CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Y finalmente el día llegó. Debo reconocer –y después callaré para siempre e incluso desmentiré esta confesión, si cabe– que durante las últimas semanas estuve mucho más atento y preocupado por el destino final de Riquelme que por el de la ley de medios o el predio de la Rural. Y eso que estoy ahí, involucrado ideológica y afectivamente al mango con esas cuestiones. Pero seamos cursis –es decir, verdaderos– y citemos sin asco ni pudor: “La única verdad es la realidad” que, además, “nunca es triste” y “lo que no tiene es remedio”. Ya está. Ya está el silogismo barato y polivalente: sirve para describir y calificar tanto la irreparable pérdida futbolera, como la propia y siempre sospechable inmadurez. O la intersección de ambas cosas, para ser más precisos. Pero es lo que hay.
Ya en términos absolutamente confidenciales, debo admitir también que no me siento con la energía y la lucidez adecuadas para poder explicar lo que dispara en mí esta circunstancia. He escrito reiterada, excesivamente sobre el caso Riquelme, y no creo poder hacerlo ahora mejor. Ya no. Sólo apuntar detalles, recordar conceptos. Porque creo que Román no es sólo él (el tipo particular, adjetivado como se quiera) sino lo que significa. Es una Idea la que se retira, se corre del medio y de los medios, acaso un poco machucada, pero sin renunciar ni deformarse. Y de algún modo, esa Idea –más allá de contradicciones, soberbias y neurosis del sujeto que la encarna– permanece intacta. Yo, como muchos, creo en esa Idea y le creo a Román.
Parece excesivo y probablemente lo sea. Pero es que en Riquelme (y no sólo en él, claro) hay una manera de encarar la competencia y un concepto con respecto al juego y su entorno que rescata valores y prácticas –hoy en retroceso o franco desuso– que trascienden largamente lo futbolero. Y no ha sido casual que mantuviese siempre, más allá de las diferencias personales, una actitud solidaria con sus ocasionales compañeros y una autonomía crítica respecto del poder (de la barra a los dirigentes) y sobre todo de los medios más o menos carroñeros: Román nunca regaló nada y –como en la cancha y con los cortos– siempre dijo la verdad. La suya, bah. Es lo que quiso subrayar al final. Y en eso se parece al Loco Bielsa, otro entero, con el que probablemente no hubiera jugado ni diez minutos... Es que por jugadores y hombres como él/ellos es que nos gusta este juego. Porque ya explicamos muchas veces que no es sólo de fútbol de lo que hablamos cuando hablamos de fútbol.
Por todo lo anterior me siento autorizado –o casi obligado, mejor– a pedir(me) auxilio, a reproducir un texto que quiero mucho, que habla mejor de estas cosas de lo que hoy puedo. Habría que fecharlo bien, pero es de hace unos años, de las vísperas de su partida a Europa. Se tituló y se titula Lo pisado, pasado, y creo que viene al caso. Sin tocarle una coma:
“En el segundo piso de su decaído castillo, hacia marzo de 1571, Miguel de Montaigne inventó el ensayo”, dice Bioy. Si es por fechar, aquel alarde más o menos arbitrario que inaugura el prólogo a Ensayistas ingleses de Ediciones Jackson, una brillantísima antología de 1946, autorizaría de algún modo lo que sigue: “Hacia la media tarde de un domingo de otoño de 1996, Juan Román Riquelme pisó por vez primera la cancha de Boca”. Es también un acontecimiento. Porque esa pisada documental de Riquelme tiene por lo menos un doble sentido en términos de sello, de registro de propiedad y de identidad. Huella y marca. Fijó una huella sobre el césped y una marca sobre la pelota.
La huella –de Hillary a Armstrong– es una señal de presencia inaugural: aunque el joven Riquelme no descubrió la Bombonera, sí la cancha lo descubrió a él. La huella establece una relación entre el pisador y el ámbito hollado que tiene algo de desvirgue recíproco: ni el lugar ni el pisador serán de ahí en más los mismos. Se conocieron y el efecto es irreversible. El espacio pierde algo con la ausencia de quien no ha pasado, simplemente, por él, sino que lo ha pisado. Y el pisador nunca será el mismo pisando en otra parte porque los tapones no tapan, fijan. El plus de sentido es recíproco.
Pero el joven Riquelme que holló la Bombonera y se desplazó con elegancia y sabiduría por el sector derecho del mediocampo, según lo dispuesto por el facultativo Bilardo aquella tarde de otoño del ’96 ante sus rivales de Unión de Santa Fe, no sólo pisó el campo; pisó la pelota. Y dejó una marca. Registró una marca. Los documentos tienen dos formas de registro de identidad y pertenencia: la huella y la firma. Cuando Riquelme pisó aquella tarde la pelota por primera vez, la firmó. Y el vínculo que establece el pisador firmante con la pisada pelota firmada también lo determina recíprocamente. Los términos de ese vínculo son evidentes: obediencia –casi lealtad, si cabe– a cambio de protección y buen trato. Y ese pacto entre la pelota y el pisador es para siempre. Más allá de las conyugales connotaciones de posesión avícola que implica la pisada, es evidente que se aman. Basta verlos juntos.
Entre los que aman a la pelota, es decir, entre los que no la maltratan sino que juegan con ella, le dedican tiempo y atención prioritaria –no importa cómo les llegue, pero sí que se vaya contenta– poniendo énfasis en su ulterior destino cierto, hay dos maneras de quererla: que ella vaya arriba, que ella vaya abajo. Y sus múltiples variantes, claro. Gruesa, acaso injustamente, Diego es de los malabaristas creativos; Román, de los clásicos contenedores. Lo que va del empeine a la suela. Lo de Diego es el placer de salir, sacarse; lo de Román, la plenitud de estar, quedarse. Las apoteosis del vértigo y el Zen.
Riquelme –saludablemente– atrasa. Riquelme (se) entretiene con la pelota, con la vida en general y resulta un mal entretenido, como decían de los gauchos que usaban su tiempo y su aptitud sin mirar a los costados los usos, costumbres y necesidades de sus utilitarios (potenciales) patrones. Por eso Riquelme atrasa. Porque no sólo pisa el césped y pisa la pelota sino que pone todo –la vida, los negocios, los afectos– bajo la suela. Y los protege con el cuerpo.
En algún momento más o menos cercano, Riquelme pisará la pelota y/en la Bombonera por última vez. Se irá dejando huella y marca. Las pasiones son fáciles de fechar por el arranque, como los aparatosos volcanes, que una vez puntual e inolvidable entran en erupción. Los amores son más fáciles de fechar en el final, el dibujo es más claro cuando se acaban o interrumpen: en eso son más, como los ríos. Por eso los poemas de amor son siempre tristes; nadie escribe mientras es feliz, está muy ocupado en serlo. El poema de Riquelme y la pelota, la Bombonera bien pisada contará el agujero que quedó, la memoria de la felicidad que fue. Como diría César Vallejo: “El día más triste de mi vida no ha llegado todavía”.
Bueno, ahora ese día ya llegó, con la certeza del Cholo. Que los detalles del desenlace no entorpezcan los cariños. Fue tan bueno mientras duró... Claro que por ahora vale la sensación que tan bien describió Miguel Hernández, esa de “arrancarse de cuajo el corazón/y ponerlo debajo de un zapato”. Pisarlo.
Como Román, precisamente.
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