Mar 29.04.2003

CONTRATAPA

La mesa de los retardados

› Por Juan Sasturain

No me pidan que recuerde el número de nuestra mesa porque por algo fue (y será reconocida en los anales como) la mesa de los retardados. Perdón si por la ligereza en la referencia peco de discriminante, pero precisamente me acuerdo ahora, re-tarde, de recordar cómo fue lo del domingo, un bochorno casual, una casualidad increíble, tantos tantos retardados juntos. Yo incluido.
Reconstruyo: preparen el Guinness porque ahí, en esa mesa innumerada al fondo del pasillo en una salita de jardín de infantes pintada con elefantes a lunares sobre fondo amarillo y toscos, siniestros piñones fijos de boca obscena, los retardados hicimos historia.
Llegué tarde a votar. Distraído por las delicias fragorosas de la siesta en compañía y el canal Retro en blanco y negro con señores de sombrero y pistola en mano, me dejé estar, entregado a placeres que el comicio nunca compensaría. Consortes de incertidumbres compartidas, sobre la hora salimos rumbo a la escuela de la vuelta vacilando, discutiendo sobre la aptitud gobernante relativa de mis candidatos físicamente faltantes o los suyos excedidos. No acordamos, claro, pero logramos confundirnos recíprocamente y nos acordamos tarde que no sabríamos qué hacer con nuestras manos ante tanta boleta que alguien nos pasaba, cuando siempre creímos y sentimos que éramos los acreedores.
Tras aleccionarme sobre mis elecciones, ella se mandó por fluidos pasillos femeninos rumbo a su candidata de cabecera y yo tuve la primera señal de que lo mío venía por lo menos raro.
–Otro más –dijo el cana tras mirar el papelito, entre incrédulo y resignado ya, mientras me rebotaba hacia la calle.
A las seis menos cuarto la cola llegaba a la esquina, y la esquina estaba lejos de la puerta y la puerta estaba lejos del aula de Piñón Fijo que nos estaba asignada para el acto...
–Es retarde –dijo Sobral, Christian, estudiante, el pibe que me antecedía con cara de virginidad electoral–. ¿Llegaremos a votar?
–Seguro –dije con todas las dudas enfiladas–. ¿En qué mesa te toca?
–En la suya. Somos todos de la misma.
Miré hacia adelante y no vi la punta, constaté a mis espaldas y ya había un par más: seguíamos sumando.
–¿Y por qué se demoran en la nuestra? ¿Se intoxicó con la ensalada el fiscal del Partido Humanista? –se hizo el vivo Sarlanga, Atilio, artista de varieté, que había venido a votar con un mono al hombro.
–Seguro que abrieron tarde la mesa... –insinué de perfil, haciéndome el egipcio.
–No se demoran ellos –dijo Sánchez, Antonio Jorge, comerciante, tres puestos más allá–. Parece que somos nosotros los demorados.
–A todos se nos ocurrió venir a votar sobre la hora...–asumió el veterano Samudio, Enrique, cerrajero–. Yo tuve una urgencia, una Trabex antigua, tuve que romper una puerta, la vieja estaba encerrada, un quilombo...
–Vámonos a la mierda... –postuló Saráchaga, Agustín, jubilado especialista en hacer colas para otros por unos pesos que no estaba dispuesto a hacerla por él.
–No puede ser –me dije y nos dije en voz alta– que seamos tan retardados.
–Así es, caballero –me confirmó al paso el joven fiscal del PO, que había salido a callejear y nos contaba con el índice a repetición por orden y mandato del presidente de mesa–. No vino nadie pero nadie durante todo el día y cayeron cuatrocientos tipos en media hora... ¿Se pusieron de acuerdo para jodernos el laburo?
La verdad que no... –se hizo cargo Salazar, Alberto, mecánico–.Y vos, pibe, no te quejés que te llevás cien mangos sin hacer nada...
–Ojito que yo no soy el presidente, compañero –corrigió el barbado imberbe en comisión–. Lo mío es por pura militancia. –¿De qué partido sos vos?
Lo manifestó el militante.
–Tendrías que alegrarte de que no había venido nadie, nabo... –lo provocó Serrano, Mario, taxista–. Mirá si en esta mesa empataban el primer puesto con un voto. Ustedes hacen una fiesta.
Ahí se pudrió todo. Varios centenares de insólitos aglutinados de la ese llegados tarde a votar nos primereamos en la discusión.
Después del tumulto, nos arrearon colegio adentro –hato de retardados– mientras en el carillón de la iglesia cercana daban primero las seis, al rato las seis y media, las siete y media y las ocho cuando me tocó embocar en la alcancía mis pobres ahorros de esperanza.

–¿Qué te pasó? –dijo ella conmigo por fin en casa y los resultados en pantalla.
–Somos unos retardados –dije.
–Contame algo nuevo.
Y apagó la tele y la discusión que se venía.

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