› Por Noé Jitrik
Mucha gente piensa, sobre todo quienes tienen formación o pretensión intelectual, que de ciertas obras literarias se desprenden significaciones o lecciones, todavía vigentes, que iluminan situaciones difíciles de la actualidad.
No se equivocan: pese a todos los cambios que ha sufrido el mundo, y por eso mismo, lo que es relativamente complicado de entender se ve mejor si se trae a colación una referencia literaria cuanto más consagrada mejor. Así, el título de la famosa novela de Víctor Hugo, Los miserables, sugiere con más nitidez y dramatismo la injustificable pero comprensible, dados los términos del problema, perduración de la pobreza. Nadie ignora, qué duda cabe, la existencia de la pobreza, ni siquiera los ricos, pero si no a solucionarla, al menos la expresión “los miserables” ayuda a comprender, a los bienintencionados, cuál es su forma actual y acaso, a los ricos, a combatir a los pobres, pero no necesariamente a la pobreza. Pobres habrá siempre es el título, por demás fatalista, de una novela cuyo autor se me ha perdido en el tiempo y “¿Qué hacemos con los pobres?” solicita en un libro Julieta Campos con vehemencia y angustia.
Más evidente es esta apelación cuando la literatura que se invoca es más lejana –lo que se denomina “clásica”– y está integrada a la memoria de la humanidad; quienes establecen esa relación se sienten sin duda respaldados, a la manera en que quien usa determinada y rara palabra encuentra una ratificación en el uso que ha hecho de ella un escritor muy importante: si por casualidad yo quisiera (¡Dios no lo permita!) usar la palabra “bulbules”, nombre de una especie de ruiseñores, tendría que decir que Rubén Darío la emplea y quién podría refutarme. En suma, la literatura ayuda a ver y de ahí a comprender hay un solo paso que muchos franquean, ya sea con imaginación, ya con comparaciones, a veces, con suerte, felices.
En lo particular, La Biblia es muy pródiga en analogías, pero de otro modo y tal vez con mayor claridad, porque el empleo de parábolas suele fatigar la tragedia griega y la shakespereana. Aquella –basta recordar lo útil que le fue a Freud la desgracia del pobre Edipo– sirve muy bien para advertir cómo el destino se cierne implacable sobre un sujeto, una familia, un país; las tragedias de Shakespeare, por su lado, ilustran los extremos a que llega la ambición de poder, tema nada insignificante para la política de nuestra convulsionada y confusa época. No se puede omitir en este razonamiento la herencia cervantina, nada menos que el tembloroso valor de la utopía y la razón que se oculta en la locura, dimensión que si no llegamos a entender, al menos eso parece, no entenderemos nada de lo que ocurre a nuestro alrededor.
Pero palabras como destino, poder, utopía, pobreza son términos que se comprenden por sí solos y, aunque ayudan, dichas obras literarias no son indispensables para ello: basta asomarse a un discurso analfabético o perdido para darse cuenta de que dichos términos están en el imaginario de casi todo el mundo; en el caso de los ilustrados parece fatal, para salir de la desesperación o del apuro, invocar lo que escribieron esos grandes escritores; cuando hay, por ejemplo, una disputa por una herencia viene a cuento la sentencia proclamada por el Martín Fierro, “los hermanos sean unidos, ésa es la ley primera”, frase que sirve para recuperar la calma y restablecer relaciones que parecían fracturarse para siempre. Lo mismo ha de suceder entre actores menos conocedores o, tal vez, otros textos no tan excelsos desempeñen el mismo papel.
Veamos, por ejemplo, El Rey Lear. La ceguera, el despojo, el egoísmo, la maldad, son lecciones evidentes de esa obra magistral, para muchos una de las superiores de Shakespeare. Cada vez que se produce una felonía familiar es bueno recordar a un Rey que de-soyó la voz del amor, que no necesita de palabras para hacerse sentir, para dejarse envolver por la melosidad de las y los hipócritas que lo halagaban. Cada vez que dudamos acerca de una decisión vienen en tropel Sófocles, Freud y Shakespeare, el “ser o no ser” es una fórmula que tal vez no permita definirse pero que ayuda a entender la encrucijada en la que nos encontramos.
La lista es interminable y la acción de sus componentes, o sea situaciones que en la literatura aparecen con claridad y vigor, es innegable no sólo en nuestra cultura sino en todas las que tienen en la letra escrita un anclaje. Sin embargo, este asunto merece una consideración más escéptica que se resume en una simple pregunta: ¿por qué? O, dicho de otro modo, ¿qué o cómo han logrado ciertos textos que se los considere reveladores a lo largo de varios siglos, sin descanso, de situaciones humanas complejas? Pregunta legítima porque no toda la literatura proporciona por igual iluminaciones o ejemplificaciones de tanto linaje como las mencionadas; al contrario, la mayor parte de la letra escrita es deglutida y aunque sea apreciable en conjunto no es citable en sus partes.
Se diría, en consecuencia, que sólo algunos textos han llegado a desempeñar tal papel, pero también cabe preguntar en virtud de qué virtudes lo han logrado. Perduran, eso es cierto, y no declinan, pero qué hay en ellos, qué los mantiene en vida, será por magia, será porque no podemos pensar sino a través de ellos o será porque cumplen este servicio de oportunas ejemplificaciones. Yo creo, más bien, que si perduran ya no es porque hayan sido impuestos por una cultura a causa de la sabiduría que muestran, sino porque siguen significando en su propia letra, no necesariamente porque de ellos se sacan ejemplos iluminadores de lo que en la vida se muestra oscuro y amenazante.
Habría, entonces, que acercarse por otro lado a esos textos para tratar de comprender lo que de ellos explica, siempre insuficientemente, su perduración, y, en consecuencia, su citabilidad, lo cual, desde luego, no puede hacerse en dos líneas. Podría decirse, sin embargo, que hay dos modos de entenderla: uno que supone que esos textos poseen un algo, una esencia inexplicable que determina su valor o, dicho de otro modo, que poseen un valor irresistible, capaz de atravesar indemne los siglos; el otro, que ese valor depende de determinadas lecturas o sea que es atribuido y por consiguiente impuesto, tal vez, en el mejor de los casos, por consensos sociales apoyados en pensamientos y aun en intereses de época, tal vez porque convienen a la ideología de determinados poderes o instituciones.
Pero hay otro lugar, menos conductual, en el que operan las citas literarias; es en el orden de la lengua y su uso: en las viejas enciclopedias, así como en ciertos diccionarios, determinados usos de palabras están reforzados por expresiones o frases de escritores, a veces muy conocidos y a quienes se les atribuye un conocimiento preciso de palabras y gramáticas, a veces ignotos o académicos y con escaso valor literario. ¿Qué hacer en ambos casos? ¿Hay que someterse a esas legítimas o sospechosas autoridades?
Tales escritores invocados han sido por lo general reconocidos por las academias o son académicos por sí mismos, lo cual no garantiza nada, a menos que sean verdaderamente escritores, o sea si han sido capaces de transgredir los usos aceptados para extraer de la lengua su riqueza siempre latente, siempre, como una mina, a punto de abrirse al misterio de su dinamismo.
Tal vez las nuevas enciclopedias y diccionarios hayan empezado a descreer en esas autoridades. Pero lo que sigue funcionando es por un lado la sabiduría ilustrativa que tiene que ver, fundamentalmente, con valores humanos o situaciones básicas, por el otro la posibilidad de que los textos de la que proviene extraigan su sustancia de otros lugares, más recónditos. Así, importaría menos la locura quijotesca que la vibración poética del texto, menos las vacilaciones de Hamlet que el extraordinario barroquismo de la escritura, menos el “Hombres necios” de Sor Juana que su riqueza verbal.
Es insuficiente lo que estoy señalando. Acaso es confuso, pero hay no obstante en todo esto materia de interrogaciones que, convenientemente desarrolladas, podrían acercar al misterio y al poder de la literatura, eso que nos atrapa y nos seduce y al mismo tiempo nos enseña más que la propia experiencia. Y, de paso, nos ayuda a entender cosas que por sí solas y de entrada son relativamente incognoscibles.
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