› Por Rodrigo Fresán
UNO Con el deber cumplido y la conciencia tranquila y de regreso de la contramarcha inseparatista del pasado sábado, Rodríguez –a favor del Estatut, en contra de la secesión, inquieto cuando oye al ministro de Educación conjugar el verbo españolizar– descubre con alivio que el milagro ha llegado a su fin. Ya no está. Y es que en los últimos días, cada vez que encendía su McBook Pro, Rodríguez era recibido –¿quién fue el que dijo que “la santidad también es una tentación”?– por un video hagiográfico conmemorando el primer año de muerto inmortal de “Steve”. Sí, ya es el año 1 D. J. y, se entiende, Steve no es otro que Jobs, quien tal vez esté en el cielo o en el infierno. Por las dudas no usar los mapas del nuevo iPod para rastrear su alma porque, ya se sabe, se puede acabar en cualquier otra parte. O en el purgatorio...
DOS ... en vida que habita Rodríguez quien, en la marcha antes mencionada, se ubicó en los márgenes de la plaza Catalunya, junto a los portales de la flamante catedral elevada a la Apple como consumible fruto de la sabiduría y del consumismo. Rodríguez fue solo porque su mujer e hija sufren por estos días una suerte de brote zombi independendista y su fiel hijo y escudero le rogó que lo dejara irse con un amigo a ver Frankenweenie, de Tim Burton, ¿sí, porfis? Rodríguez accedió rápidamente: más vale perro resucitado por niño emprendedor en mano que autonomía o lo que sea en animación suspendida, ¿no?
Ahora, otra vez en casa, Rodríguez busca y encuentra en su Mac eso del Nobel de la Paz a la desunida Unión Europea. Está claro que de un tiempo a esta parte el Nobel de la Paz se otorga más a los sueños por realizar que a los hechos consumados. Lo que facilitaría el que, como Obama, Mariano Rajoy se lo llevase cualquier día de éstos luego de haber dicho aquello –casi como escapado de The Matrix, aquella pesadilla húmeda jobsiana– de “Quien me ha impedido cumplir mi programa electoral ha sido la realidad”. Sí, la realidad como ser orgánico y personalizable. Dimensiones paralelas. Y, en una de ellas, el fantasma de la electricidad de Steve Jobs aullando en los huesos de nuestros rostros mirándose en esas pantallas de luz y sombra.
TRES Luces y sombras en el perfil sobre Jobs que, semanas atrás, la revista Wired dedicó a Steve Jobs. En su portada, el Citizen Jobs aparece con aureola y cuernos y un título que interroga: ¿De verdad quieres ser como Steve Jobs? El largo artículo –firmado por Ben Austen– desmonta el perfil perfecto y se pregunta si toda la saga no será más bien una árida advertencia que una fuente de inspiración. Allí, detalles que ya figuraban en su biografía best-seller, pero ningún contexto que los endulce o los justifique: Jobs –aquel al que tantos encendieron velas y dejaron manzanas mordidas como ofrendas en las puertas de sus templos hace doce meses– como un ser brutal y maleducado y psicótico y patotero y amoral y explotador y maltratador y ladrón de méritos ajenos y poco dedicado a su familia y sin escrúpulo alguno a la hora de desenchufar a competidores o colegas y, aun así, adorado por entrepeneurs como ejemplo a seguir a la hora de triunfar y hasta de ser defendido por empleados que parecen, por momentos, padecer del más masoquista de los síndromes de Estocolmo (digan lo que digan los mapas del iPhone, Estocolmo queda en... en...).
Un tal Verinder Syal da con la definición perfecta: “Jobs era como la dinamita. Abría caminos a la vez que destruía todo a su alrededor”.
Otros –como la homófoba Iglesia Bautista Westboro– ha ido más lejos: Jobs arde en el infierno por haber apoyado los derechos de los gays y por dejar al mando a un homosexual Tim Cook. La noticia fue comunicada desde un iPhone del líder de la congregación, quien se apresuró a aclarar que “el iPhone es creación de Dios y no de Jobs”.
Por su parte, Jobs –quien cuando era joven y estudiante llamó al Papa de entonces haciéndose pasar por Henry Kissinger, otro Nobel de la Paz más bien raro– dijo que “a veces creo en Dios y a veces no. Puede decirse que soy un creyente al 50 por ciento... Quisiera creer en la vida ultraterrena, pero tengo el miedo de que al final haya tan sólo un botón para apagar, un click, se va la luz y tú ya no estás”. Una cosa es segura: algo malo habrá hecho Jobs, porque va a recibir un castigo bíblico: el insufrible Ashton Kutcher lo interpretará en una biopic próxima a verse en cines y a mirarse en iPads.
CUATRO Rodríguez deja de leer sobre Jobs cuando empieza a encontrarlo demasiado parecido a su esposa, salvo en lo que hace a su cuenta bancaria. Su esposa, además, tiene una salud de hierro, de titanio.
Pero aun así imposible –aunque abra las ventanas– sacudirse el olor a encierro de iglesia. En la televisión, se sigue hablando de la “restauración” del Ecce Homo; de la monja roba-niños Sor María; del Vatileaks y El Cuervo (sí, el culpable tenía que ser el mayordomo) y de los cincuenta años del frustrado Concilio Vaticano II (¡Premio Nobel de la Paz para Juan XXIII!); de una lápida vengativa en el cementerio de Camarma de Esteruelas cuya inscripción condena a familiares de la muerta (“Dios hará justicia con los que te hicieron daño”, se lee allí); de si, a partir de lo que se lee en un flamante pedazo de papiro antiguo, Cristo estuvo casado o no dijesen lo que dijesen los más que celosos y misóginos apóstoles (polémica que fascina a Rodríguez porque primero, se dice, habría que certificar la existencia de Jesús y recién después, con ese tema archivado, preguntarse por su estado civil); de la extraña muerte de Amparo Cuevas, la supuesta visionaria de El Escorial y amiga íntima de la Virgen María. A continuación, la secretaria general del PP paseándose por la piazza San Pedro con mantilla y peineta negras. Después, Hugo Chávez celebrando en descapotable con poster de Jesucristo sobre el parabrisas y Henrique Capriles asegurando que “el tiempo de Dios es perfecto y el tiempo de Dios ya llegará”. Mientras tanto el devoto Kaká, del Real Madrid, le ofrece una y otra vez la otra mejilla a su atormentador Mourinho y Falcao, en el Atlético, predica que “rezo antes de los partidos, leo la Biblia y hablo con El. ¿Acaso hay algo imposible para Dios?” Seguramente no. El tema es que –como Jobs– exista o haya existido y Rodríguez se acuerda de esas palabras de Arthur C. Clarke: “Es posible que nuestro papel en este planeta no sea el de adorar a Dios sino el de crearlo”. Después de semejante diluvio sacro –¿es idea de Rodríguez o la crisis parece alentar no sólo a los nacionalismos sino, además, alentar a cierta religiosidad freak?– se anuncia el próximo estreno de Mundo sin fin, miniserie basada en el best-seller medieval-catedralicio de Ken Follett y secuela de su eterno megaventas Los pilares de la tierra. “Ya no tendrás que imaginarlo.”
Y Rodríguez –que siempre leyó para imaginar, que jamás pensó que el imaginar pudiese ser considerado como un esfuerzo innecesario por alguien– apaga la televisión y su Mac. Click y click.
Y abre un libro.
Cualquier libro.
Y –vuelve la luz, felizmente wired pero unplugged, mientras afuera la realidad que todo lo impide muestra los dientes– Rodríguez imagina.
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