Vie 02.11.2012

CONTRATAPA

Sentencia de muerte en 16 versos

› Por Juan Forn

Todo empezó con aquella foto de Stalin mostrando su amor por la lectura, una sesión de rutina con el retratista Nappelbaum que pasó insólitamente todos los filtros y, cuando estuvo colgada en cada aula soviética, desató risas por lo bajo: el Gran Educador necesitaba seguir con el dedo las líneas que leía. El poeta Ossip Mandelstam dio entonces su famoso paso en falso. Compuso un epigrama que recitó en una reunión de amigos, para espanto de Boris Pasternak, que le dijo: “Eso no es un poema. Es un acto suicida, una sentencia de muerte en dieciséis versos. Tú no me has recitado nada y ese poema no existe”. El poema en cuestión era el “Epigrama contra Stalin” (“Tus bigotes de cucaracha, tus dedos como gordos gusanos”) y, aunque el propio Mandelstam reconocería que eran versos facilones comparados con su excelso promedio habitual, no pudo resistir la tentación de recitarlos de nuevo en los días siguientes, hasta que alguien le fue con el cuento a Stalin y, en medio de la noche, se presentaron tres agentes del NKVD en su departamento.

Se tomaron su tiempo para revisarle todos los papeles. Anna Ajmátova estaba ahí, junto a Mandelstam y su esposa Nadezda. Había ido de visita sin avisar y sus anfitriones no tenían nada que ofrecerle. Con unos pocos kopeks en el bolsillo, Mandelstam bajó a conseguir algo y sólo logró agenciarse un huevo duro, que seguía sobre la mesa cuando los agentes del NKVD dieron por terminada su búsqueda cerca del amanecer, sin haber hallado el epigrama (Mandelstam había tenido al menos la prevención de no ponerlo por escrito), y se llevaron el poeta a la Lubianka. Ajmátova puso en su mano aquel huevo duro cuando se despidió de él. Dice la leyenda que lo quebraron sin tortura física (“Usted mismo ha reconocido que es bueno para un poeta experimentar el miedo. Se lo haremos experimentar con plenitud”). Dice la leyenda que fue el propio Mandelstam quien les dio de puño y letra la única transcripción que lograron tener del poema.

En el ínterin, Bujarin había intercedido ante Stalin (“Hay que ser cautelosos con los poetas; la historia está siempre de su lado”) y tiene lugar la famosa llamada telefónica nocturna de Stalin a Pasternak. El Padrecito de los Pueblos le pregunta a quemarropa a Pasternak si Mandelstam muestra o no maestría en el poema en cuestión. Ese no es el punto, dice Pasternak. Cuál es el punto entonces, pregunta Stalin. Estamos hablando de la vida y de la muerte, dice Pasternak. Stalin le contesta con sorna que él hubiera sabido defender mejor a un amigo y cuelga. Pero la sentencia fue “vegetariana”, para los tiempos que corrían: tres años de destierro, primero en Cherdyn y luego en Voronezh. La orden de Stalin había sido: “Aísleselo pero presérveselo”. Nadezda recibió permiso para acompañar a su marido y lo alojaron en un pequeño dispensario rural (un médico, una enfermera) donde el desterrado intentó suicidarse tirándose por la ventana de un segundo piso. Oía voces, creía que Ajmátova había sido arrestada por su testimonio, no lograba recordar qué había confesado, a cuántos había incriminado. Después pasó a creer que aquella caída del segundo piso le había devuelto la cordura (“Me quebré un brazo y recuperé la razón”).

Mandelstam escribió entonces su “Oda a Stalin”. La leyenda se bifurca en este punto: hay quienes creen que lo hizo para congraciarse con el tirano y hay quienes dicen que Stalin se lo ordenó. Joseph Brodsky dice que da igual: lo que importa es el desequilibrio inquietante de esos versos, que los censores no supieron cómo tomar (“Si me despojan del derecho a respirar y a abrir las puertas / Si me tratan como un animal y me dan de comer en el suelo / Yo anudaré diez cabellos en mi voz y en la profunda noche / Susurrará Lenin en medio de la tormenta / Y en la tierra que huye de la putrefacción / Stalin despertará la razón y la vida”). Esa es la función de la poesía, según Brodsky: moverle el piso a quien lee. Eso pasó con los censores, que terminaron pidiendo a la todopoderosa NKVD “una solución al caso Mandelstam”. La solución fue expeditiva: cinco años de condena en Siberia.

No llegaron a ser ni seis meses. Cuenta Varlam Shalamov en los Relatos de Kolymá: “Sus compañeros de barraca ocultaron su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que sepan los futuros biógrafos que el poeta murió dos días antes de su muerte”. En su libro Contra toda esperanza, Nadezda Mandelstam cuenta que a su marido le gustaba repetir en el destierro dos frases que ella detestaba por igual. Una decía: “No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”. La otra era: “La muerte de un artista no es su fin sino su último acto creador”. Más de medio siglo después, cuando aquella hoja redactada en letra temblorosa por Mandelstam fue exhumada de los archivos de la KGB, se descubrió que la memoria colectiva había ido deformando para mejor el epigrama, año a año, a medida que pasaba de boca en boca, para preservarlo del olvido.

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