› Por José Pablo Feinmann
Me voy a permitir repasar ciertos textos de un libro que empecé a escribir en 1972 y publiqué en 1974. Luego –con grandes correcciones y tachaduras– lo publiqué de nuevo en 1983 y nunca más. Largos años de ataques globales al “peronismo”, la incomprensión sobre eso que la izquierda peronista había sido, el deseo de ser medianamente aceptado por los jóvenes escritores que surgían en los ochenta, desdeñosos, no sólo del peronismo, sino de la política en general, del abominado “compromiso del escritor”, me hicieron guardarlo en un cajón. No existía quien pudiera leerlo. Salvo los que habrían de agredirme o burlarse de mis tontas y juveniles convicciones de “los ‘70”. Hoy, de un modo inesperado, por medio de una caricia de la historia que los veteranos de la izquierda peronista, los sobrevivientes, todavía observamos con asombro (porque es con asombro que vemos de nuevo a jóvenes que se calientan con la política), nosotros, los que pasamos y hasta sobrepasamos los sesenta años, los que sentimos que tenemos mucho para dar todavía, y más aún a la sombra de las “actuales teorías sobre el envejecimiento” que obligarán a periodizar la vida humana de un modo nuevo, los que deseamos vivir cien años al menos para seguir escribiendo con pasión, porque sólo la pasión de la escritura nos hará vivir al darle un sentido a lo que hacemos, al hecho simple y doloroso y terrible pero asombrosamente sanguíneo, bello, de pisar esta tierra que se balancea entre el abismo o la moderada pero cierta salvación del hombre, estamos de vuelta porque la marea de la historia otra vez nos reclama. Algo o mucho podremos dar. Porque algo o mucho hemos hecho. Y, de eso, también algo o mucho podrán utilizar los jóvenes de hoy.
Al salir de la Cámara de Diputados el día de la votación de la ley de nacionalización del petróleo (y antes: mientras bajaba las escaleras en busca de la puerta por la que había entrado) muchos jóvenes se me acercaron. Tienen una calidez que nuestra generación no expresaba tan abiertamente. Yo nunca le habría dicho a Ortega Peña: “Rodolfo, ¿te puedo dar un abrazo?”. O a Walsh: “Maestro, ¿me permite abrazarlo?”. No, éramos bravos, duros, esas aflojadas no estaban permitidas. Ellos –además– tácita o claramente no las permitían. Había una distancia impuesta por el respeto. También había algunas insolencias secretas, dichas en reuniones de militantes. Cierta vez alguien llegó a un sindicato a dar una charla. Era un lugar amplio y había una mesa amplia también. A su alrededor, todos jóvenes militantes. Cerca de ahí un salón cerrado y un cartel en una de las puertas: “Sala para jubilados”. El joven teórico recién llegado pregunta: “¿Quién está ahí?”. Le dicen que Hernández Arregui, que está dando una conferencia. El joven dice: “Está en el lugar adecuado”. Pero ese joven era un pendejo pedante. Y hoy se arrepiente de esa frase desafortunada. Sin embargo, no se arrepiente de haber dado esa charla a los militantes, de haber discutido con ellos textos de los pensadores de la “corriente nacional” y hasta probablemente del mismo Arregui. Ese joven –hoy veterano y sumido en la conmoción de una coyuntura que no esperaba vivir– sale a la calle luego de la histórica jornada en la Cámara de Diputados y del fervoroso discurso de Rossi, se le acerca un pibe y le dice: “José Pablo, ¿te puedo dar un abrazo?”. Y en ese abrazo se encuentran dos generaciones. Ellos nos están prolongando y –sobre todo– al prolongarnos están haciendo su propia historia. Con una gran diferencia: no hay Videla en el horizonte. No lo hay. Aunque no faltan miserables que desearían algo así y descubrimos que lo desean porque destilan una abominable y evidente admiración por ese carnicero, no lo hay. Estos pibes, estas pibas, no tienen como horizonte la masacre. No sé qué les espera. Pero no eso. Podríamos decir (y durante mucho tiempo lo dijimos) que la vida es el largo y doloroso espectáculo de la muerte de nuestros sueños. Y al decirlo nos creímos sabios, profundos. Con esa sabiduría que dan los caminos recorridos, los baches, los abismos, las heridas fatales de nuestras mejores esperanzas. Sartre (quién si no) solía decir: Como todo soñador confundí mi desencanto con la verdad. Pero al decirlo ya nos estaba diciendo que no era así. Porque alguien que larga esa frase sabe que no era cierta. Esa frase expresa la verdad contraria: Como todo soñador confundí mi desencanto con la verdad, pero no era así, no era la verdad, era –en todo caso– la que mi desencanto me entregaba, pero bastará con encantarme otra vez para que otra verdad aparezca. La vida, el amor, la política, la historia son eso: una ligazón profunda con algo que nos trasciende. Desde muy pibe, cuando estaba metido a fondo con las cuestiones religiosas de la tragedia, aprendí que religión viene de re-ligare. Y que re-ligare es ligarse hondamente con la totalidad de lo real, con la vida. El que ama la vida no la desperdicia. La tiene para él y también para los demás. Somos el Otro. Nos vemos y nos descubrimos en el Otro y él en nosotros. Podemos descubrir todos los matices de la experiencia humana: desde el odio hasta el amor. Pero si descubrimos el compartir, el estar juntos, el creer en algo que nos envuelve, una meta, un proyecto, entonces nos lanzaremos hacia el futuro y el presente se volverá imprescindible. El presente se construye porque lo vemos desde el futuro. Si no tuviéramos una percepción de un futuro posible y mejor estaríamos condenados a la inacción. De aquí que estemos en contra de todo positivismo. Estas filosofías de una u otra manera están para decirnos: las cosas son así y son inmodificables, este es el orden natural de las cosas, es absurdo ir contra ese orden, es absurdo ir contra las cosas, en ellas está inscripto el rumbo de la historia. Este es siempre el discurso de los amantes de la cosificación de la vida. La existencia es una cosa inmodificable. Sólo que –para goce de ellos y desdicha nuestra– esa cosa les pertenece. El orden natural de las cosas es el orden que por medio del poder –ese poder que han acumulado e impuesto como verdad para todos– le han impuesto a esas cosas. Una vez que se domina la legalidad de la Historia, una vez que se la dicta desde un rostro del poder (el hegemónico) sólo resta el positivismo: declarar la naturalización de la realidad, cosificarla, declararla inmodificable porque ése es su rumbo, su orden. Y ese orden es natural. Así, se diviniza el poder.
Esta divinización del poder, esta cosificación del dominio, tiene su expresión en la inercia. La inercia es el quietismo, la inacción, la inactividad, la pasividad. Pero la militancia, la práctica política tiene como primera tarea negar este supuesto. Postula que la realidad no es una cosa y, por lo tanto, es transformable. Que la realidad –al ser hecha por la praxis política de los sujetos– está siempre en discusión. Que se discutirá esa afirmación del “orden natural de las cosas”. No hay algo semejante a eso. No hay tal orden. Ese orden es el de los sectores dominantes. La historia se hace para ser transformada. Cuando el amo habla del orden natural lo hace porque ha inscripto su visión del orden en lo natural. O, mejor aún: presenta su verdad como el orden inserto en las cosas. No hay ningún orden inserto en las cosas salvo el orden que el sector de poder que vence en la batalla por la verdad logra introducir en ellas. En 1974, en ese libro del que durante tantos años mantuvimos en cauto recaudo, decíamos: “Vamos a partir de la distinción, ya tradicional en ciencias sociales, entre lo político y la política. La esfera de lo político comprende, básicamente, al Estado en tanto superestructura jurídico-política de la sociedad. La esfera de la política comprende las prácticas de organización y movilización popular. Es característica básica del Estado Nacional Popular una subordinación de la primera instancia (lo político) a la segunda (la política). Concretamente: el Estado Peronista basó la legitimidad de sus estructuras jurídicas y político-parlamentarias en las prácticas de organización y movilización del Pueblo, las cuales generaron un proyecto político que determinó el sentido en que debían orientarse esas estructuras del Estado” (JPF, El peronismo y la primacía de la política, Cimarrón, 1974, p. 121. Las cursivas son del original. ¿Carl Schmitt? ¡Ni sabíamos quién era! Ese señor se ha puesto de moda desde hace unos años a la sombra de la fascinación por los filósofos ligados al nacionalsocialismo. ¿De dónde entonces sacamos eso de la política y lo político? No sé. Acaso porque nos gustaban más las ideas, y sobre todo las propias, que las citas.) Resultado de estas convicciones fue la tapa del N 9 de la revista Envido: Gobernar es movilizar, frase dicha por primera vez por Horacio González, aunque él diga no recordarlo y acaso lo diga con razón, ya que el conocimiento en esa revista (la revista teórica de la Juventud Peronista) se construía entre todos, como fruto de una socialización interna. El texto está en el segundo tomo –p. 245– de la edición facsimilar que editó la Biblioteca Nacional en 2011.
Algo y tal vez mucho cambió para que hoy lea con orgullo textos que oculté durante años. Retorné a menudo a ese libro y hasta cité o robé citas de él sin nombrarlo. Pero hay algo intransferible que lo vuelve único: fue escrito durante el fulgor de los hechos, como nuestra revista Envido. Fue escrito por un joven lleno de ilusiones y sin duda eso hace patéticos algunos de sus pasajes. Pero fue escrito con las mismas ilusiones que veo en los jóvenes de hoy, en mis dos hijas, en los que van a mis clases o a mis conferencias, en los que llenaron el recinto de Diputados el miércoles, en el pibe que me pidió un abrazo, un simple abrazo que le di con todo entusiasmo y fervor. Y que pude hacerlo porque a los dos (el entusiasmo, el fervor) me los dio él. Sí, voy a reeditar ese libro: “Este tipo fui yo y hoy está lleno de pibes que son como yo era entonces”. A ellos estará dedicado.
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