Vie 07.06.2013

CONTRATAPA

Mansilla en una línea

› Por Juan Forn

Es famosa la frase de Napoleón a sus tropas cuando llegaron hasta las Pirámides de Egipto: “Desde esas cimas cuarenta siglos os contemplan”. Menos famosa es la pregunta de uno de los integrantes de esa tropa: “¿Dónde están esos cuarenta siglos, que yo no los veo?”. Y la respuesta que recibió de uno de sus superiores: “Imbécil, el general puede verlos con su catalejo”. Lucio V. Mansilla no necesitaba catalejo para ver lo que veía cuando viajaba, fuese por Egipto, Rusia, la India, el Paraguay o las tolderías de los indios ranqueles. Recorrió cuatro de las cinco partes del mundo, cruzó catorce veces la línea equinoccial, conoció más de dos mil ciudades (“dándome hasta el placer, en un mercado de carne humana, de comprar una mujer para decirle después eres libre, puedes hacer de tu cuerpo lo que quieras”), viajó en buque de vela, en vapor, en ferrocarril, en carreta, a caballo, a pie, en palanquín, en elefante, en camello, en globo, en burro y en silla de manos.

Se creía un príncipe porque era hijo de la beldad más famosa de su época y del héroe de la Vuelta de Obligado, porque tenía coraje y belleza y plata, pero lo más lindo que tenía no lo había heredado de nadie: me refiero a esa doble empatía que lo caracterizó siempre, con los lugares y gente que conocía y con el lector cuando lo contaba después. Emborrachándose al fuego ranquel con el cacique Mariano Rozas o hablando con Emile Zola en su departamento en París, embarrado hasta los ojos y mojado hasta los huesos en la selva paraguaya o haciendo su paseo mental por la calle Florida en la cubierta de un paquebote en medio del mar (“Ayer hice 82 idas y venidas por cubierta, desde la puerta del Club El Progreso hasta la calle Paraguay”), Mansilla está siempre a sus anchas en el mundo, a todos trata como a un par, y lo mismo hace con quienes lo leen. “Lector amigo, ya conoces mi manía y mi defecto: no soy impersonal cuando escribo. Es una debilidad de mi carácter comunicativo”, dijo famosamente. Lo que le gustaba a Mansilla era conversar, conversar por escrito. El formato perfecto para conversar por escrito es la carta, y así escribió Mansilla toda su obra: en distintos formatos de cartas, que salían publicadas en los diarios, dedicadas a amigos, y a veces reunía más tarde en libro, como fue el caso de Ranqueles, que originalmente fueron cartas a Santiago Arcos.

Cuando Mansilla no estaba en Buenos Aires (“la ciudad de mi alma”), la extrañaba locamente, pero huía no más llegar (Groussac escribió de él: “Llegado ayer, vuelve a marcharse mañana el excursionista del planeta”). El mito que él mismo construyó dice que dilapidó su fortuna viajando: “Compré placeres, me gasté toda la plata, pero eso sí, como expliqué a mi buen padre, la gasté como un caballero, malgasté bien”. Sin embargo, hoy se sabe que heredó ruinas, como él mismo le escribió en una carta a Roca, antes de pelearse con él (como se peleó con Sarmiento, con Mármol y otros diecisiete con los que se batió a duelo a lo largo de su vida). Su padre dejó sólo deudas cuando murió, Mansilla debió hacerse cargo de ellas, además de mantener a su madre y a su esposa, y se sabe que empezó a escribir para los diarios porque tenía embargado su sueldo militar por desacato. Ese es el Mansilla que, a nueve años de su “calaverada militar” (como llamaba a su excursión a los ranqueles), aburrido y castigado en La Rioja, se topa con lo que cree que será la aventura suprema de su vida: encontrar oro, internarse en la selva paraguaya y volver con oro.

Un amigo suyo llamado Mayer lo fue a buscar hasta La Rioja para proponerle la aventura: tenía los planos, tenía las tierras adjudicadas, Mansilla armó una sociedad con él, convocó a accionistas en Buenos Aires y anunció en los diarios que iría él mismo al Paraguay a encontrar el oro, además de ir contando desde allá la aventura, para El Nacional. Cinco meses tuvo en vilo a los lectores, defendiéndose desde la selva de las burlas y las sospechas de estafa, entre nubes de mosquitos y lluvias torrenciales, y cuando volvió trajo un oro tan ínfimo que era invisible no sólo a la vista sino al microscopio. No era negocio, dijeron los peritos. Mansilla creía tener entre manos otro Ranqueles hasta que el asunto se volvió cuestión de honor y tuvo que usar la pluma como pala y como espada. “En los días que corren para la empresa, la literatura es condimento que puede indigestar”, atajó a sus lectores. Por defenderse de las acusaciones, por tratar de convencer, malcontó sus aventuras: nunca antes le había pasado, nunca le volvería a pasar. Da pena leer esos informes geológicos que manda al diario desde la selva, en lugar de contar que el gobierno paraguayo le puso gente a seguirlo, creyendo que la supuesta mina de oro era una fachada y que, en realidad, Mansilla estaba asociado con madame Lynch para encontrar el famoso tesoro enterrado por el amante de ella, Francisco Solano López, durante la Guerra de la Triple Alianza.

En Buenos Aires lo caricaturizaban, en Asunción lo creían espía, pero él había prometido volver con oro y con oro volvió, aunque no fuera negocio: su honor estaba limpio. Se dice que supo desprenderse de las acciones a tiempo y vender con ganancia; se dice también que se vendieron a precio nominal y que cada papel tenía más oro en su filigrana que lo que había traído él del Paraguay (compraron esas acciones sólo aquellos que querían tener un recuerdo del “oro de Mansilla”). Quienes dicen que vendió con ganancia sostienen que con esa plata mandó a construir el famoso palacete en Belgrano que estuvo doce años en construcción. Mansilla sólo llegó a vivir tres meses en esa casona cuando estuvo lista. Volvió al país para eso, pero a noventa días de instalarse en ella le decretaron la quiebra por una vieja deuda de su padre con el Banco del Rosario, que llevaba tres décadas acumulando punitorios, y tuvo que entregar la casa, que hasta el día de hoy sigue existiendo, abandonada, venida abajo, en la calle Golfarini, esquina Olazábal.

David Viñas se pasó los últimos veinte años de su vida sumergido en Mansilla. En un reportaje hermoso que le hicieron Américo Cristófalo y Hugo Savino antes de que muriera, Viñas se apasiona hablando de Mansilla, cuenta que hasta tiene elegido el acápite que llevará el libro que se supone lleva veinte años escribiendo sobre él. No lo escribió nunca; prefirió hablar de Mansilla hasta el final, en lugar de escribir el libro. En un momento del reportaje, completamente transfigurado en Lucio Ve, cita una frase de la carta que le escribe a Roca cuando está en Berlín como ministro plenipotenciario ante las cortes rusa y austrohúngara. Es leyenda que Mansilla hablaba perfectamente francés, italiano, inglés y hasta un poco de ruso pero que el alemán le resultaba sencillamente imposible. En esa carta a Roca pide que lo trasladen cuanto antes a París, como sea, y expone así sus motivos: “Imagínese que tan luego a mí me pase, salir a la calle y no poder hablar con la gente”. Viñas hace una de sus pausas dramáticas, se atuza el bigotazo y agrega: “Era nuestro Mark Twain”. Y logra que ahí esté todo su libro de Mansilla, con acápite y todo.

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