› Por Juan Forn
Weldon Kees llevaba un poeta adentro. El problema es que también llevaba adentro al contribuyente respetable de Nebraska que hubiese debido ser, que tanto temía ser. Era hijo de ricos, boy-scout, era igualito a Howard Hughes, escribía, pintaba, tocaba el piano, filmó películas, pero el que lo tenía delante veía sólo decoro y opacidad. El poeta adentro se desgañitaba gritando, pero de afuera sólo se veía a un vendedor de seguros. Elizabeth Bishop lo llevó una vez a Kees a visitar a Ezra Pound al psiquiátrico y éste gritó al verlo: “¿Para qué diablos me traes a un vendedor de seguros?” Lo conocieron todos, en las dos costas, pero todos se dieron cuenta tarde, cuando Kees ya se había esfumado en el aire, a los cuarenta y un años, el 19 de julio de 1955: la policía de San Francisco encontró su Plymouth abandonado, con las llaves puestas y la puerta abierta, al lado del Golden Gate. En su departamento encontraron unas medias puestas a secar en el baño y al gato. No estaban ni la billetera ni el reloj ni la bolsa de dormir de Kees, pero la cuenta bancaria, con ochocientos dólares de entonces, quedó sin tocar. No había nota suicida. No había suicida tampoco. Alguien dijo que sus últimas palabras conocidas habían sido: “Está todo mal. Puede que tenga que irme a México”. Y empezó el mito.
Hay que contarlo más ordenado, pero es imposible. Kees salió de Nebraska detrás de una chica de la que se había enamorado. La siguió por tres universidades (Berkeley, Denver, Chicago), se casó con ella y con ella llegó a Nueva York. Se llamaba Ann Swann y era un cisne. Un cisne que bebía como un cosaco. O, según le escribió Kees a Conrad Aiken: “Como Talullah Bankhead y Malcolm Lowry juntos”. Pasó trece años con ella, uno o dos fueron buenos, aunque era difícil recordar cuáles. Nunca le faltó trabajo: publicó en The New Republic antes incluso de llegar a Nueva York, Clement Greenberg le cedió su lugar como crítico de arte en The Nation, se lo llevó Time a escribir de música y de cine, logró colar cuatro poemas en The New Yorker, cuando vino la guerra hizo unos famosos montajes de noticieros, después de la guerra se puso a pintar, más bien a hacer collage, y llegó a colgar junto a Picasso, Mondrian y De Kooning en la galería Koots de Nueva York. Pero luego de siete años en la ciudad, un día le compró un Plymouth usado a Mark Rothko, lo bautizó Tiresias, y enfiló hacia la Costa Oeste junto a su cisne. En Berkeley él se puso a hacer cine experimental y ella entró a trabajar en la clínica de desintoxicación Langley Porter, donde terminó internada. Sólo entonces se animó Kees a pedirle el divorcio. Menos de un año después la policía iba a encontrar su Plymouth abandonado junto al Golden Gate.
A los veinticuatro años, cuando se sentía el empapelado de la pared en Nueva York, Kees escribió: “No estoy haciendo lo que quiero. ¿Hay alguien haciéndolo?” Tres años después, juntó treinta y nueve poemas en un libro, que se publicó sin pena ni gloria en medio de la guerra, pero le permitió por fin encontrar la voz que hablaba en su cabeza. El último de esos poemas, las instrucciones de un programa de matiné de cine, decía: “Sólo pedimos algunas cosas / el pochoclo debe tragarse rápido / los chicles pegarse debajo de las butacas / y notarán que no hay puertas de salida / una precaución necesaria”. Los poemas de Kees van a ser siempre, a partir de entonces, susurros inquietantes que alguien sopla al pasar en nuestro oído: nos muestran por un instante otra vida como si fuera atrozmente nuestra, nunca se sabe del todo quién nos habló.
Dije que Kees logró colar cuatro poemas en The New Yorker. Fueron los únicos que le publicaron en la vida y todos tenían un mismo personaje, un tal Mister Robinson, que era todo lo que Kees temía ser y creía que estaba condenado a ser: la frustración americana en traje gris y vaso de whisky y el agujero de la noche por delante (“Decisiones: ¿Toynbee o Lumitol?”). Hay quien dice que Anne Bancroft leyó esos poemas para imaginarse qué clase de marido tenía Mrs Robinson en El Graduado. Yo me lo creo. De aquellos cuatro poemas largos de The New Yorker, Donald Justice eligió seis líneas y con ellas armó un poema de homenaje a Kees, cinco años después de su desaparición. Además prologó y consiguió editar doscientos ejemplares de los poemas reunidos de Kees en una colección de poesía regional de una editorial universitaria de Nebraska. No los leyó nadie salvo tres o cuatro poetas, pero entre esos tres o cuatro estaban Robert Lowell y John Berryman. Menos de un año después, Lowell incluía a Kees en su poema “Last Night”, que va contando famosamente los suicidios o autodestrucciones de los poetas de su generación, y Berryman usa de modelo al Robinson de Kees para sus celebrados “Dream Songs”. Los poetas jóvenes copiaron a su manera: ellos también pusieron a Kees de personaje, pero siempre en México, todavía vivo, mirándolos de lejos, purgando su condena, o por fin liberado, o simplemente borracho de mezcal.
Para enrevesarlo todo aún más, el veterano Pete Hammill escribió en 1987 una larga nota contando que a los veintiún años, cuando andaba de juerga en México, se cruzó una noche en una cantina con un americano cuarentón, barbudo, vestido con un poncho de Oaxaca, que trató de convencerlo de que Willem de Kooning era el mejor pintor viviente y que el mejor cine del mundo era la trilogía conformada por El Ciudadano, Sunset Boulevard y las películas de Chaplin. Luego de vaciar juntos diez botellas de mezcal, el desconocido se perdió en la noche sin despedirse. Cuando Hammill volvió a Nueva York y conoció la leyenda de Weldon Kees y vio las fotos, reconoció en ellas a aquel barbudo bebedor de mezcal. Se pasó treinta años contando la anécdota en privado hasta que se decidió a publicarla en el San Francisco Examiner. En esos treinta años había hablado con tanta gente sobre Kees que conocía todas las historias y reconocía que la más probable de todas era que Kees se hubiese suicidado (según el cisne Ann, su marido se pasó todo el matrimonio hablando de matarse y ya una vez había tratado de saltar desde el Golden Gate, “pero dijo que la baranda estaba demasiado resbalosa y no logró subirse”). Hammill sostenía, sin embargo, que si existía algún lugar en el mundo de aquel entonces adonde uno podía ir a vivir su propia muerte, ese lugar era México. Hammill le oyó decir al presunto Kees aquella noche que estaba escribiendo un libro sobre suicidios famosos, pero no tenía final. Lo tenía, aunque no lo supiera: eran esos seis versos con los que Donald Justice le armó aquel poema-homenaje, que podría ser un epitafio y terminó siendo la última revelación que nos dejó Weldon Kees: “A veces me pregunto por los demás / si están preparados para el viaje/ cuál es la razón de su silencio/ por qué razón se fueron / quizá llevaban una pesada carga / quizá temían el daño o lo habían producido”.
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