› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Los perros ladran en la calle y después de otra huelga (huelga que, más allá de las nunca del todo verificables cifras de participación y del variable calibre de las patadas y porrazos repartidos, vino y vio y se fue con la renovada previsibilidad e inocurrencia del Día de la Marmota), Rodríguez descubre que tiene nuevos “deberes” de parte de Rajoy y los suyos. Sí, interrogado el pasado 14 de noviembre, en el Congreso, acerca de cómo iban las protestas y el paro ahí fuera, Rajoy volvió a huir de micrófonos con un “Al ministro de Economía... Al ministro de Economía... buehejejejé”. Pero aunque el presidente se escabulla, los deberes que pone permanecen. Ahora, toca el Real Decreto para frenar desahucios impulsado de urgencia por morosos que comenzaron a colgarse de los techos y arrojarse desde los balcones. Ahora hay que desentrañar qué significa eso de “casos extremos”. Ahora, como es costumbre, la supuesta buena nueva desborda de cláusulas y letras pequeñas que exigen de una concentración deductiva holmesiana para saber si uno ha sido “beneficiado”. Si se está dentro o fuera de algo que, finalmente, no es más que una prórroga –una amenaza en coma, pero no en punto final o aparte– a despertar de aquí a dos años. Y todo vuelve y en la Cumbre Iberoamericana, en Cádiz, una vez más se pone en escena y en evidencia la necesidad para España de revisitar lo de “hacer la América”. Porque parece que a España –acaba de saberse que muy posiblemente el país pierda 20.000 millones de euros en los nuevos presupuestos continentales– Europa sólo quiere deshacerla y vender las partes como piezas sueltas para rearmar. Ya se dijo: lo barato...
DOS ... sale caro. Y qué caros que se han puesto los Lego, piensa Rodríguez mientras contempla a su hijo erigiendo estaciones de policía y casas embrujadas y naves jedi. Y Rodríguez no está del todo seguro de que esta nueva generación de Lego tan figurativa y referencial –nutriendo sus modelos con dosis de Star Wars, Piratas del Caribe, Bob Esponja– sean mejores que los de su infancia: cuando todo era puro ladrillo cuadrado y rectangular y, como mucho, alguna pequeña curva. Pero Rodríguez recuerda haber leído que la empresa –fundada por un humilde carpintero danés– estaba en problemas. Hasta que a un joven ejecutivo se le ocurrió esto de romper barreras y legolizar el universo todo. En cualquier caso, el hijo de Rodríguez parece rumbear vocacionalmente hacia las tierras de la arquitectura y –mientras van a exposiciones como Torres y rascacielos: De Babel a Dubai, o aquella otra de los grabados de prisiones alucinadas por Piranesi, o regresan a la por siempre (continuará...) Sagrada Familia– el padre se pregunta si no deberá sacudir a bofetadas semejante virus vocacional. Porque está claro que construir es mala palabra. Y que pasarán una o dos décadas hasta que las palabras “burbuja” e “inmobiliaria” vuelvan a remitir al jabón o a un negocio próspero. Pero Rodríguez prefiere esperar un poco. No frustrarlo. En cualquier caso, nada de lo que se le ocurra ser a su hijo tiene, aquí y ahora, salida o entradas. Así que, mejor, que siga soñando castillos en el aire. Así, padre e hijo analizan un artículo en la revista Scientific Reports sobre cómo construir el castillo de arena perfecto (99 por ciento de arena y uno por ciento de agua). O discuten la reciente revelación de que aquella célebre foto tomada durante la otra Gran Depresión, en 1932 (año de la fundación de Lego y, sí, ya alguien la recreó con coloridos ladrillitos de plástico), en la que se puede ver a once obreros sentados busterkeatonianamente en una viga sobre las alturas de Manhattan que no fue tomada en el Empire State (era el de la RCA en el complejo del Rockefeller Center), ni estaba detrás de la cámara el especialista en postales constructivas Lewis Hine (no se conoce el nombre de su autor), ni los trabajadores colgaban sobre un abismo sino apenas a un par de metros de un piso ya terminado. Pero no importa. Mejor eso que enterarse de la agonía de Villacañas (pueblo en el que se hacía el 72 por ciento de las puertas a abrir y cerrar en toda España). O describirle las vistas casi marcianas que, de tanto en tanto, desde un tren o desde un auto, Rodríguez contempla con asombro y pena. Ciudades satélite y “conjuntos de ocio” y campos de golf y barrios y resorts vacacionales inconclusos y abandonados, como si se tratara de sets perfectos para La vida sin nosotros (serie documental apocalíptica favorita del hijo de Rodríguez) mostrando lo que pudo haber sido, pero no tenía razón alguna de ser y, por lo tanto, ya nunca será. Pronto, todo eso lucirá más o menos igual que la recientemente descubierta primera ciudad de Europa en Bulgaria, fundada entre el 4700 y el 4200 a. C., 350 habitantes. Varias casas de dos pisos que aún hoy lucen mucho más sólidas que las que conforman algo llamado Dominion Heights, a medio empezar y medio terminar, en los páramos de Estepona, Málaga, cuyo destino cierto será el de funcionar como enigma para futuros y acaso extraterrestres arqueólogos preguntándose por qué se construían casas inconclusas en las que nunca se llegaba a vivir.
TRES El crítico de arquitectura de The New York Times y premio Pulitzer Paul Golderberg advirtió recientemente que cada vez se edifica de más y peor a la sombra distractiva de la vertiginosa “arquitectura espectáculo” de las grandes firmas. Mientras su pequeño cada vez más grande pone a punto y modifica a su gusto y añade recámaras en el cada vez más expansivo laboratorio de Frankenstein de la serie Lego Monster Fighters, Rodríguez saca cuenta con Donald Fagen y su flamante Sunken Condos de música de fondo. En su adolescencia, a Rodríguez no le gustaba mucho Steely Dan y prefería a ese hermano tonto y gracioso: Supertramp. Pero la música de Fagen es un gusto adquirido, algo que demora en paladearse como se debe y ahora disfruta de todas esas canciones cáusticas, tan parecidas unas a otras –pero con tan sutiles y decisivas diferencias– cantándole siempre a la erosión en la arquitectura del cuerpo propio y al cada vez más cercano derrumbe y demolición de todos esos sueños que figuraban en los planos, pero que no pudieron alzarse por problemas de material y presupuesto.
Y –click, click, click, chasquean los Lego en las manos de su hijo– es que al final, todos somos casos extremos, se dice Rodríguez.
CUATRO Pozos, raíces, piedras fundamentales, volver a lo del principio. A gente que sale eyectada de sus casas por no poder pagar las hipotecas, a ambientes enfermos y desahuciados, a atmósferas descontroladas. España como una zona de desastre o como uno de esos edificios recubiertos de andamios que se intenta restaurar contrarreloj. Y alguien, en la Cumbre de Cádiz, habla de dar facilidades a jóvenes emigrantes españoles y alguien recuerda las dificultades que hasta hace pocos años se impusieron a jóvenes inmigrantes latinoamericanos. Y Rodríguez se acuerda de J. G. Ballard, aquel que escribió cuentos en los que cada vez más personas viven en menos espacio y que abre su Rascacielos con las siguientes palabras: “Tiempo después, mientras estaba sentado en su balcón comiéndose al perro...”
Pues eso.
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