› Por Sandra Russo
Así se llama el documental que Estela Bravo estrenó en 2010, y que en el homenaje a la realizadora norteamericano-cubana en el reciente Festival Unasur Cine se proyectó junto a otro que habla de los nietos recuperados argentinos, ¿Quién soy yo? La verdad, elegí asistir por el respeto que me merece Estela Bravo, pero mi interés estaba centrado en este último. Y sin embargo, una vez en mi butaca, cuando empezó a desplegarse en la pantalla la historia de los Pedro Panes, lo increíble, lo invisibilizado, lo sádico y al mismo tiempo lo profundamente amoroso que Bravo logró contar sobre esa operación de guerra psicológica de la CIA que tuvo lugar entre 1960 y 1962, tocó una fibra tan fina, y tan inesperada, que no puedo menos que rendirle el pequeño tributo de multiplicar aquí aquella historia, porque creo que Bravo trabaja para eso: para ahondar y multiplicar la conciencia de algunas cosas que pasan en el mundo.
Como no tenía ni idea de lo que había sido en realidad la Operación Peter Pan, fui tomada por asalto por las imágenes de los campamentos para niños de Miami y otras ciudades norteamericanas creados para alojar en esos dos años a los más de 14 mil niños de entre 2 y 16 años que fueron enviados desde Cuba para salvarlos del cuco comunista. Primero mandaron a los varones mayores de 10 años de la clase alta, después a los menores de la pequeña burguesía, después a las nenas, después a los niños más chiquitos. Las escenas del aeropuerto son desgarradoras: los padres agitando las manos y quebrados en llanto detrás de un vidrio, los niños desolados subiendo a los aviones de American Airlines. Esos padres y madres que se desprendían de sus niños, a muchos de los cuales no volvieron a ver más, habían sido engañados.
Ese fue el primer y atroz impacto. Yo había ido a ver un documental sobre cómo la dictadura argentina partió a miles de familias y se apropió de la identidad de centenares de niños, y tenía allí un antecedente sobre cómo –-antes de que existieran las redes sociales, antes de la concentración globalizada de los medios de comunicación– se había implementado una mentira monstruosa que partió al medio a otras miles de familias que, queriendo proteger a sus hijos, los entregaron para que crecieran en orfelinatos norteamericanos. Pero los protegían de algo que nunca iba a pasar.
En complicidad con la Iglesia de Miami, la CIA falseó –imprimió, distribuyó, propagandizó– una presunta ley del nuevo gobierno cubano, según la cual el Estado les quitaría la patria potestad de los hijos a sus padres, para enviarlos a hacer trabajos forzados en la Unión Soviética. Cuando se habla de guerra psicológica, se habla de esto. De engaño cerril. A cincuenta años de distancia es obvio que la patraña tenía por objeto la creación del fantasma del comunismo que se come crudos a los niños y otros cuentos de terror pero, en 1960, los padres y las madres de más de 14 mil niños cubanos se lo creyeron. La Embajada de Estados Unidos expidió visas precarias para menores de 16 años, pero no para sus padres. Los mandaban en charters colmados, con sus valijitas, a un destino incierto que desbordó los campamentos para niños y terminó incluyendo a muchas familias que les ocultaron sus orígenes.
Después los separaron, los mezclaron, los sumergieron en una historia de confusión donde todos ellos se sintieron niños abandonados. Recién treinta años después de la Operación Peter Pan, una de aquellas niñas, Elly Chovel, se propuso rastrear a otros Pedro Panes porque la urgía la necesidad de pasar en limpio la vida que habían vivido, marcada por la mentira que había pergeñado el país en el que vivían. Logró ponerse en contacto con unos 2 mil de aquellos pobrecitos, ya hombres y mujeres con vidas norteamericanas, y sin embargo todos con una herida abierta desde la temprana infancia. Muchos de ellos fueron abusados, tanto en los orfelinatos y reformatorios como en casas de familias adoptantes.
Estela Bravo nombra mucho a Elly Chovel, cuyo relato y su voz dulce y energética es uno de los ejes del documental: porque el sueño de Elly era volver a Cuba a cerrar el círculo de su vida, pero no llegó a tiempo. Murió en 2007. El documental de Bravo recoge el viaje de regreso que hicieron cinco ex Pedro Panes, ahora hombres y mujeres de mediana edad, en 2009. “Yo me fui de Cuba, pero Cuba nunca se fue de mí”, dice Candi Sosa, cantante. El ensamble de imágenes de Candi cantando –de niña– en el campamento, dándose fuerza, con la Candi adulta que conserva la misma voz caudalosa y canta la misma canción, quizá sintetice el deseo vital, latente, poderoso que transmite el documental: atar los cabos, unir los hilos sueltos, desenredar la melancolía que ostentan todos ellos, y sanarse.
Chovel era una mujer que no odiaba. Tenía catorce años cuando fue enviada a Miami, y guardaba más recuerdos que otros que habían sido llevados más pequeños. Recuerdos de Cuba. Amaba a Cuba. Los cinco Pedro Panes que volvieron en 2009 a la isla compartían ese espíritu: algo en su interior no había sido doblegado, y persistía el amor por sus sonidos, sus sabores, su lengua, por lo que cada uno, en su propio relato, llama “la patria”.
Los cinco les cuentan sus historias a los pioneros de La Colmenita, en una reunión cristalina que mantienen en un aula. Los niños miran con piedad, con ojos humedecidos, con compasión a esos cinco adultos de aspecto gringo que les cuentan qué diferentes fueron sus infancias. En entrevistas, por separado o grupales, narran escenas de las que no han podido olvidarse nunca. El silencio nocturno de los campamentos. Las voces infantiles gritando “papi” o “mami”. Ya en Cuba, vencido ese monstruo imaginario que los acechó y los capturó, el documental empieza narrando la crueldad política en su faz más descarnada, pero a medida que avanza empieza a hablar de amor; y sigue hablando de amor mucho después de que uno se va del cine.
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