› Por Roberto “Tito” Cossa
Hace ya más de cinco años que no tomo un colectivo. La última vez, una tarde veraniega, me subí a uno de la línea 60, camino a Belgrano. Todos los asientos estaban ocupados y los pasillos libres. Avancé unos pasos. Un pibe de unos 15 o 16 años se puso de pie y ocupé su lugar. Pensé que se bajaba. Pero, no. Se quedó parado junto a mí. ¡Me había cedido el asiento! ¡¡Y, encima, el muy canallita me miraba con cara de boyscout que había cumplido con la buena acción del día!!
Desde entonces viajo en taxi. Mis traslados son escasos, algo así como seis viajes semanales, pero los suficientes como para poder acumular cierta experiencia. Antes que nada quiero desmentir la fama que tienen los tacheros de ser charlatanes. La mayoría es callada. Es cierto que yo soy hombre, viejo y desde que subo pongo cara de amargado. Alguna niña buena moza podría asegurar lo contrario. También es cierto que, si me dirigen la palabra, suelo responderles con monosílabos. Respetuoso, pero seco.
–Dicen que va a llover.
–Sí.
Conmigo no hablan, pero están los que no se dan por enterados y lanzan sus monólogos que pueden ser temas familiares, el fútbol (en ese caso a veces me prendo) o el tránsito. A lo que le temo, y más en este tiempo, es al discurso político. Porque, si bien la fama de charlatanes es discutible, la de que los tacheros en su mayoría son fachos no deja dudas. Los que hablan de política hablan como fachos.
Días pasados subí a un taxi. Me recibió un cincuentón que después de indicarle el destino y cerrar la puerta, me espetó:
–Qué desastre, ¿no?
Silencio.
–Esto no da para más. Se viene todo abajo. Este gobierno se tiene que ir.
Silencio.
–¿Vos qué opinás?
Que hay que esperar a las elecciones de 2015.
–Se tienen que ir antes.
Y ahí nomás me recitó todas las tapas de Clarín de los últimos años. No pensaba responderle, pero más allá de sus ideas, el discurso era el de un hombre agobiado, temeroso por su futuro. Me pareció que algo tenía que decirle.
–Mire, amigo (no suelo tutear a desconocidos y menos a trabajadores de algún servicio), el viaje es corto. Compartiremos, a lo sumo, veinte minutos. Usted no sabe nada de mí y yo tampoco nada de usted. Yo, por lo menos, sé cómo usted se gana la vida. Usted no sabe si yo soy un narcotraficante o un investigador dedicado a la lucha contra el cáncer. Lo que sí puedo decirle es que soy un argentino que pronto va a cumplir 80 años y que ha aprendido algo. Estamos ante dos proyectos: a este país lo maneja el Estado o lo manejan las corporaciones. En síntesis: Kirchner o Menem, para que nos entendamos.
–A mí me gusta Massa. Es joven... administra bien.
–No importan los nombres. Lo que importa es el proyecto. Importa lo que le hace bien a la mayoría. ¿Quiere que le diga? Salvo con los militares a mí me fue bien o mal con cualquiera. Pero no me quedo con cómo me va a mí. Pienso en los demás, en el país.
–Pero éstos roban mucho.
–Las corporaciones roban más. Con la diferencia de que al gobierno lo puede cambiar cada cuatro años. Las corporaciones son eternas.
–En definitiva, los políticos son todos iguales.
–No es cierto. En los últimos 80 años hubo cuatro presidentes que hoy, si estuvieran vivos, podrían andar por la calle y recibirían el respeto del pueblo: Yrigoyen, Perón, Illia y Alfonsín. Dejo de lado a Cámpora porque fue un interinato. A los tres primeros los voltearon los milicos. A Alfonsín lo obligaron a irse antes. ¿Por qué? Eran cuatro presidentes muy distintos, en épocas distintas, pero de una u otra manera, con mayor o menor énfasis, enfrentaron a las corporaciones, es decir, al poder real. Mucha gente celebró la caída de Yrigoyen y, poco tiempo después, una multitud arrepentida acompañó sus restos al cementerio. También mucha gente celebró la caída de Perón y 18 años después tuvieron que ir a buscarlo para que enderece el barco. Illia cayó sin pena ni gloria y no somos pocos los que rescatamos las cosas buenas de su gobierno. Lo mismo nos pasa con Alfonsín. Y téngalo en cuenta: A Yrigoyen lo sucedió el general Uriburu y dio comienzo la década infame; a Perón, Aramburu y Rojas y ya sabe lo que pasó; a Illia, lo reemplazó Onganía y a Alfonsín, Menem.
No me contestó. Desde mi lugar observé su perfil y me di cuenta de que se había quedado pensativo. Me pareció que había llegado el momento del golpe final.
–Con los Kirchner el país dio un paso adelante, defectuoso si usted quiere, pero un paso al fin. Por favor, no retrocedamos una vez más.
Las últimas diez cuadras la hicimos en silencio. Llegamos a destino, le pagué con un billete de cincuenta y en el momento de darme el vuelto, me dijo:
–¿Sabés qué creo? Que La Cámpora y las Tres A son la misma cosa.
Estoy pensando seriamente en volver a viajar en colectivo.
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