› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO ¿Queda ahí afuera alguien que siga comprando postales? ¿Y –en la era en que un teléfono lo hace todo; desde la postal en sí misma hasta su redacción y envío y recepción inmediata– queda alguien que, además de comprarlas, les tatúe la espalda y luego las meta dentro de un buzón?
Por estos días, Rodríguez cede a la tentación y paga esos pequeños rectángulos de cartón en la tienda de algún museo al que llegó empujado por el bochorno subsahariano y en busca del premio consuelo del aire acondicionado. Hace un tiempo, de paso por Madrid y en un viaje de trabajo, Rodríguez entró al Thyssen para disfrutar de la retrospectiva de uno de los pintores más postales de todos los tiempos: el norteamericano Edward Hopper. Allí, Rodríguez pagó por dos postales. Para no escribirlas en su reverso. Para nadie. Para enviárselas en el acto, en blanco, a sí mismo. ¿Dónde estarán ahora? Seguramente marcando las páginas de novelas que no se terminaron de leer y que se compraron durante otro verano ardiente como éste, cuando Rodríguez, desesperado, entró a una librería para salir del calor.
DOS Las dos postales que Rodríguez compró entonces eran las de dos cuadros de Hopper que son un mismo cuadro: Summer in the City (1950) y Excursion into Philosophy (1959). En ambos hay una pareja en una habitación golpeada por el verano. En el primero la mujer está sentada en la cama y el hombre más derrumbado que acostado. En el segundo, las posiciones se invierten y la decisiva y definitiva diferencia de ese libro abierto sobre las sábanas –explicó Jo, la esposa de Hopper– “es Platón, releído cuando ya es demasiado tarde”.
Ahora –en la caverna de su piso, a las cuatro de la mañana, con todas las ventanas ho-pperianamente abiertas, pero sin que entre y corra ni una pincelada de viento– Rodríguez sonríe a ese flash sin foto que es la luz del refrigerador. Por primera vez en mucho tiempo, Rodríguez es completa y absolutamente feliz. Feliz de verdad. Y es cierto, no era mentira: como aseguran otras postales, la felicidad está en las pequeñas cosas. Ahora, para él, la felicidad es un helado modelo Solero Mojito, flamante producto de Frigo. Está muy bueno. Y, de verdad, tiene sabor a mojito. Y a Rodríguez –tal vez por deformación profesional, por gajes del oficio publicitario– siempre le emociona cuando algo sintético y de fórmula tan misteriosa que mejor no conocerla consigue emular a su inspiración original. Como esas patatas fritas Lay’s Sensations de veranos atrás, con sabor a pollo al horno con limón y tomillo. ¿Dónde están ahora? ¿Qué fue de ellas? ¿Las habrá denunciado anónimamente alguien por sospechosas? ¿En algún como ese “buzón de lucha” que ahora propone el gobierno español? ¿Para que allí se delate a todo vecino o amigo o familiar que trabaje en negro o estafe a la Seguridad Social porque, según la ministra de Empleo Fátima Báñez, “todos debemos involucrarnos en el objetivo común de erradicar el fraude”? ¿La página que enseguida fue colapsada por posts-postales de los miles de ciudadanos que denunciaron allí a Bárcenas y al Partido Popular? Quién sabe. Rodríguez las extraña (a las patatas fritas, no a las políticas del PP) porque le parecía fantástico que un producto tuviese el sabor artificial pero muy logrado de su natural acompañante ausente: así, patatas con pollo en forma de patata y sin huesos. Ahora, mordisqueando el centro verde de su Solero Mojito, Rodríguez vuelve a experimentar ese mismo placer que es la contracara gozosa y refrescante de ese espanto sediento que ya es casi lo que define a la vida de todo español: el que te den gato por libre, que te repitan una y otra vez que es gato y que quieran convencerte de que siempre quisiste gato y nunca liebre, ¿de acuerdo?
TRES Así, por el tiempo que dura un helado (poco tiempo) Rodríguez consigue olvidar las tórridas postales que no deja de enviarle este verano: la resaca del accidente de tren en Santiago de Compostela; los ecos del “fin de la cita” de Rajoy; las batallitas diplomáticas por el Peñón de Gibraltar; esa medida propuesta por el FMI en cuanto a un “gran pacto” entre patronal y sindicatos para que los españoles todos se bajen el 10 por ciento de sus sueldos; los análisis casi forenses a la cada vez menos poblada foto (como si fuese Agatha Christie quien los enfoca y les dispara) de la familia real en Mallorca; el rocambolesco folletín político-diplomático del real indultado español en Marruecos que –como las Lay’s Sensations, combinando sabores varios– era pederasta y también era espía. Todas estas amarguras se hacen agua en la boca de Rodríguez disfrutando de la acidez de su Solero Mojito mientras –otro cuenta ovejas– intenta volver al sueño inventándose slogans para lo que sea, para sí mismo, para distraer al calor.
CUATRO Pero no se le ocurre nada, salvo grandes éxitos del pasado aplicados al fracasado presente. Como ese “Just Do It” de Nike que muchos piensan inspiracional pero que en realidad fue inspirado por las últimas palabras de Gary Gilmore frente al pelotón de su fusilamiento. Acribillado por la realidad (lee que este 2013 el museo de El Prado perderá la cuarta parte de sus visitantes por la crisis y porque no tiene en su programación nada del peso y atractivo de aquella retrospectiva de Hopper, cruzando el Paseo), Rodríguez, por un rato, menguante como ese helado que tiene que apurar para que no se derrita, decide ignorar las noticias “importantes” y concentrarse en aquellas que son como esas postales que ya no recibe ni envía. Como la de las colas bíblicas de sufridos almerienses en los castings para figurar como extras/esclavos en busca de los brotes verdes de un Tierra Prometida en Exodus, la nueva versión de Moisés & Co. que Ridley Scott se apresta a filmar en parajes de viejos westerns y antiguos legionarios. O la advertencia de parte de la Organización de Consumidores y Usuarios en cuanto a que –debido a la poca presencia de bacterias lácticas en su composición– los tan de moda helados de yogur “son helados pero no yogures”. O lo de los huesos detrás del rostro del long-best-seller postal más famoso de todos los tiempos: La Gioconda. Por encima de todo y de todos, se ha confirmado que vivimos el cambio climático más veloz y poderoso desde los tiempos de los dinosaurios: crecerán y serán cada vez más pesadas las olas de calor, serán más duros los veranos en las ciudades, costará mucho concentrarse en Platón y en aquello de “Lo que se mueve por sí mismo es inmortal” y en aquello otro de “El tiempo es una imagen móvil de la eternidad”.
Mortal y efímero, Rodríguez termina su helado y empieza otro mientras pueda y se pueda.
¿A qué se parece Rodríguez ahora? A una postal de un fantasmagórico y alternativo cuadro de Edward Hopper –Variation in Summer Survival (2013)– que yo compro en el poco releído museo de la vida de Rodríguez y la envío a ustedes cuando, por supuesto, platónicamente, ya es demasiado tarde para casi todo.
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