› Por Eva Giberti
Mariela Muñoz, conocida como una persona transgénero, había formado una familia cuidando niños carentes de padres, a los que crió durante años; en 1993 tenía a su cargo dos niñas cuyas madres le habían encomendado su cuidado. Con motivo de la discusión profesional que se desató ese año, escribí en una publicación técnica qué significaba ser persona transgénero. Los niños que había criado como hijos, ahora adultos, concurrieron a los medios de comunicación para contar cómo habían sido sus vidas con Mariela, una madre cuidadosa. Pero algunos vecinos denunciaron la extravagancia cuando aparecieron las dos niñitas.
Se produjeron discusiones múltiples, particularmente entre psiquiatras, psicólogos y también opinaron jueces y obispos. El interrogante técnico propiciaba: “Si no los colocás dentro de los perversos, ¿dónde los clasificás?”, pregunta que desnudaba el dispositivo de violencia que cobijaba la discriminación y aun hoy destaca la parálisis del pensamiento de quien la profiere, fijado en categorías monolíticas pretendidamente universalistas: corresponde ser hombre o mujer, como todo el mundo. La alternativa era la psicosis. Por fin, merced a la decisión judicial, las dos niñas fueron institucionalizadas “transitoriamente”. Los vecinos y la buena gente quedaron satisfechos porque la familia que Mariela podía ofrecerles “era anormal”.
Diez años después, la ley interviene y apunta a otro nivel de análisis: legislar acerca de la identidad de género, que incluye las políticas de la diversidad, incluyendo a quienes siempre han formado parte del mundo, silenciados, perseguidos o convertidos en seres míticos (el Andrógino Primordial, o Tiresias, que habría sido hombre y mujer sucesivamente).
Los militantes del tema mostraron su potencial uniéndose en agrupaciones inteligentemente orientadas y se hicieron escuchar en los recintos oficiales. En ciernes tenemos un proyecto de ley que se refiere a “la vivencia interna individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo”.
Se espera el debate en el Senado, contamos con la sensatez de sus miembros. No es suficiente con afirmar “bueno, que hagan lo que quieran con sus vidas y con sus cuerpos...”, consintiendo “noblemente” en dejarlos vivir como quieran y aceptando que regularicen su identidad, autorizándoles un cambio de documento: si se llamaban Roberto, ahora las nombrarán Verónica.
Se trata de reconocerlos como sujetos con sus derechos. Esa es una tarea comunitaria que está pendiente: “Un mundo que acepte las diferencias”. Al respecto es preciso ser cuidadosos con el tema de las diferencias, y así lo escribí en el libro Bioética y Bioderechos, compilado por Luis Blanco en el año 2002: “Evaluar como diferentes a quienes forman parte de la especie humana, tomando como parámetro un criterio de normalidad legislada desde la definición aportada por una mayoría estadística que se instituyó como representante de ‘lo que debe ser’, constituye un criterio que merece una revisión”.
Nancy Fraser, estudiosa de los temas que se ocupan de la redistribución de la economía, de la justicia y del reconocimiento, escribió: “Este tipo de reivindicación ha atraído no hace mucho el interés de los filósofos políticos, algunos de los cuales están intentando desarrollar, incluso, un nuevo paradigma de justicia que sitúe el reconocimiento en su centro”. Esta autora propone “idear una concepción bidimensional de la justicia que pueda integrar tanto las reivindicaciones defendibles de igualdad social como las del reconocimiento de la diferencia. En la práctica, la tarea consiste en idear una orientación política programática que pueda integrar lo mejor de la política de redistribución con lo mejor de la política del reconocimiento”.
Si bien el planteo teórico puede bordear lo utópico, la cuestión reside en no distraerse cuando se trata de redistribución de bienes y de matices económicos: hablamos de los empleos y trabajos que forman parte de los derechos de quienes se incluyen en estas políticas de la diversidad.
Durante siglos, la discriminación de género posicionó a transgéneros, travestis y homosexuales en la marginación cuando buscaban empleos o contratos, así como los propietarios de viviendas se negaban a alquilarles departamentos.
La crueldad de la discriminación empezaba por la propia casa, cuando la criatura mostraba características que no respondían al género varón o mujer según su anatomía. Cuando se mostraban “de otro modo” y sorprendían a sus padres comportándose de manera inesperada: las niñas jugaban como varones y viceversa.
Si los pediatras y los psicólogos no estaban informados –y no lo estaban–-, la convivencia familiar estallaba en desesperados esfuerzos por cambiar a ese hijo o a esa hija que “no era como todo el mundo”. En realidad, no existe una persona “como todo el mundo”.
Mi práctica clínica, que incluye una experiencia que ocupa varios años en el trato con los temas y las personas de la diversidad, me enseñó, atenta al trato que recibían por parte de las familias y de la sociedad, hasta dónde puede alcanzar la capacidad de odio de los seres humanos y su soberbia para demonizar o aniquilar a quienes no se incluyen en los parámetros de lo sexual-convencional. Me refiero a la vivencia de género que abarca la persona toda y no sólo a su vida sexual.
El reconocimiento de las personas que están incluidas en la diversidad forma parte de las reivindicaciones que deberán instalarse en la esfera pública, los medios de comunicación prioritariamente. El modelo lo introdujo Página/12 con el suplemento Soy, que abrió el espacio para la palabra pública de la diversidad iniciada en universidades y centros de estudio. Reconocer al otro –Hegel lo anticipó– “designa una relación recíproca ideal entre sujetos, en la que cada uno ve al otro como su igual y también como separado de sí”. Este modo de vincularse o relacionarse es constitutivo de la subjetividad: alguien se convierte en sujeto individual sólo en virtud de reconocer a otro sujeto y ser reconocido por él.
La política no es ajena a esta demanda de reconocimiento que sugiero, ya que la perspectiva neoliberal discute su eficacia y no la recomienda. Más allá de las disputas políticas y filosóficas –que son variadas y múltiples–, nos interesa una legislación que facilite reconocer al otro en la línea que nuestro país proponía: “El 12 de marzo de 2004, el canciller Rafael Bielsa, en Roma, informó personalmente al jefe de la Iglesia Vaticana que la Argentina apoyaría la resolución de ONU de no discriminar por orientación sexual e identidad de género, y pidió a las instituciones que concentran a quienes militan por estos derechos que hagamos pública dentro y fuera del país la disposición plena de apoyo del presidente argentino”. De este modo lo decía César Cigliutti el 27 de octubre de 2011 en el Salón de Prensa de la Cancillería, en representación de la Comisión de Diversidad Sexual del Consejo Consultivo que nuclea Lesbianas, Gays, Bisexuales, Travesti, Transexual, Transgénero, Intersex y Queers (Lgbtttiq).
“El 17 de junio de 2011, nueve años después, se obtuvo el extraordinario logro: el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó la Resolución sobre las violaciones de derechos humanos por Orientación Sexual e Identidad de Género.”
Sin embargo, persiste la burocracia de los discriminadores, por eso hay que nombrarlos: la etimología de discriminar se encuentra en cernir como dialéctica del separar; cernir y aislar a esos “raros”, agrupándolos como aquellos que no pasan el cedazo donde los discriminadores organizan el bien y el mal, lo normal y lo no normal, el cielo y el infierno.
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