Pascual Montecalvo es una obra de arte en sí mismo. Un dinosaurio –el último– de una raza extinguida. Ya no hay ni habrá seres capaces de hacer de la realización del diseño de vestuario una joya artesanal, una creación minuciosa en la que cada detalle es el centro, lo primordial. Sencillamente porque no hay “detalles” para un gran artista. Es el último de los grandes sastres. De los que entendieron la belleza como fruto de la severa artesanía, de la sabiduría lenta, laboriosa, la que se amasa a lo largo de toda una existencia, de una vida austera, sin estridencias, como la de Pascual. Los halagos, si vienen, nunca serán lo esencial. Heidegger (que era, pese a sus opciones lamentables en política, un gran filósofo) resumía la vida de Aristóteles con pocas y simples palabras: “Nació, trabajó y murió”. Pascual Montecalvo, con sus vigorosos noventa y un años, está, por suerte, entre no-sotros.
Pascual fue un inmigrante. Alguien que se lanzó al sueño de fare l’America. Pero no fue el primero de la familia que se vino para estas tierras. Lo precedió su padre, Gaetano Montecalvo, que deja en su pueblo de Bovino, Foggia, en la costa del Adriático, a su mujer y a sus hijos. En la Buenos Aires bulliciosa de la década del 20, en que los sectores dominantes festejan la fertilidad fácil del suelo viajando a Europa opulentamente en tanto los Montecalvo se venían aquí en busca de un azaroso trabajo que les permitiera comer, Gaetano llega al Hotel de Inmigrantes. Se le entrega un Manual del Inmigrante en el que lee párrafos severos: “El Hotel no tiene camas ni colchones. Estará aquí no más de cinco días. Cada uno con sus mantas puede construir un buen lecho. No será la primera vez que duerma en el piso”. Y luego: “En la Argentina hay, como en todas partes y como en todas las batallas de la vida, vencedores y vencidos”. El país lo recibía, pero ya le mostraba sus dientes. Pero Gaetano es duro. Le conoce muy bien la cara a la adversidad y sabe cómo pelear contra ella. Trabaja fuerte, duramente, a lo largo de dos años. Vive con lo mínimo, come lo indispensable, hasta que llega el día en que tiene el dinero –que ahorró peso sobre peso– para traer a los suyos. Entre ellos está Pasquale, de sólo cinco años. Y Pasquale recuerda (sin rencor, casi con piadosa ternura por sí mismo, por ese pibe que fue) que lo raparon en el último nivel del barco, a él y a muchos otros. “Si nos rapaban un nivel más abajo tendrían que haberlo hecho en el mar.” Se reencuentra con su padre, el duro Gaetano, que lo reconoce en seguida, pese a que pasaron dos años y Pasquale creció mucho. Le acaricia la cabeza rapada. “¿Qué te hicieron, Pasqualino?” Pasquale se encoge de hombros: “Nada. No importa”.
A los nueve años empieza la escuela primaria. A esa misma edad, Gaetano lo lleva a ver a un amigo sastre. Le pide que lo tome como aprendiz. Desde ahí sigue adelante. Encontró su oficio. Trabaja para distintos “sastres”, el eficiente, el esforzado “ayudante” deslumbra a todos. Recibe su primer pago: treinta pesos. Corre a su casa y lo pone, orgulloso, en manos de su padre. Sí, el pequeño Pascual ya contribuye a la manutención de su familia. Durante esos días, un kilo de pan costaba cinco centavos.
Se entera, un día de tantos, que hay, en el Teatro Colón, un llamado a concurso para ingresar en el taller de sastrería en el escalafón más bajo. Se presenta y lo gana. Ahí tiene como jefe al gran sastre Mancini, cuyo origen es, nada menos, la Scala de Milán. Y a Pascual empieza a sucederle algo maravilloso: no sólo se enamora de ese teatro que le habrá de permitir conocer el que será su oficio el resto de su vida, se enamora del gran arte de la ópera. Este hecho no escapa a la sutil percepción de Mancini. Este dedicado Pascual Montecalvo tiene talento, ama su trabajo y ama la maravilla que lo torna posible: el arte de Donizzeti, Bellini, Rossini, Mascagni, Leoncavallo. Pero sobre todo: Verdi y Puccini. Conoce a los más grandes cantantes. Su ídolo será Beniamino Gigli. Le encargan la confección de una prenda que el gran tenor necesita de modo privado y en la mitad del tiempo requerido. Gigli, que le ha tomado cariño, sabe premiar su trabajo con un generoso pago. Acaso la mayor satisfacción de Pascual haya sido que el gran maestro quedó deslumbrado con su trabajo.
Aquí, ya Pascual se ha casado con Angelita, que será la compañera de toda su vida y la madre de sus dos hijas. Su ascenso en el Colón –previsiblemente– no se detiene. En 1956 es nombrado segundo jefe de sastrería. Y en 1966 asciende a jefe y permanecerá así hasta 1976. Pascual Montecalvo es –durante diez años– el jefe de sastrería del Teatro Colón. Qué lejos quedó el pibe al que raparon en el último nivel de ese barco de inmigrantes. Pero Pascual no lo olvida nunca. Está siempre en su corazón. No niega sus orígenes y sólo conoce una moral: la del trabajo duro. De ahí, sólo de ahí, extrae su genuino orgullo.
Un día, una diseñadora lo convoca para realizar el vestuario de La Patagonia Rebelde. Su admirable tarea provoca sucesivos llamados y así es como films de época y los fantásticos de “espada y brujería” cuentan con su mano maestra. Grandes actores como Lautaro Murúa, Federico Luppi, Pepe Soriano, Luis Brandoni, William Hurt, Robert Duvall, Raúl Juliá o Sean Connery pasaron por su taller y admiraron su realización en tantas películas más en las que participó luego de La Patagonia... Así como en muchas obras de teatro.
Los “artesanos artísticos” no suelen recibir el reconocimiento que merecen porque no son “visibles”. Cualquier inexperto actor de televisión llega a la fama como un rayo. Se lo ve. El gran artesano está detrás con su arte difícil, el que se construye a lo largo de años. Pero no siempre es así. Alguien llevó a la oficina de la legisladora de la ciudad de Buenos Aires, la gran cantante Susana Rinaldi, el proyecto de reconocer a Pascual y el eco fue inmediato. Nada como un artista para reconocer a otro. La Legislatura aprobó el proyecto de ley. Así, Susana y su equipo organizaron un acto por el que nombraron a Pascual Montecalvo Personalidad destacada de la cultura. Fue el 14 de noviembre en el Salón San Martín del Palacio Legislativo. Un hombre sencillo, un artesano imprescindible, un gran maestro, fue reconocido en un mundo en que no se reconoce a muchos, acaso porque ya no hay muchos a quienes reconocer. A usted sí, Pascual. Salud, lo queremos.
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