Vie 05.07.2013

CONTRATAPA

La parábola de un esteta

› Por Juan Forn

En Florencia había una condesa rusa que era el terror del pequeño Harold Acton. La condesa era alta, pelirroja, cosaca. Decía que su madre la había parido en medio de un baile, que llegó al mundo celebrada por sables cosacos y que la lavaron en una ponchera de champagne. El pequeño Acton temblaba cuando la condesa lo sentaba en su falda y le contaba de un castillo de hielo junto al Volga donde los invitados patinaban desnudos por los salones y se azotaban con ramas de enebro para mantenerse en calor. Para el resto del mundo, Harold era sólo la sombra de su hermano pequeño, que era el favorito de todos, incluidos sus millonarios padres, pero aquella condesa cosaca le dijo al oído que había nacido para ser un esteta, y Harold se lo creyó. Llegó a Oxford convencido de ser un perfecto señorito inglés a pesar de haber nacido en Florencia, y cuando los demás se burlaron de sus modales itálicos los exageró hasta convertirlos en un estilo que hizo furor entre los audaces. Como antídoto contra una tarde de críquet, llevaba en su bolsillo un camafeo con la cara de la condesa cosaca y una ampolla de esencia de rosas; repetía a quien quisiera oírlo que, a la hora de comprar un cuadro de una madonna renacentista, había que mostrárselo primero a la cocinera: si ella le veía poderes a la madonna, el cuadro era auténtico. También decía que la mejor manera de apreciar la arquitectura era de noche, cuando las estatuas comenzaban a exhalar el calor acumulado durante el día, y que para beber sin emborracharse bastaba hacerse cosquillas en la garganta con una pluma toda la noche. Mientras allá afuera, en el continente, tronaban las bombas de la Primera Guerra.

Harold Acton salió de Oxford creyendo que la vida le sonreiría tal como a su amigo Evelyn Waugh, el más frívolo y popular de sus amigos. Cuando Waugh se puso a escribir una novela, él hizo lo mismo. El tema: la vida loca que llevaban. La de Waugh era Decadencia y caída y estaba dedicada “a mi amigo Harold Acton, con afecto y admiración”. Cuando salieron las críticas, Waugh se convirtió en una estrella instantánea y a Acton lo lapidaron, no sólo por su novela, sino porque Waugh hubiera dedicado un libro tan bueno a alguien tan incompetente. Acton lo diría a su modo, años más tarde: “Cuando la guerra terminó, quienes amábamos la belleza creímos que teníamos una misión: combatir la fealdad. Durante media hora aproximadamente nos sentimos genios. Pero, a pesar de cuanto inhaláramos el presente, nunca tendríamos la capacidad para verlo en su conjunto. Se habían tendido kilómetros de alambradas, era mi generación la que tenía que quitarlos y, como Hamlet, al final dejamos el escenario sembrado de cadáveres”.

Después de aquel escarnio público, Acton decidió que quedarse en Londres sería “como permanecer en una bañera con el agua enfriándose”, así que cruzó al continente. Rodó por París, Venecia, Capri, Berlín, Marruecos, St. Moritz y Nueva York en busca de la fiesta perfecta, llegó a creer que estaba en ella, que finalmente había encontrado la forma justa para su talento, hasta que alguien le murmuró al oído: “No te pongas ocurrente, querido, que no es lo tuyo”. Y él supo que era cierto. Le confesó a la condesa cosaca que sólo había una persona en el mundo con la cual se sentía a gusto: su cocinero chino. La condesa cosaca le ordenó: “Pues vete a China, muchacho”. Así llegó Harold Acton a Pekín: un esteta sin misión, un purista de no sabía exactamente qué. Logró alquilar un palacete de trescientos años a un príncipe arruinado que vivía en una choza al fondo del jardín, fumando opio día y noche. Tenía un grupo de estudiantes a quienes enseñaba literatura y a la vez los traducía al inglés para darlos a conocer al mundo. Vivía como un mandarín, en su patio de acacias de trescientos años, por la mañana compraba arte y por la tarde recibía a su corte juvenil. Fueron los siete años más felices de su vida. Pero vino la Segunda Guerra y tuvo que abandonar Pekín y presentarse a filas. Le tocó el escenario asiático, no volvió a Europa hasta el fin de la guerra, cuando su hermano, el favorito de sus padres, el que tenía todo aquello que Harold siempre quiso tener, se suicidó. Los padres estaban destrozados. Harold fue a buscarlos a Suiza, los ayudó a recuperar la villa florentina que era su máximo orgullo y se instaló allí con ellos, a cuidarlos hasta que se murieron. Estaba por cumplir cuarenta años. La condesa cosaca seguía viva. Sólo a ella le confesó que estaba escribiendo sus Memorias de un esteta, además de enseñarle cómo se brindaba en China: gritando “¡Kan pei!”, que significa “¡Hasta ahogar al diablo!”. A la condesa le gustó tanto el brindis que lo impuso entre sus amistades, incluyendo a los padres de Harold, que fuera de eso nunca se interesaron por la versión Harold de China.

De Papá Acton se decía que era hijo natural de un Rotschild y de Mamá que era una heredera norteamericana, pero ellos se creían los últimos borbones en Italia. La Pietra, su villa florentina, tenía los mejores jardines, las mejores estatuas y una de las mejores colecciones de muebles y cuadros de la ciudad. Harold dedicó el resto de su vida a mantener esa villa tal como su padre la había soñado. Lo acompañó largamente su madre viuda, que hasta pasados los noventa años siguió preparando los cócteles más potentes de la ciudad y nunca dio a su hijo llaves de la casa, razón por la cual Harold debió entrar por la ventana a su casa después de cada trasnochada hasta pasados los sesenta años. Recién se atrevió a mandar a Londres el manuscrito de Memorias de un esteta cuando murió su padre, y logró durante los años siguientes que su madre nunca tuviera cerca un ejemplar. Sólo cuando ella partió al otro mundo pudo Harold Acton ser él mismo, y descubrió para su enorme satisfacción que su confinamiento en La Pietra, sus años en China, su pertinaz ausencia de Londres, lo habían convertido en una leyenda: su libro se leía entrelíneas, se descubrían sobreentendidos inexistentes, que echaban a rodar los más descabellados chismes, en su gran mayoría casi ciertos, en palabras de su protagonista, que a los setenta años por fin logró tener un pasado a su medida, ser para los demás lo que había sido siempre para sí mismo. “A la mayoría de la gente le encanta aparecer en un libro: los ayuda a convencerse de que existieron. A mí me pasó lo mismo.” Ahora todos querían ser sus huéspedes en La Pietra; hasta la Reina fue una vez. Lo nombraron caballero, pero no por sus méritos literarios, sino por ser el alma de la comunidad británica en Florencia. Léase, por haber donado un palacio al Instituto Británico de aquella ciudad. Pero cuando ofreció su villa a Oxford se la rechazaron porque era muy cara de mantener. Terminó dándosela a los norteamericanos, pero ellos aún no han podido desalojar al último novio de Sir Harold, un alemán llamado Alex Zielcke, que hasta hoy sigue viviendo en La Pietra, paseándose en túnica por sus salones y jardines con todas las joyas de Mamá Acton puestas y uno de sus cócteles famosamente potentes tintineando en la mano.

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