Mar 17.09.2013

CONTRATAPA

Homo Surrealista

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO El cuadro se llama La persistencia de la memoria, es también conocido con el menos portentoso y más descriptivo título de “Los relojes blandos”, y fue pintado en 1931 por Salvador Dalí. Ya saben, ya se acuerdan. Inolvidables relojes derritiéndose, alargándose, chorreando. Relojes líquidos como la llovizna que cae sobre la Diada catalana (para las 17.14, hora D conmemorando aquel 1715, saldrá el sol) y cadena humana soberanista. O las torrenciales goteras que salpican desde los techos del Congreso supuestamente puesto a nuevo luego de un año de restauraciones y cuatro millones de euros gastados (mientras los diputados esperan en el bar del Congreso que, se sabe, es donde se pasa buena parte del tiempo perdido y pago por el dinero público consumiendo apaciguadores capuccinos a mitad de precio). Relojes líquidos como esa lava que vuelve a brotar de la garganta de un volcánico e incombustible Raphael otra vez girando alrededor de conciertos de más de tres horas a los que no se animará Bruce Springsteen cuando tenga setenta años. Relojes líquidos como el reloj en la pantalla plasmática de un/otro nuevo pero nunca último iPhone. Relojes líquidos como la “quite relaxing cup of café con leché en la Plaza Mayor” con los que la alcaldesa de Madrid –con la dicción y el énfasis de maestra de guardería contando un cuento de brujas– pretendió seducir, en vano, a los miembros del COI a los que nada les interesa menos que el que les vendan unas “olimpíadas austeras”. Relojes líquidos como una Europa fundida y desencajada y de todos contra todos y a la espera de las elecciones en Alemania. Relojes líquidos como los tiempos de Rajoy y los suyos, que entienden a lo que vendrá como lo que mejor postergar y, mientras tanto (descendiendo en las encuestas a las subterráneas alturas del PSOE, que sigue sin subir) deliran dalinianamente sobre España como “el gran éxito económico del mundo milagro español” (pero con record de deuda estatal) que despierta la admiración de todos los realistas y de todos los figurativos y de todos aquellos para quienes el tiempo no es agua sino oro.

DOS La persistencia de la memoria –óleo sobre lienzo, 24 X 33 cm., y por qué todos los cuadros más famosos siempre nos parecen más pequeños en vivo y en directo, como esas habitaciones de la infancia a las que de tanto en tanto nos arriesgamos a regresar– pudo verse en una reciente retrospectiva de Salvador Dalí en el museo Reina Sofía de Madrid. Megamuestra que acaba de bajar de cartel luego de haber roto todos los records históricos de asistencia para una exposición en Madrid. Así, más de 700.000 personas miraron esos relojes chorreantes a los que su autor explicó –con su característica verba– como inspirados en el queso camembert (“Lo mismo que me sorprende que un oficinista de banco nunca se haya comido un cheque, asimismo me asombra que nunca antes de mí, a ningún otro pintor se le ocurriese pintar un reloj blando”) y en el deseo de llevar su consistencia a relojes “tiernos, extravagantes, solitarios y paranoico-crípticos”, definición esta última que obedece a “un sistema espontáneo de conocimiento irracional basado en los fenómenos del delirio”. Y Rodríguez lee todo lo anterior y, de pronto, se le ocurre que Dalí le está hablando, desde el pasado, del presente; de la persistencia de la desgracia y de los desgraciados, de las miserias y de los miserables.

TRES Pero lo que más intriga a Rodríguez –ya está tan acostumbrado a que todo lo sólido se licue en el aire– es este renovado romance de sus compatriotas con Salvador Dalí. Artista total al que una espantosa canción de Mecano le rogaba un Vuelve a reencarnarte en ti / Queremos genios en vida / Queremos que estés aquí. Pero no le intriga mucho porque, enseguida, la respuesta es clara. Para empezar, Dalí es surrealista (término que significa estar por encima de la realidad; algo más que conveniente con la tormenta que está cayendo), pero su factura es, siempre, académica y prolija y disciplinada como de chico que dibuja muy pero que muy bien en el colegio. Por otra parte, Dalí fue loco y delirante y despilfarrador, pero (como más tarde lo sería su relevo y versión pop-autista Andy Warhol) un genio para los negocios (no olvidar nunca el perfecto anagrama que le dedicó André Breton: Avida Dollars), pero que nunca llevaba efectivo encima y un maestro para la autopromoción y la fabricación en serie con mínimo esfuerzo. Y acaso lo más importante y que deja contentos a todos: Dalí fue catalán y español, católico y pagano, anarquista y monárquico, y transgresor en serie sin por eso privarse de felicitar a Francisco Franco “por limpiar a España de fuerzas destructivas” y considerarlo el segundo gran caudillo “después de Velázquez” así como “el colmo de la calma”. Dalí pintó El gran masturbador pero es “El gran ecualizador”.

CUATRO ¿Qué habría dicho Salvador Dalí de cruzarse hoy –reencarnado en sí mismo– con el inamovible y calmo y manso y relajado Mariano Rajoy? La debacle olímpica –o cómo pasar de la autocomplacencia al victimismo paranoide-críptico irracional y espontáneo y delirante en cuestión de segundos– se ha traducido hasta el momento en lo mismo de siempre. A saber: todos en su sitio, nadie dimite y viva el príncipe porque habla inglés y sobreviva el rey porque “es un señor mayor que lucha por su salud”, en el despechado decir de su “amiga entrañable”, quien perdió sede madrileña luego de Bostwana, pero (¡Corinna más atómica que Gala!) parece que vuelve a la capital con declaraciones de destrucción selectiva en las páginas de Vanity Fair. En esa revista donde, recuerda Rodríguez, se publicaron en su momento las demasiado realistas fotos de Dalí agonizando y derritiéndose en una maraña de tubos.

Y, sí, nos hemos quedado sin la posibilidad de convertir a olímpicamente parados en voluntarios olímpicos. Y nos privan de la alegría de temas tan trascendentes como el diseño de la mascota olímpica (a la que Rodríguez soñaba como Peinetín y con el dedo medio en alto y triunfal, en plan Bárcenas volviendo de esquiar por el mundo). Pero, hey, todavía nos queda Rafa Nadal como tercer caudillo y a soñar con una Eurovegas que no estaría mal alzar –aprovechando esas novísimas y surrealistas ruinas inconclusas abandonadas por la mareante marea de los proyectos olímpicos del 2012 y del 2016 y del 2020– con la arquitectura burbujeante, inmobiliaria, torcida, barroca, daliniana, como la de ciertos pesadillescos sueños.

CINCO Ingrid Bergman contó que la secuencia onírica que Salvador Dalí diseñó para la psicoanalítica Spellbound duraba casi veinte minutos, pero fue reducida por el productor David O. Selznick a poco más de dos. Recortes. Menos sueño y surrealismo y más realismo y ojos bien abiertos. A no olvidarlo.

Ayer, Rodríguez tuvo un sueño que parecía real (soñó que lo desahuciaban) y, entre 1952 y 1954, Salvador pintó una secuela de uno de sus cuadros más famosos y lo tituló La desintegración de la persistencia de la memoria. Allí, los relojes aparecían otra vez blandos; pero el paisaje de dos décadas atrás aparecía inundado, cubierto por aguas radiactivas. Y no es que haya subido la marea sino que la tierra firme comenzaba a hundirse.

En eso estamos.

Quite relaxed.

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