CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Ayer se recordó, en la Feria del Libro y en el día en que la provincia de Mendoza tuvo su espacio y su momento para hablar de sus creadores, a Antonio Di Benedetto. Un escritor literalmente extraordinario. Fue un homenaje y un gesto de reconocimiento afectivo e intelectual para un narrador sin par no sólo en el campo de nuestra literatura sino en la extensión de la lengua toda. E incluso –yendo un poco más lejos– en la dimensión universal de las letras del siglo XX.
Para hablar de Di Benedetto se puede recurrir al pretexto de los aniversarios –se cumplen este año noventa de su nacimiento en 1922, los veinticinco que ya pasaron hace muy poco de su muerte en 1986, o los sesenta de su primer libro, los cuentos de Mundo animal–; se puede recortarlo generacionalmente y sacar conclusiones o tirar líneas –tenía ocho menos que Cortázar y cinco más que Walsh y siete más que Viñas– y finalmente se lo puede tratar de ubicar según dos pautas o criterios que están ahí, a disposición del encasillamiento crítico: por el lugar donde vivió más de medio siglo y desde donde escribió la mayoría de su obra, lo que llamaríamos su región de pertenencia, Mendoza; y, finalmente, por su alineamiento o desalineamiento (si cabe) dentro, fuera o tangente de las diferentes corrientes estéticas o modalidades de escritura narrativa de su país, su tiempo y su lengua; y ahí se suele decir que su literatura fue y es experimental, una categoría ambigua pero sugerente de su singularidad.
Este concepto conduce casi indefectiblemente a subrayar su condición de adelantado, practicante periférico, más o menos espontáneo o consciente, de algunas de las grandes novedades en las formas del relato universal de la segunda posguerra. Por ese camino, se destaca la excepcional modernidad del procedimiento narrativo en algunos de los primeros relatos de los años cincuenta –como “El abandono y la pasividad” o “Declinación y Angel”– que demostrarían su condición de precursor o compañero de escuela de los autores del nouveau roman francés. Y también, a partir de esos mismos textos, se suele señalar su estrecha y consecuente relación con los modos narrativos del cine. Se destaca habitualmente, además, la cercana filiación de sus tres novelas principales –Zama (1956), El silenciero (1974) y Los suicidas (1979)– con la narrativa existencialista de los novelistas filósofos franceses, el Sartre de La náusea y sobre todo el Camus de El extranjero. No es poco para un escritor y periodista cuyano que –como escritor– recién vino a Buenos Aires en el 58 –y no antes– y sólo cuando Borges lo invitó a dar una conferencia sobre literatura fantástica en la Biblioteca Nacional.
En fin, sea cual fuere el criterio para abordarlo, la cuestión es que Di Benedetto zafa, no calza con comodidad, exige salvedades y aclaraciones. Es, si cabe, un escritor, un caso de radical excentricidad. Pero no es excéntrico por voluntad aparatosa de rareza y figuración. Todo lo contrario: Di Benedetto hizo de la reticencia, del pudor y del secreto un dogma de conducta y una contrarreceta de escritura. Su excentricidad es esencial y literal: nunca se manifestó (escribió, publicó) desde el centro (el foco de irradiación e iluminación) sino que hizo de los espacios distantes, laterales o menos frecuentados, su hábitat natural. Quiero decir: Di Benedetto estaba siempre ahí, pero nunca estuvo ni mucho menos posó para la foto. Los regionalistas, la generación del 55, la novela histórica, el boom latinoamericano, los exiliados de la Dictadura. Nunca escribió de / sobre y cómo se usaba en su momento y contexto más cercano sino que produjo lo suyo sin mirar a los costados inmediatos, o sí, pero consciente de que lo suyo era otra cosa. Siempre atento a lo que estaba más lejos y más adentro, si cabe.
Por eso también, consecuentemente, y en términos temporales, Di Benedetto ha sido y sigue siendo objeto de operaciones en diferido: reeditado y en librerías, reconocido por la crítica, recuperado públicamente por las instituciones, reacomodado en el canon. Ahora –como siempre– necesita ser leído y / o releído, que es otra cosa. Es peligroso convertirse o tener un destino al menos ocasional o transitorio de escritor para escritores. La cadena de equívocos que dispara la extrañeza de una primera aproximación desprevenida no debe impedir el contacto: leer a Di Benedetto es una aventura literaria y existencial que merece emprenderse desde cualquier lugar que se parta. La relativa incomodidad es la de los hermosos zapatos nuevos que no podremos, que no nos querremos sacar nunca.
Sin embargo, hay mejores lugares que otros por lo que empezar a entrarle. Están algunos de los cuentos memorables ya citados acá o algunos más claros –en su nomenclatura– como los tantas veces antologados “Aballay”, “Caballo en el salitral” o “El juicio de Dios”. Pero sobre todo está Zama, esa obra maestra absoluta, recomendada puerta de entrada y piedra de toque de toda su obra.
Cuenta la leyenda literaria que el por entonces joven periodista, crítico de cine y narrador casi secreto Antonio Di Benedetto escribió Zama en un mes. El también lo ha contado, prolijamente. Tenía treinta y tres años, trabajaba en Los Andes de su Mendoza natal y estaba de vacaciones en Córdoba. Se puso, y prácticamente la liquidó tecleando durante dieciocho días en “una casa vacía”. Con una semana larga más, ya de vuelta en el diario y robándole tiempo y escritorio al laburo –como su personaje Manuel Fernández–, la terminó. Zama se publicó a los pocos meses en una editorial chica que sacaba nuevos narradores, en general provincianos: Doble P. Era en 1956. Por esos meses/años también publicaban buenas primeras o primerizas novelas los jóvenes o maduros David Viñas, Marco Denevi, Andrés Rivera, Beatriz Guido, Enrique Wernicke y algún otro pronto reconocible. Sin embargo, los relatos más poderosos que el tiempo ha decantado para el momento, y los debutantes, son tres textos que, cada uno a su manera, resultaban marginales y prácticamente “invisibles” para el sistema narrativo vigente: Operación Masacre de Walsh, El Eternauta de Oesterheld y el increíble, extemporáneo Zama. Que no se parece a nada.
El monólogo de un funcionario colonial anclado en una entrevista Asunción que, víctima de la espera –como el coronel de García Márquez o el protagonista de El pozo– termina hundido en la degradación, el sinsentido o, mejor, en su trágico “destino sudamericano”, rompe con todas las expectativas de una supuesta novela “histórica” o “regionalista” para establecer un cruce inédito de esos clichés con ciertas formas contemporáneas –la citada novela existencialista– pero sin rastro de modelo alguno, sin “traducir” conflictos filosóficos en ficción. Bastan la invención prodigiosa y el rigor del estilo para hacer de Diego de Zama un trágico destino universal.
Como explicó alguna vez Bioy para describir el estilo de La invención de Morel, la aparente simplicidad y las frases cortas de Zama fueron, según Di Benedetto, una manera de no complicarse, hacerla corta, correr menos riesgos de errarle al escribir apurado. Parece chiste. La (modesta) explicación, digo. Porque como ha dicho Saer, que lo leyó bien desde siempre, que le dio lugar a la novela en el podio americano y universal antes que otros, hay en su escritura un sello tan flagrante como el borgeano, una manera Di Benedetto reconocible en pocas líneas. Y esa marca se hace huella en y a partir de Zama. La lengua construida, imaginada para contar una historia alevosamente fechada, es un coloquial elíptico, ascético pero condensado de alusiones, a saludable contrapelo del “torrencial” americano. Es el camino de Rulfo y de Felisberto Hernández, dos referencias que ponen a Di Benedetto en un lugar que no le queda chico.
Su destino de escritor –como el de Diego de Zama– ha sido el de la espera. Y ha esperado con arte y ha hecho un arte de la espera. Nos esperaba a nosotros, claro. A quién, si no, espera un escritor.
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