› Por Sandra Russo
James Holmes pasaría perfectamente un casting para interpretar a un loco que el día en que estrenan Batman irrumpe a metralleta en el cine de su pueblo y genera una escena esencialmente cinematográfica, en la que los espectadores no saben si los están masacrando o están empezando a disfrutar de efectos especiales.
Como monstruo a ser exhibido, el joven Holmes, con su pelo teñido de colorado, sus rasgos aniñados y su aire entre fastidioso y desconcertado, podría encarnar a un psicópata de última generación, muy lejos de Hannibal Lecter y su máscara de ferocidad criminal. Holmes da la imagen de alguien que podría ser cualquiera que compra compulsivamente CD por Internet, un fetichista posmoderno; pero compraba armas sofisticadas que iba almacenando merced a esa libertad que los norteamericanos, que agitan su Segunda Enmienda como la bandera de su identidad, consideran su derecho civil por excelencia: el derecho de armarse.
La escena de esa masacre tuvo su vértebra en el equívoco de las víctimas. En ese instante en el que el humo y los disparos no fueron inmediatamente decodificados como una amenaza, porque podía ser que fueran parte del espectáculo. Esto es lo que trajo Holmes como novedad, su aporte personal a la larga lista de dementes que en Estados Unidos asesinan masivamente a sus vecinos, o a los niños de una escuela, o a los pacientes de un hospital, o a los estudiantes de una universidad. Ese es su terrorismo de entrecasa, aunque ellos no le llaman así, sino “tiroteo”.
El toque Holmes fue generar una masacre esencialmente cinematográfica. A una escena parecida remiten los orígenes del cine. El 28 de diciembre de 1895, cuando los hermanos Lumière exhibieron su primer corto documental –que incluía entre otras escenas la salida de un grupo de obreros de una fábrica, la demolición de un muro y la llegada de un tren–, los espectadores salieron corriendo escandalosamente de la sala, porque creyeron que el tren iba a atropellarlos.
Sujetos todavía sin entrenamiento cultural para “experimentar lo cinematográfico”, confundieron la ficción del soporte –la proyección– con la realidad inverosímil de que el tren pudiera salirse de la pantalla y aplastarlos. Más de un siglo después, los espectadores de Aurora reaccionaron creyendo exactamente lo contrario: que el humo y los tiros del psicópata Holmes eran parte de la película.
Y de algún modo lo son. Holmes actúa en la película norteamericana. Es una película montada sobre dos conquistas: primero, la del Lejano Oeste, de la que llegan El hombre del Rifle, Reagan, los sheriffs, los “Wanted”, la justicia por mano propia, la ley del más fuerte, la superioridad del blanco, la ética del quáquero. Luego, hacia principios del siglo XX, la conquista de la cultura de masas de Occidente, vehiculizada a través de casi todos los soportes e impuesta en todas las latitudes bajo influencia, colonización o marketing.
Unos días más tarde, en esa película en continuado que dura lo que duran las vidas de los norteamericanos, aparece Christian Bale, el protagonista de El Caballero Oscuro. La leyenda renace. Va de visita con su esposa a Colorado, a llevar flores a la puerta del cine en el que estrenaban su película cuando doce personas fueron asesinadas por Holmes. La ficción y la realidad vuelven a entrecruzarse, porque Bale podrá solidarizarse mucho o poco, pero lo cierto es que en los diarios las noticias sobre la masacre salen acompañando la publicidad a toda página de la película. Ninguna campaña de prensa podrá empatar nunca con semejante espaldarazo.
El loco del pelo teñido de anaranjado ha contribuido no sólo a hacerle publicidad gratis a Batman, sino también a recordarle al presidente Barack Obama que la Asociación Nacional del Rifle es una institución contra la que no se puede estar en contra. No sólo por sus aportes a las campañas de demócratas y republicanos, o precisamente por eso: la NRA late bajo el pulso norteamericano como el corazón que nadie se atrevería a tocar. Hace unos años, Sarah Palin, republicana y miembro del extremista Tea Party, posaba apuntando con su escopeta y enarbolaba un discurso autoarmamentista de una soltura que daba miedo. Palin dejó entrever el goce que las armas provocan en ese gran pliegue norteamericano. Es difícil pensar que el horizonte de semejante goce sea la convivencia pacífica y el respeto de las reglas de reciprocidad. Ese goce está elaborado desde la noción de supremacía, y necesita ser satisfecho regularmente con quien lo justifica: el enemigo externo y los fantasmas interiores.
Esta semana, en campaña, Obama salió al ruedo lamentando la masacre y prometiendo justicia. Sobre la tenencia indiscriminada de armas, sobre ser presidente de un país en el que se venden municiones de guerra en el supermercado o por Internet, en su primera aparición pública, nada. Debió haber vivido su escueta declaración posterior, su tímida propuesta de revisar los términos de la tenencia de armas, como un gran desafío personal. Qué duda cabe que no revisará nada. Tardó más de dos años en poder retocar el sistema de salud pública, pese a que había sido un caballito de batalla de la campaña que lo llevó a la presidencia. Las políticas horizontalizadoras y pacifistas van a parar, en lo norteamericano, al rubro Friends, algo que puede ser defendido por algunos en una etapa de sus vidas, pero después se les pasa.
Los norteamericanos reaccionaron a este último asesinato masivo haciendo colas en las tiendas de las armerías. Es lo primero que se les ocurre, lo único que saben hacer con el miedo. Potenciarlo. Incrustárselo. Desviarlo hacia la venganza, como Batman y como Holmes. Es previsible que a esta masacre le seguirá una nueva, con el loco de turno, porque a eso se dedica una cultura entera: a regenerarse sin salir del abanico de los bajos instintos.
Holmes no es el primer asesino desequilibrado que actúa por identificación con un personaje de ficción. Holmes, por el contrario, es un asesino hecho en serie por una cultura que glorifica el éxito y el individualismo, y que encarna junto con los de su especie, los locos sueltos entre ellos –a los que acaso desborde su propia comunidad– contra los que el resto debe seguir armándose. Holmes y todo su horror es una excusa cultural y política. Se trata de una sociedad que está llena de héroes de las guerras que libra incesantemente para saldar sus propias crisis, y que se entretiene con superhéroes que tienen poderes. Los norteamericanos reales no tienen poderes, así que tienen armas.
Holmes es el vecino del lugar opuesto a la Vicente López de El Eternauta, un barrio unido frente a los invasores, animado por uno más de ellos, sin otro poder más que la solidaridad, y por la idea de que “el único héroe válido es el héroe colectivo”.
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