› Por Sandra Russo
Hace unos meses, desde los medios monopólicos hubo un ataque a la expresión “batalla cultural”. Varios editorialistas salieron a impugnarla a coro, a través de un mecanismo que se aplica en muchos otros casos: tomaron la parte por el todo, agitaron la palabra “batalla” y suprimieron el significado de “cultural” –que es lo que constituye el concepto–: ya a solas con la “batalla”, cualquiera que defendiera los términos de la batalla cultural que atraviesa a este país desde hace nueve años estaba, según interpretaron, “en guerra”. Ellos no, ellos estaban presuntamente en paz.
Esa operación de sentido era afluente de la otra, más amplia, que termina en la frase hecha, la pancarta de cacerolos, el comentario del taxista aripalucheado o la queja del miembro del consorcio: el Gobierno está lleno de Montoneros y la yegua se tiene que ir. Esta vez, sin embargo, la palabra “yegua” no fue de las más usadas. Se escuchó mucho más maldecir, directamente, a “la Presidenta”, aunque fuera para gritarle que se vaya con su esposo –esto es: desearle la muerte–, o para dirigirle odio explícito.
Una primera conclusión en materia de batalla cultural en su acepción más rasa y fundante, que es la que transcurre no en el discurso, sino directamente en el lenguaje, es que a cuatro años de 2008, la palabra Presidenta ha sido institucionalizada, aun en el griterío insultante. Del grito insultante –más visceral cuando sale de bocas femeninas, que para fulminar a otras mujeres hemos sido disciplinadas– se desprende también que la palabra “Presidenta” ha sido cargada con desprecio, y así permanecerá después del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para esos sectores, mientras para los que defienden este modelo de país esa misma palabra adquiere cada día más los atributos de la resistencia o los ovarios, al mismo tiempo que los de la conducción.
Así, en el plano duro del lenguaje, se inscribe un ejemplo, uno fuerte, de lo que implica una batalla cultural. Esa batalla se libra porque de su resultado dependen entre muchas otras cosas las cargas valorativas de las palabras que usamos, con las que nos comunicamos. La palabra “yegua” fue un insulto hasta que miles de mujeres expresaron colectiva y libremente su valoración positiva de ese significado: lo resignificaron y lo neutralizaron como insulto.
No se trata de estar a favor o en contra de una batalla cultural. Es algo que sucede, algo que acontece más allá de una voluntad individual. Hay referentes, hay nombres propios, pero en una sociedad no se despliega una batalla cultural si colectivamente no hay esqueleto para sostenerla. Se puede estar de acuerdo o no, incluyendo todos los matices posibles, con los modelos culturales en pugna, y ya. No hay proyecto de poder en el mundo que se haya implantado sin una lectura general de la historia y un corpus de valores que van tallando lo que una sociedad ve bien o mal. Si hay batalla cultural, en principio, lo que hay son precisamente dos o más maneras de estar en un momento y en un lugar históricos precisos. No hubo esa chance, masivamente, hasta 2003. Más allá de la lectura que se haga del kirchnerismo, al menos esto debería reconocérsele, porque si no quedan sin explicación hasta las cacerolas. Muy diferentes a las de 2001, esta vez salen a resistir ellas también por un modelo de país que, para su impotencia, no es el que vota la mayoría.
Si hasta el 2003 no había batalla cultural, y el statu quo era el inequívoco que se planteaba en las aulas, en las propagandas de detergente y autos cero kilómetro, en los discursos políticos y militares, en las entrevistas televisivas y en los contenidos de los noticieros, era porque no había pugna. La carencia de puja cultural era una de las características del Pensamiento Unico, que por otra parte ha empezado a ser usado metafóricamente por los sectores conservadores como sinónimo de hegemonía.
La hegemonía del Pensamiento Unico, sin embargo, tiene características precisas, ubicación temporal e ideológica, y sostiene un modelo cultural también específico, afín a la idea de supremacía que deviene de la idiosincrasia norteamericana. En los miles de pliegues de poder que se expanden desde el núcleo a la periferia, globalmente y en cada país, la hegemonía del Pensamiento Unico que puso en marcha en los ’60 el Consenso de Washington, se pudo observar –y se observa hoy en los sectores que inexplicablemente tienen saudades de su propia ruina– esa idea de supremacía salpicando numerosas cuestiones: los países grandes tienen supremacía sobre los países chicos, los blancos tienen supremacía sobre los negros, los hombres tienen supremacía sobre las mujeres, los viejos sobre los jóvenes, los trabajadores de servicio sobre los trabajadores manuales, las capitales sobre las provincias, los vecinos del country sobre los del asentamiento, y así sigue la lista de la que sólo puede surgir un tipo de democracia liberal que mantenga al Estado no como árbitro entre sectores fuertes y débiles, sino como garante de la supremacía de los grupos dominantes.
El neoliberalismo se implantó en la Argentina sin librar ninguna batalla cultural. No le fue necesario. Para ahorrar explicaciones, basta regresar a un año: 1989. El año en el que ganó Menem las elecciones, y el año en el que cayó el Muro de Berlín. El menemismo arribó a un mundo plano, en el que no había oponentes. Las izquierdas estaban deshechas o malformadas. La resistencia fue silenciosamente tirada debajo de la alfombra. El reino del individuo hedonista, egoísta, encapsulado, apolítico, fóbico, banal, líquido, se instaló con suma adaptabilidad al individuo que había crecido en dictaduras, y que aceptaba, manso, que todo a su alrededor se incendiara mientras su islote siguiera flotando. Las dictaduras primero y el neoliberalismo en democracia después, borraron durante décadas la idea y el impulso del gesto colectivo y la acción política.
A lo largo de los años que pasamos sin que la batalla cultural cobrara tanto cuerpo como para pulsear por cambios reales, no todos estuvimos papando moscas. Formábamos parte de distintas minorías que nunca se ponían de acuerdo y siempre perdían las elecciones. No había engrudo que aguantara a todos, y la derecha sí sabía alternarse y travestirse, llamándose peronista o radical. Aun así, aun sin una opción política en común, a lo largo de todos esos largos años de saqueo y desfachatez, hubo banderas que compartimos y muchos senderos que recorrimos juntos, dando peleas culturales como la que en su momento expresó Teatro Abierto, la que rodeó al Teatro San Martín, la que llenó de bandas cada barrio, la que nos arrimó al cine de autor, la que nos llevó de viaje por Tilcara o El Bolsón, la que nos enseñó el trabajo voluntario, la que nos reveló a la trova cubana, la que veinte años después nos reveló a Calle 13, la que nos hizo preferir, en fin, como al Serrat que es como un Gardel, ser partidarios de las voces de la calle más que de las del diccionario, de los barrios más que del centro de la ciudad, de los artesanos más que de la factoría, de la razón más que de la fuerza, del instinto más que de la urbanidad, la que nos hizo preferir querer a poder, palpar a pisar, ganar a perder, besar a reñir, bailar a desfilar, volar a correr, hacer a pensar, tomar a pedir. Es de ese lado de la cultura que nos poníamos, porque hemos sido siempre ésos, con nuestras torpezas y nuestros desencuentros, pero ésos. Y nunca esos otros que han preferido y siguen prefiriendo exactamente todo lo contrario.
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