› Por Juan Forn
Natalia Ginzburg se creía una inútil. Los nazis acababan de matarle al marido antes de abandonar Roma, tenía tres hijos que alimentar no sabía cómo, rodaba de casa en casa de parientes y almas caritativas, creyó que era por pura lástima cuando los dos mejores amigos de su marido muerto le ofrecieron trabajo en la editorial que él les había hecho inventar antes de la guerra, porque lo único que había querido en vida (además de combatir al fascismo) era que en Italia se pudiera algún día leer a sus amados rusos traducidos como dios manda. Así se había enamorado Natalia de su marido Leone Ginzburg, cuando lo vio junto a aquellos dos amigos sentados alrededor de una estufa en una infame habitación de hotel en Turín, inventando la mejor editorial de todos los tiempos. La historia es conocida: en 1934, tres amigos se sofocaban en la Italia fascista, dos de ellos sabían escuchar incluso cuando estaban ensimismados en sus insaciables lecturas, uno adoraba la literatura rusa y el otro la literatura yanqui, el tercero rebasaba de energía y no tenía un gramo de paciencia, así que convenció a los otros dos de que se pusieran a traducir la mejor literatura rusa y la mejor literatura yanqui y él se encargaría de publicar esos libros y cambiarle la cabeza a Italia. Era un plan hermoso, a pesar de Mussolini. Empezaron con Moby Dick y Los hermanos Karamazov, iban a seguir con Tolstoi y Chejov y Hemingway y Faulkner, pero vino la guerra. El mandón, que se llamaba Giulio Einaudi y le había puesto su apellido a la editorial, debió escapar a Suiza. Leone se ocultó en las montañas de Abruzzo con Natalia y sus hijos. El tercer amigo, que era Cesare Pavese, fue el encargado de mantener la editorial en marcha (tan luego él, que había escrito, en su poema más famoso: “Trabajar cansa”) y ofrecerle aquel trabajo a Natalia, cuando logró ubicarla en el jubiloso caos que siguió a la retirada de los nazis. Pero ella creyó que se lo ofrecían de lástima, porque se creía una inútil, una perezosa sin remedio con el corazón roto y tres hijos que criar.
Trató de hacerse invisible en un escritorio del fondo, iba a trabajar cada mañana como iba por la tarde a la consulta de un viejo psicoanalista austríaco al que la habían mandado para que no se derrumbara. Por pavor a la pereza trabajaba con furia, incluso pidió una llave para poder ir los domingos a la oficina, pero se seguía creyendo una inútil. Hasta esas cositas que escribía a la noche, después de acostar a sus hijos, le parecían insignificantes, aunque las seguía escribiendo igual. Años después, en un librito monumental llamado Las pequeñas virtudes, confesó: “A veces pienso que no he sido desgraciada en mi vida, que soy injusta cuando acuso al destino de haber tenido tan escasa benevolencia conmigo, porque me ha dado mi oficio. No podría imaginar mi vida sin él. Ha estado siempre ahí, no me ha dejado nunca, cuando lo creía dormido su mirada vigilante estaba puesta en mí. Nunca fue un consuelo, una distracción, una compañía. Es un amo. Hay que tragar saliva y lágrimas, apretar los dientes y servirlo, cuando él nos lo pide. Entonces nos ayuda a mantenernos en pie, a vencer la locura, la desesperación y la fiebre. Pero debe ser él quien manda, debemos saber que se negará a prestarnos atención si se la pedimos. Sé muy bien que soy una escritora pequeña. Si me pregunto ¿escritora pequeña como quién?, me entristece pensar en otros nombres, así que prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña que sea, aunque como escritora sea una pulga o un mosquito”.
En aquellos primeros años de posguerra en que se sentía la más inútil en las oficinas de Einaudi, estaba haciendo una de las mejores traducciones que existen de los dos primeros tomos de En busca del tiempo perdido de Proust. Cuando Pavese se suicidó poco después, fue la única que supo hacer ver silenciosamente a los demás cómo debía sobrellevarse esa pérdida irreparable. Incluso cuando le dijo a Primo Levi que no era momento aún de publicar Si esto es un hombre (en 1946, a un año y meses de la muerte de su marido judío a manos de los nazis), resultó tener razón, de una amarga pero visionaria manera (Levi lo publicó en otra editorial, el libro pasó inadvertido, Einaudi lo rescató en los años ’50 y lo leyó el mundo entero). Pero seguía creyéndose una inútil. Pensaba que no servía ni como paciente de aquel viejo junguiano (aunque con los años, mucho después de haber dejado esa terapia, descubrió que en los momentos difíciles se hablaba a sí misma en su cabeza con suave acento austríaco). Se creía sorda a la música, también a la política, al valor del dinero, a la realidad: siempre trataba de prestar atención, pero siempre terminaba perdiéndose en sí misma, en sus ensoñaciones. Sólo entendía el pasado: sólo entendía lo que rememoraba, lo que había vivido, lo que había perdido.
En un opaco departamento del opaco Londres de los años ’50, adonde había ido a acompañar a su segundo marido (un buen hombre que la ayudó a criar a sus hijos), una vez más sin saber qué hacer, una vez más sintiéndose una inútil, agarró una lapicera y escribió casi de corrido Las pequeñas virtudes y Léxico familiar, dos libritos que son casi uno solo, dos libritos engañosamente insignificantes. Toda la Italia de preguerra y de posguerra está ahí, en pequeñas viñetas de vida fulgurante, contadas por la inútil de la casa, la menor de cinco hermanos que no mandaron al colegio para que no se contagiara enfermedades, que se convierte en la recién casada que se electrifica sin entender del todo cuando oye a su marido y a Pavese inventar el futuro al lado de una estufa, la madre torpe devenida viuda de guerra que quiere hacerse invisible en las oficinas de Einaudi, la mujer de mediana edad que contempla todo eso desde una anónima ventana nocturna londinense, lapicera en mano, y escribe: “En cuanto vemos nuestros sueños rotos, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros, porque nunca fueron parte de la realidad, pero eran parte de nosotros”. La que escribe: “Sólo detesto las cosas oscuras cuando siento que detrás de su oscuridad no hay nada, porque cuando la desesperación humana se nos ofrece de verdad, no sentimos náusea o extenuación sino que nos sentimos transportados a lo más alto de una ola, el horror y el esplendor aparecen acoplados y unidos, y un acoplamiento semejante genera acoplamientos infinitos, infinitas mezclas y similitudes”.
Nada le sorprendió más que descubrir, con los años, que sus libros, sus libritos, eran útiles, en el sentido más profundo de la palabra, para miles y miles de personas. No lo digo yo: lo dijeron desde Pasolini a Italo Calvino, pasando por Fellini y Sciascia y todas las paradas intermedias. Pero ella nunca se lo creyó del todo, siguió escribiendo hasta su muerte con la esperanza de aclarar el malentendido, no se dio cuenta de que lo había explicado inmejorablemente, cuando en aquella ratonera de Londres en los años ’50 escribió: “Conocemos bien nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor”.
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