› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Justo cuando estaba completamente seguro (tan seguro que ni siquiera pensaba en ello) de que ya nunca volvería a ver una película de Andrei Tarkovsky, fue exactamente entonces cuando decidí sentarme y volver a La Zona, a Stalker.
Y vuelvo a ver la película antes porque después quiero empezar a leer un libro de un autor del que lo he leído todo: el inglés Geoff Dyer –nacido en 1958–, quien acaba de publicar otra de sus “semi-ficciones” (la categoría y definición pertenece al crítico James Wood) o “narra-pseudo-memoirs-selectivas-práctico-teóricas” (esta última es mía). Dyer es novelista (en español se consigue, en Mondadori, su formidable Amor en Venecia, muerte en Benarés) y ensayista (pronto saldrá a la venta, también en Mondadori, su movediza colección Yoga para los que pasan del yoga). Pero en Dyer las categorías son engañosas, los géneros se confunden y –al igual que ocurre con el norteamericano Nicholson Baker o el español Enrique Vila-Matas– lo imaginado es parte inseparable de lo sucedido y viceversa. Y está muy bien que así sea. Ya se trate de la batalla del Somme, del acto de escuchar jazz, de intentar en vano escribir una biografía de D.H. Lawrence, de las idas y las vueltas de unos inglesitos por París, o de la vida secreta de las fotografías, Dyer parece ofrecer, de a poco, el plano de una casa a la que siempre le agrega una nueva habitación (y habitación, aquí, es palabra clave) desde la cual mirar lo que sucede ahí afuera. Y es mucho lo que sucede cuando miramos.
Lo nuevo de Dyer se titula Zona y se subtitula A Book about a Film about a Journey to a Room y, sí, trata sobre el film de Tarkovsky, al que adora por encima de toda película; pero también trata sobre Dyer mismo y, de paso, sobre todos nosotros.
DOS El cine de Tarkovsky pertenece, para mí, a otro planeta, al pasado irrecuperable. A una Buenos Aires que –como al principio de Stalker– tiene esa tonalidad ocre, ese aire sepia, que es el color de la memoria. Recuerdo haber visto de niño Solaris en el Cosmos 70 (a la que de inmediato sinteticé como “la que termina dentro de una casa donde llueve”) y El sacrificio, ya de más grande (y sabiendo que estaba viendo y había que ver “una de Tarkovsky” más allá de gustos y ganas) en el Libertador. Pero no puedo acordarme de dónde vi por primera y, creía hasta ahora, por última vez Stalker.
Ahora –sorpresa– de regreso en La Zona (una especie de Roswell ruso, un no-lugar donde nuestro planeta, por cortesía de un meteorito caído o un ovni aterrizado o algo así, parece haberse contagiado de los modales y tempo del espacio exterior y donde, se supone, espera una “habitación” en la que “tus deseos más anhelados se harán realidad”), comprendo por qué no me acordaba de nada de Stalker: porque no había, puntualmente, nada que recordar. Stalker era y sigue siendo, más bien, la experiencia de ver Stalker. Sucede mientras acontece. Mientras se está allí dentro. Y después, de regreso (como también sucede con Terrence Malick, lo más tarkovskyano del cine Made in USA), queda poco que decir y mucho que pensar. O que escribir. Y precisamente de eso, tan imprecisable, es de lo que trata y se ocupa Geoff Dyer.
TRES Y cerca del principio de Stalker, antes de viajar a los verdores de La Zona, tres personajes conversan. Un escritor, un profesor y el stalker–guía. El profesor le pregunta al escritor: “¿Sobre qué escribe usted?”. Y el escritor responde: “Sobre los lectores”. Siguiendo esa misma declaración de intenciones, entonces el libro de Dyer trata sobre los espectadores. O de los viajeros a toda experiencia artística radical y demandante y posiblemente irritadora. Ya en Yoga... –donde reunió varias crónicas sobre la incomodidad de la condición turística–, Dyer, agotado por el kilometraje en aumento y el vuelo frecuente, terminaba apostando, como destino final, por la nada total. Allí, en las últimas páginas, Dyer llegaba al desierto de Black Rock, en Nevada, al que no podía sino comparar con La Zona tarkovskyana por ser para él, por fin, después de tanto andar y volar, “el lugar más tranquilo del mundo”. La calma que se respira en La Zona de Stalker, claro, es engañosa. Porque aunque suceda allí poco y nada (y más allá de sus fans extremos que le atribuyen a su director denuncias metafóricas del Gulag o poderes marca Nostradamus y le rindan culto aquí como a un profetizador de Chernobyl), se piensa mucho. Y ese es el rol que reclama Dyer para sí: el de stalker externo, pero cercanísimo. Y –como en el mejor audio-commentary de todos los DVDs– lo que Dyer hace en su Zona es algo de una compleja sencillez. Nada más y nada menos que contar escena a escena una película difícil de contar y de trama esquelética con el robusto añadido de sus hipótesis personales, digresiones inesperadas, chistes muy buenos y graciosamente malos, impresiones originales, ocasionales delirios, denuncias sobre la creciente incapacidad de nuestra especie para concentrarse más de dos segundos en algo, y largas notas al pie que no se limitan al celuloide y que van desde un análisis del “Tarkovsky Time” durante el rodaje a mucho de lo que le sucedió a Dyer desde que, hace treinta años, vio por primera vez Stalker. Y, sí, también, una condena del Tarkovsky que acabó creyéndose demasiado Tarkovsky y sucumbiendo a sus propios clichés. Así, Dyer –como si en la butaca junto a la nuestra se hubiese materializado hombre con rayos X que no deja de hablar– no hace otra cosa que cubrir con sus palabras iluminadoras los silencios oscuros de Stalker. En Stalker, Dyer dixit, arribamos “a otro mundo que no es otra cosa que nuestro mundo, pero contemplado con una atención sin precedentes”. Y, claro, hay mucho para citar de Zona (idea-madre que sublevará a más de un zonero: “En Stalker no hay nada simbólico... Todo lo que se nos muestra sucede”), pero tan poco espacio aquí. Sólo apuntaré que lo que escribe y describe Dyer a propósito de, según Wikipedia, “una de las escenas más emocionantes de la historia del cine” (y que a mí no me resultó particularmente emotiva), es algo muy conmovedor. Recuerden esa última escena: el tren, la hijita telequinética del stalker, llamada Monkey, el vaso que se mueve solo, la “Oda a la alegría” de Beethoven, nosotros mirando a esa niña y ella mirándonos... Pero antes de eso, la imagen de Monkey sosteniendo un libro (la imagen que se eligió para la portada de su libro) y Dyer, irónico, precisándonos que la niña está “leyendo de la manera en que la gente solía leer, antes de que hubieran tantos libros y se convirtieran en una especie de molestia y carga, antes de que existiera siquiera el más mínimo presentimiento del Kindle”.
Después, película y libro y nosotros (verla primero, aunque Dyer prohíba su encarnación DVD porque “Stalker es cine”, leerlo después, y algo me dice que volveré a verla), fundimos a negro.
Y yo me doy cuenta de que –al menos durante las dos horas y media que dura Stalker y las cuatro horas en que leí Zona– no pensé ni un segundo en tantas cosas y tantos cosos (no me pidan nombres, no hay tiempo ni espacio que alcance para contarlos) en las que no tiene sentido alguno pensar y sin embargo...
Esta es, pienso, una de las más verdaderas (y merecedoras de nuestra infinita gratitud) razones de ser del arte.
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