› Por Juan Forn
Borges dijo una vez que todo libro que no encierra su contralibro es un libro incompleto. John Berger escribió de joven un libro en el que contaba cómo era la vida de un médico rural en la Inglaterra de posguerra, que de día atendía a pacientes y de noche se quemaba las pestañas leyendo, no sólo para mantenerse al día con los avances de la medicina, sino para poder contestar las preguntas existenciales que le hacían sus humildes pacientes (por qué morimos, qué es la enfermedad). Berger admiraba de tal manera la vida de ese médico que tituló su libro Un hombre afortunado. Pero en la página final, en un breve epílogo, informaba que aquel médico rural se había suicidado quince años después. “Un suicidio no constituye necesariamente una crítica de la vida a la que pone fin, aun cuando nos haga mirar desde ahí la historia de esa vida”, decía Berger. Había algo en esa fabulosa frase que abría una cuña de aire en su libro, un puente hacia la nada. A veces un libro nos deja así; a veces pasa la vida entera sin que encontremos su contralibro.
Déjenme contar hoy la historia de otro libro sobre otro médico rural, otro médico de frontera. En el mundo colonial africano podían pasar cosas como ésta: nacías francés en las Islas Mauricio, que habían sido francesas después de ser árabes, holandesas y portuguesas, pero que eran británicas cuando los colonos europeos fueron invitados a abandonar la isla, después de la Primera Guerra. Tu familia se queda sin nada, debe volver como pueda a Europa, pero no es Francia sino Inglaterra la única que les tira un hueso, y ese hueso es una beca del gobierno para estudiar. Nuestro aspirante a médico sabe que sólo cuenta con eso, no puede permitirse fracasar, y no se lo permite. Pero el llamado de la selva reverbera en su sangre. Cuando lo mandan a hacer la residencia en el departamento de enfermedades tropicales del Hospital de Southampton, se anota en cuanto puede de voluntario para ir a la Guyana. Pasa dos años allá. Vuelve de licencia a Francia, conoce a su prima hermana, se enamora de ella, parte a su nuevo destino: Nigeria, la sabana africana. Espera pacientemente la primera licencia para volver y poder casarse con ella y llevársela a Africa con él (el tema de las licencias es decisivo en esta historia: son quince días cada dos años, en el mejor de los casos, y ya hablaremos del peor).
Dije que nuestro médico conoce y se enamora de su futura esposa en quince días, y que en otros quince, dos años después, vuelve a casarse y llevársela con él a Africa. Pasan juntos ocho años felices. Déjenme dar una sola imagen de esos años: nuestro médico está operando, en una precaria sala de auxilios, cuando se levanta una de esas fabulosas tormentas tropicales, el cielo se pone color de tinta, los relámpagos rajan el cielo, uno puede contar los segundos que separan el rayo del trueno, nuestro médico está interviniendo a un paciente cuando un rayo entra por la puerta abierta, corre sin ruido por el piso de cemento, funde las patas metálicas de la mesa de operaciones, quema las suelas de los borceguíes del médico y huye por donde había entrado. El paciente se salva por el hule en donde está acostado, el médico por sus suelas de goma. La que ve entrar y salir el rayo, y se estremece con el trueno unos segundos después, es la esposa. Así se lo cuenta a sus dos hijos pequeños, en Francia, en una buhardilla prestada donde deben apretarse cinco (ella y los niños y los ancianos padres de ella) en la Francia de Pétain durante la guerra. Ella es esposa de un médico militar británico, por ausente que esté él: pueden deportarla, y a los niños también, así que deben mantenerse ocultos, sobrevivir de la caridad ajena y de los recuerdos africanos. El mayor de esos dos niños es Jean-Marie Le Clezio, él es el que cuenta la historia.
Le Clezio conocerá a su padre al llegar a Africa, a los ocho años. Cuando su madre quedó embarazada, ella y el padre decidieron que el niño naciera en Francia. Ella viajó primero. En una licencia de quince días, él viajó a conocer al hijo, que ya tenía meses, dejó nuevamente embarazada a su esposa y partió, con el propósito de volver a llevárselos a los tres en su siguiente licen-
cia. Pero estalló la guerra. El trató de cruzar el desierto y llegar hasta Argel para reunirse con ellos, pero fracasó. No le quedó otro remedio que refugiarse en su oficio en la sabana africana, sin medicamentos, sin material, sin contacto con su mujer y sus hijos, mientras en el mundo la gente se mataba entre sí. Ese es el padre que Le Clezio conoce en Africa: un hombre que fue muy feliz, y luego muy infeliz, y ya nadie sabe lo que siente ahora. Siete años vive con ese extraño Le Clezio, hasta que le llega el momento de viajar a Francia a empezar el Liceo. Su padre ya no pide licencias para ir a verlos. Cuando llega, por fin, es porque ha sido dado de baja de su puesto. Es la tercera vez que pisa Francia en treinta años, pero en este caso no por quince días; ha vuelto porque lo mandaron de vuelta, porque no tiene adónde ir.
Le Clezio va un día a visitarlo. Lo describe así: cocinándose y comiendo en los mismos cacharros de metal esmaltado azul y blanco que usaba en Africa, con el mismo blusón azul que se ponía en cuanto volvía a su casa en Africa, pero usando su instrumental quirúrgico africano para cocinar, el escalpelo para cortar el pollo, la pinza clamp para servirlo. Ese hombre que había sido entrenado ambidiestro como cirujano, para ser capaz de operarse a sí mismo con un espejo si hacía falta, en el territorio que le tocara en suerte, usa ahora su instrumental para trozar y servir el pollo que comerá solitariamente en su departamento de jubilado. Ese hombre que estuvo treinta años atendiendo desde el parto hasta la autopsia a tres generaciones de africanos, ahora, cuando lo internan para hacerle unos análisis, no sólo no dice a nadie en el hospital que es médico, sino que tampoco pide conocer los resultados: ya no se identifica con los facultativos de delantal blanco, sino con los pasivos yacentes en las camas. Ha dejado de ser el que enfrenta la enfermedad, ahora la padece.
Para Le Clezio, Africa era los cuentos de su madre y, después, fue la libertad que tenían él y su hermano corriendo descalzos por la sabana africana mientras su padre estaba fuera de casa, curando gente, la mayor parte del día (la llegada del padre era la llegada de la autoridad, de las prohibiciones, de los castigos, del silencio). Le Clezio sintió que le debía Africa a su madre hasta que vio a su padre vivir como en un campamento africano, en un anónimo monoambiente parisino. Tituló así su libro, El africano, y es un gran título y un hermoso libro: uno oye el clamor de Africa y el de la orfandad en sus páginas. Pero lo que yo vi en ese libro, lo que agradezco haber por fin vislumbrado, como un rayo que baja súbito del cielo, electrifica lo que encuentra a su paso y se esfuma tal como había llegado, es lo que necesitaba saber desde hacía años sobre aquel médico rural inglés que se suicidó en la página final del libro de Berger.
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