CONTRATAPA
“¿Quién te creías que iba a entregar la copa?”
› Por Susana Viau
Mi hijo mayor cumplía dos años el 26 de junio de 1978, el primero de los diez que él y su hermana celebrarían en Madrid. El 26 de junio de 1978 caía en lunes y el lunes, cualquiera sabe, es un mal día para una fiesta infantil. Así que lo adelantamos al domingo, un caluroso domingo de verano. A los que llegaron para quedarse y cuidar de sus críos, todos muy pequeños, se les previno con anticipación: de ningún modo encenderíamos el televisor para ver la final del mundial. Los hombres no protestaron pero bajaron en masa a buscar una pantalla color. Sólo un periodista amigo, el Chino Martínez Zemborain, estuvo de acuerdo con la medida de resistencia doméstica. Cuando los apóstatas regresaron del baño de deporpatriotismo, ni siquiera preguntamos el resultado. Para nosotros y para el Chino, ese del ‘78 iba a ser el mundial que no existió.
La idea del boicot al torneo había unificado al exilio pero acabaría agrietándolo. Se trataba de impedir que el fútbol, una pasión de dentro y de fuera, le diera a la dictadura la atmósfera de normalidad con la que buscaba diferenciarse de lo que ocurría al otro lado de la cordillera. La bestialidad ampulosa de Pinochet saturaba las cuotas de solidaridad europea y los centímetros de la prensa; el salvajismo sibilino del Proceso de Reorganización Nacional era de difícil comprensión. No había bombardeos a la casa de gobierno, el Allende de la metralleta tenía una dignidad de la que carecía por completo Isabel Perón, no había noticias de fusilamientos en los estadios ni montañas de cadáveres en las banquinas. ¿De dónde, entonces, esos relatos truculentos de niños desaparecidos, de decenas de miles asesinados bajo tormento o arrojados vivos al mar? “No me cuentes más películas” parecía leerse en esos rostros del primer mundo que escuchaban con educada gentileza. Pero tantas veces fue el cántaro al agua que, al final, las historias que parecían inverosímiles se transformaron en realidad. La campaña de oposición al Mundial ya no era un imposible. Fue justo entonces que Montoneros pegó la vuelta de campana, por aquello de que una alegría no se le niega a nadie y menos al pueblo. A hombros de la teoría del inocuo ratito de felicidad, al exilio le nacía la patria mundialista. Y el campeonato, como es de dominio público, se hizo.
En los bares de Madrid, los españoles, que habían sido eliminados en la primera ronda, por rivalidad con una Europa de la que no se sentían parte y a falta de alternativa propia, hinchaban por el team anfitrión y se abismaban ante el espectáculo de los parroquianos argentinos, enfrentados en dos facciones irreconciliables: la que se abrazaba con los goles del equipo de Menotti y la que, al contrario, se abrazaba cuando los pelotazos iban a parar al fondo de la red del equipo de Menotti.
Ese domingo 25, los Montoneros llamaron a acompañar el triunfo desde la Cibeles. La respuesta fue débil, por obra de la sensatez o, quizás, de los recuerdos que neutralizaron a tiempo el entusiasmo futbolero. Nosotros pusimos un poco de orden en el departamento que los niñitos habían convertido en tierra arrasada y, después de asegurarnos que el partido había terminado, volvimos a encender el televisor. Anochecía, pese al sol todavía alto. El telediario mostraba los festejos, la muchedumbre en las calles de Buenos Aires, los patrulleros rodeados de gente eufórica. Una sensación desagradable impregnó el quinto piso de ese edificio modesto, ubicado en una modesta ciudad dormitorio. Era una mezcla de dolor y de furia, el mismo sabor amargo que reaparecería años más tarde, el 2 de abril, con las imágenes de la Plaza de Mayo arrobada ante el balcón donde se pavoneaba un general borracho. Estábamos, de verdad, muy lejos.
Al día siguiente, los uruguayos de un edificio vecino tomaban mate en la vereda y hablaban del partido. Comentaban que lo habían visto junto a un muchacho argentino, un montonero que se desgañitó gritando por la selección a lo largo de los 90 minutos y llegó al éxtasis con la pitada final. Pero, contaron con un dejo de ironía, habían tenido que frenarlo para que no les rompiera el televisor a patadas cuando registró el gesto de satisfacción dibujado en la cara de Videla. “¡Hijo de puta! “¡Hijo delas remil putas”, chillaba en un virtual ataque de locura. El uruguayo dueño de casa le puso un cable a tierra: “Tranquilizate, botija. No te pongás así, hermano –le dijo– ¿Quién te creías que iba a entregar la copa? ¿Firmenich?”