Mar 27.11.2012

CONTRATAPA

Homo Menguante

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO De golpe, entrando al cine, Rodríguez se acuerda de otra película. En el blanco y negro televisivo de la infancia. The Incredible Shrinking Man, dirigida por Jack Arnold en 1957 y basada en la novela de 1956 –de igual título, pero sin el Incredible– de Richard Matheson. Rodríguez buscará y encontrará toda esta data de regreso en casa, en la Wikipedia, pero ahora la fila avanza, es nada más que el puro recuerdo de ese pobre hombre llamado Scott Carey: expuesto a una extraña niebla radiactiva y, a partir de entonces, condenado a menguar y menguar y menguar. Y, sí, su esposa como una giganta, la noviecita liliputiense, la casa de muñecas, el sótano como universo en constante expansión, el gato amenazador, la araña malvada y, al final, en el momento de la desaparición total, el consuelo epifánico y místico de pasar a una nueva dimensión donde, tal vez, todo sea mejor.

Tal vez.

DOS Hoy, aquella película clase B está considerada tesoro nacional y radiografía metafórica del terror privado del Homo Americansis, quien por entonces comenzaba a sentir que los tiempos estaban cambiando, que sus hijos lo miraban con desprecio proto-acuariano, y que su masculinidad era puesta en duda por la guerra de los sexos. Y Rodríguez comprende lo que siente Carey. Su propia esposa es cada vez más inmensa –como una gata, como una tarántula– y Rajoy no deja de reducir sus beneficios y aumentar sus “deberes”. A su alrededor –excepción hecha de este último año cumplido desde que Rajoy ganó las elecciones, que se siente en los huesos y en el cerebro y el corazón como una década– todo mengua: la cantidad de euros destinados a España en los próximos presupuestos europeos; la configuración del pesebre (el eximio teólogo Benedicto XVI se ha cargado a las únicas dos figuras del retablo/tinglado cuya veracidad histórica es indiscutible –la mula y el buey– e insiste sin ofrecer pruebas en la inmaculada concepción y la incuestionable virginidad de María); el dinero destinado a salud, educación y cultura; el más o menos millón de personas que se manifestó el pasado 14 de noviembre en contra de las políticas del Partido Popular, degradado a apenas 35 mil según la delegación de gobierno; menos feriados puente en el calendario de 2013; el bajón vertiginoso del consumo en las tiendas de barrio y en las grandes superficies (un tercio menos de ventas desde 2006); el encogimiento de la supuesta mayoría absoluta del secesionista catalán Artur Mas; y lo más grave de todo: la caída de la tasa de natalidad en el continente en general y en España en particular.

La partida en masa de fértiles inmigrantes y la búsqueda de mejores tierras de jóvenes locales (sumado a la cantidad decreciente de mujeres en edad fértil y a la aceleración de la lentitud de los espermatozoides) es tema casi semanal en las secciones de Sociedad de los periódicos. Más recortes y ya es un hecho: la población descenderá este año por primera vez desde 1971. Noticia no de último momento, aunque de constante proyección hacia un futuro menguante pero tristemente creíble. A saber: en 2052, éste será un país medio despoblado y con una décima parte menos de españoles. Para 2022 ya habrá un millón menos que ahora. A partir de 2018, se venderán más ataúdes que cunas. Más adelante, uno de cada cuatro habitantes tendrá más de 65 años, con esperanza de vida de alcanzar los 86 años (hombre) y los 90 (mujeres). Unos y otras rodeados por “islas de desempleados jóvenes” en un océano de 10 personas activas por cada seis inactivas, haciendo de las jubilaciones un lujo al alcance de pocos. Para 2051, la proporción será de un ocupado por cada desocupado. Hagan cuentas, no dan los números. Sólo queda rezar porque la Roja gane el Mundial de Brasil de 2014 y, esa noche, se produzca otro frenesí horizontal reproductivo. O algo así. Antes, seguro, Rajoy no dudará en hacer un llamamiento para que se hagan los deberes todas las noches. De ser posible, para ahorrar energía, con la luz apagada.

TRES Mientras tanto y hasta entonces se murió Miliki (82), se murió J.R. (81), se murió Tony Leblanc (90) y se murió uno de esos dos ancianos campestres de Valdepeñas que, días atrás y por unos días, alcanzaron la fama YouTube parloteando sobre economía. Uno de ellos –el muerto, Moisés Ciriano (85), tal vez indignado por el comunicado del ERE vaticano y el despido de bovino y équido– no paraba de repetir, ya en 2007, que “esto va a acabar mal”.

Y “no quedará nadie” es la frase/enganche en el poster de la película que Rodríguez entra a ver. Se titula Fin, está dirigida por Jorge Torregrossa, está basada en la novela de David Monteagudo –escritor tardío, operario de una fábrica de cajas, best-seller inesperado– y llega con aspiraciones de suceder a la tsunámica Lo imposible en lo más alto del ranking de recaudaciones. Como la anterior, Fin está tan correcta como impersonalmente hecha. Cine “técnicamente impecable” y de “hábil artesano” y poco más, apuntándose a la tendencia apocalíptica y catastrofista que parece haber suplantado a la de “una de la Guerra Civil” de los apenas viejos buenos tiempos, cuando España iba bien y todo el mal quedaba en el pasado y el futuro lucía brillante. Ya no. Así que olas gigantes y fenómenos inexplicables y gente corriendo y gritando entre las ruinas. Y Fin no es nada de lo mucho que pretende ser. No es ni un buen episodio alargado de la serie The Twilight Zone (para el que Richard Matheson aportó varias de sus mejores tramas), no es un remedo del Peter Weir temprano de The Last Wave o Picnic at Hanging Rock, y no consigue posicionarse como modelo imitación de M. Night Shyamalan porque se queda corta a la hora de una sorpresa final que no llega. Tampoco es la fantástica y reciente Take Shelter, escrita y dirigida por Jeff Nichols.

Fin no es –como sí cumplía desde su afiche The Incredible Shrinking Man, “Casi más allá de la imaginación... ¡Una extraña aventura hacia lo desconocido!”– sino otra más de gente que no sabe qué pasa y a dónde va y dónde va a terminar todo. Scott Carey tampoco lo sabía, de acuerdo, pero sí lo supo en el último segundo de su microexistencia en nuestro plano de la realidad, accediendo a la sabiduría final de un “si la naturaleza existió en infinitos niveles, también podrá existir la inteligencia”. En cambio, los perdidos y lost y uno a uno menguantes héroes españoles de Fin (también víctimas de un desperfecto nuclear de efecto más bien caprichoso; afecta a aviones en vuelo, pero no contamina a casas cercanas) no se enteran de nada y se volatilizan (sin dejar cadáveres bien parecidos de casi últimos jóvenes) y adjudican todo a rencillas de una adolescencia en la que, sí, hicieron muy mal los deberes.

Y, de acuerdo, Maribel Verdú fue uno de los símbolos sexuales de la juventud de Rodríguez y lo sigue siendo. Pero ahí, en la pantalla, le parece una tonta sin la menor idea de qué hacer o dónde ir. “¡No quedará nadie!” y “¡Esto va a acabar mal!”, le grita Rodríguez –menguado y nada increíble– a esa bella gigante, en la pantalla, en la luz de la oscuridad.

Y, entre varios, lo sacan de la sala a empujones.

Afuera, al otro lado, todo sigue igual, todo sigue mal, todo sigue extraño y desconocido y sin imaginación ni inteligencia.

Fin.

(Continuará...)

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