en la ONU, pero por eso mismo es, además, una acción concreta que se alza contra el doble standard fosilizado en los organismos internacionales, y es una muestra, finalmente, de las herramientas disponibles para acompañar la voluntad política: si hay algo, precisamente, que caracteriza a la voluntad política, algo que hay ahora en la región y antes no había, es el uso concreto de todos los espacios disponibles para hacerse explícita.

De este bloque de países y de organismos regionales como la Unasur surgieron soluciones políticas a crisis nacionales o bilaterales calientes que debían encontrar modos novedosos de resolución, como el golpe de Estado que se logró abortar en Ecuador o el conflicto armado que se pudo impedir entre Colombia y Venezuela. La OEA, para ese entonces, ya había capitulado en la crisis hondureña, que no fue crisis, fue golpe. Tanto en el caso de Ecuador como en el de Colombia y Venezuela, los gobiernos regionales confluyeron sincronizadamente en respuestas políticas de una contundencia inédita. No eran chapas, eran resortes. En un caso, hubo presidentes de diferentes signos políticos interrumpiendo sus agendas y viajando de urgencia esa misma noche, llegando de madrugada y manteniendo su vigilia en Bariloche, y en el otro delegando en la ejecutividad de Néstor Kirchner una mediación que fue no sólo rápida y exitosa: sus frutos estratégicos son visibles hasta hoy.

No se trata ya de que el mundo esté mirando en dirección a América latina sólo porque la región emerge económicamente. El crecimiento latinoamericano, que según datos de la Cepal tiene lugar por primera vez en la historia acompañado de un crecimiento de la equidad, sostiene otro tipo de Estado latinoamericano –cero bananas–, y reclama también otro tipo de discurso político. El ex patio trasero ahora está más cerca de la puerta principal, y eso se debe sin duda a uno de los ejes del paradigma, que fue largamente explicitado por Lula, pero también por los otros líderes latinoamericanos. Un cambio de subjetividad. Pantalones largos. Actitud de socios en igualdad de condiciones. Valor agregado también en la identidad regional.

Lo destemplado y desorbitado de la respuesta británica da cuenta no sólo de algunos mecanismos imperiales incrustados tan a fuego que pasan inadvertidos. Sólo se puede hablar sin cinismo de la autodeterminación de los isleños salteándose un par de obstáculos lógicos que hacen ridículo el uso de la palabra “autodeterminación”, más apta para que la levanten los irlandeses que la población británica de las islas, que no vive en un territorio ocupado, salvo por el país al que reconoce como propio.

Las banderas no son trapos ni las palabras son chicle. Los organismos internacionales no son pantallas y sus resoluciones no son folletos. Los países ricos no son los dueños del mundo, ni los países pobres son sus súbditos. La gran tramoya de vendernos formas de gobierno como si fueran kits democráticos, que se la queden y que analicen cómo siguen, ahora que el uno por ciento de la población mundial como beneficiaria directa de un sistema viciado suena obscenamente escaso y políticamente vergonzoso.

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