CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Soler solía, al menos hasta ayer –y entre otras cosas por pereza– votar muy lejos de su casa. Es decir, de su genuino actual domicilio. Los disloques matrimoniales o –mejor dicho– de pareja lo habían hecho volver, cada domingo electoral de las últimas dos décadas, a las inmediaciones del antiguo domicilio conyugal que ya no lo era. Así, había sabido y solido recorrer matutina y largamente, en todos los sentidos, la rigurosa geografía cuadriculada de la inaceptable CA@.
“Porteño, nunca cabano ni cabeño”, solía ironizar Soler acerca de la nueva denominación de la ciudad, asociando así el nuevo nombre oficial de Buenos Aires en clave de sigla a la condición / concepción eminentemente mercantil del distrito: “CA@ es nombre de empresa” solía decir Soler, apuntando y puteando a Macri & Co. Y en esa chicana cizañera estaba siempre. Inclusive ayer, desubicado, hizo el chiste una vez más, como solía, aunque bien lejos de la cola electoral y del espacio de comicio. No correspondía: Soler solía ser respetuoso en ese aspecto.
Pero así le fue ayer al incómodo Soler. Ahí estaba, una vez más lejos de casa y cerca de su conflictiva ex mujer, jugando de visitante a la vuelta del pehache donde había criado a sus hijos y votando en la escuela –más precisamente en el aula de segundo A– a la que los había acompañado de la mano, amorosamente, durante sus (suyos y de ellos) mejores años. Con un ingrediente extra de contigüidad no deseada: Soler descubrió, tarde y mal como siempre, que las mesas ya no se dividían en masculinas y femeninas como antaño sino que, logro de un tiempo igualitario, nenas y nenes compartían salita y urna.
Así, como suele, lo que tenía que pasar, pasó. El consabido Murphy no votó en esa mesa, pero se hizo presente: cuando Soler entraba a rellenar sobre, ella –su ex– salía a depositarlo: se cruzaron en el umbral del metafórico cuarto oscuro y las miradas que intercambiaron no evocaron precisamente, en su perpleja melancolía, los mejores momentos compartidos en otros cuartos y en otras cálidas oscuridades. Una lástima.
Soler solía también –digo por si acaso hay dudas al respecto– votar a veces con la casi certeza de que no ganaría. Y sin embargo reivindicaba su voto porque le importaba no tanto estar entre los que festejaban, como generar un resultado que le diera motivos ciertos para festejar a él y a todos. Eso era lo que le parecía mejor: votaba por lo/los que creía, y por el país que deseaba para sí y para todos. En esa cuestión también Soler solía ser íntimamente respetuoso del espíritu de la democracia.
Al respecto, en los últimos tiempos, Soler solía, amargado, lamentarse de lo que suponía (sin duda con prejuicio) cierta jodida tendencia a trivializar el voto –enfermedad, aventuraba, que los perversos realities o los tontos concursos de la omnipotente tele habían inoculado–, a confundir elección con sanción o mera adivinanza.
Aunque en los tres casos la pelota caía del lado del sujeto que votaba y decidía, los roles y las consecuencias eran muy diferentes. En un caso el votante era un ciudadano elector (elegía a quien lo representaría en algunos de los poderes del gobierno) y por lo tanto estaba directamente involucrado (ponía el cuerpo con el voto) en el resultado.
En otro caso, el votante sancionaba a un nominado por un tercero, era un espectador evaluador de desempeño ajeno y elegía qué/a quién quería seguir viendo, es decir, la continuidad de un espectáculo que básicamente debía entretenerlo. No iba más allá de eso su implicación personal.
En el último caso, en los concursos, la opción por alguna de las posibilidades que se ofrecían al concursante adivinador para acceder al triunfo personal (dinero) no solía estar basada en un saber sino en la capacidad / suerte de adivinar la respuesta correcta.
Son tres cosas distintas, solía decir Soler: elegir, sancionar y acertar. Y a continuación solía despacharse con largas disquisiciones en las que sostenía que uno de los rasgos más llamativos de la ultramediatizada y mercantilizada sociedad contemporánea tenía que ver –entre otras muchas variables– con la confusión (intencionada o no) de estas tres posibilidades de manifestación personal de voluntad electora. Tal vez por eso le caían cada vez peor los encuestadores, medidores de opinión y analistas del que solía llamar, con sorna, mercado electoral. Y en eso, también pensaba que estos tipos no solían –ellos tampoco– ayudar al mejoramiento de la democracia real.
Finalmente, aunque no solía hacerlo, el cachuzo Soler debió admitir que además de creer que tenía razón, estaba algo resentido. Sobre todo a última hora y tras escuchar consideraciones múltiples acerca del voto-castigo y del voto-útil, en ambos casos para explicar cierto grado de polarización en contra de este gobierno (¿y de este proyecto de país también?) que él había votado a través de sus candidatos, convencido y tras sopesar aciertos y errores, una vez más y como solía. Después de todo, lo importante era que una vez más la gente se había expresado en paz y libertad y que las decisiones de las urnas estaban ahí, nadie podía ni debía torcerlas. El que quiere oír que oiga, se dijo alguna vez.
“Y no cabe en la CA@ sangrar por la herida”, se dijo Soler. Para la próxima, que siempre hay una, se propuso dos cosas: hacer el cambio de domicilio de una vez por todas para zafar de la posibilidad de reencuentros no deseados o conmovedores, y seguir laburando o escribiendo para que los que voten sean cada vez más electores y menos espectadores. O algo así.
Soler suele formularse a sí mismo ese tipo de propósitos. Suele también quedarse largamente insomne con ellos, como anoche.
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