› Por Rodrigo Fresán
UNO Buenas noches: ahora es sábadomingo, hace unos días, pero todavía ahí, porque nada pasa y nada queda y lo nuestro no es pasar, sino permanecer. Ahora, apocalípticamente, no con un bang sino con un sollozo hueco y en unos minutos, va a cambiar la hora. Va a imponerse el horario de invierno: van a dar las 3 de la mañana para que te regalen una hora (o para que te devuelvan la que te quitaron el pasado marzo, cuando se adoptó el horario de verano) y, de pronto, abracadabra y presto, sean las 2 otra vez, las 2 que ya fueron. Y Rodríguez se quedó despierto, después de mirar el clásico Barça-Real Madrid (el primer millonario clásico en el que los niños a los que les venden tantas camisetas XS a precio XL fueron el equipo perdedor: ya no entran gratis al Camp Nou), agarrado a una taza de café no para ver qué pasa (porque no hay nada que ver) pero sí para sentir qué siente (porque confía en que, primera vez que se somete a este experimento, haya algo que sentir). A su alrededor todos duermen y Rodríguez –retromaníaco y medio muerto de cansancio, pero completamente Viva Hate– se puso los audífonos y escucha “Everyday Is Like Sunday” de Morrissey mientras lee la flamante autobiografía de Morrissey. Y, como siempre, como desde su juventud, Rodríguez se emociona tanto cuando Morrissey pide que, por favor, caiga una bomba nuclear sobre ese pueblo junto al mar y acabe con todo para que todo pueda volver a empezar.
DOS Y una cosa llama a la otra y Rodríguez se acuerda de otras músicas distantes que siempre siguen cerca. Se acuerda de David “Talking Heads” Byrne en la película True Stories caminando por un centro comercial y preguntándose “¿Qué hora es?” y respondiéndose “Hora de no mirar atrás”. Pero, sí, es la hora de mirar atrás. Una hora atrás. Se ha iniciado la cuenta regresiva y Rodríguez está listo para viajar al pasado muy reciente: desde las 3 hasta las 2 de esta insomne madrugada. Falta poco para volver a estar como sigue estando. Y el ser humano no ha alumbrado aún una máquina del tiempo; por lo que se permite esta cobarde blasfemia de atrasarlo sólo en su cabeza. Rodríguez ha leído los infaltables artículos en los periódicos y ha escuchado apenas un rato atrás las bromitas de despedida en los noticieros en cuanto a dormir una hora más, ji-jí y ju-jú. Aun así, Rodríguez no termina de entenderlo; como no terminar de entender los argumentos de los defensores y detractores de la medida. ¿Se ahorra o no energía? ¿Importa esto teniendo en cuenta que la factura de la luz no deja de subir? ¿Se trabaja más y mejor? Más allá de lo anterior, todo el asunto se inserta en otra cuestión espacio-temporal de mayor calado. Y es la de que España recupere su verdadera hora, la que le corresponde por situación. La hora de Londres y Portugal y Marruecos. La hora que fue retrasada sesenta minutos, en 1942, cuando al Generalísimo, cara al sol y brazo en alto, se le ocurrió la gran idea de que, para tener mejor sintonía con el Tercer Reich, lo mejor era que las agujas marcaran lo mismo que en Berlín. La guerra terminó, Franco se descompuso y se detuvo, pero a nadie se le ocurrió volver a la normalidad; si puede decirse que hay algo normal en esa chiquillada figurativa de pensar que se puede disciplinar a una abstracción como el tiempo, como El Tiempo, como EL TIEMPO. No importa: son cada vez más los que claman porque España se acople al ritmo que de verdad le toca bailar, que por fin descubra el techno-industrial. Y que así gane “en conciliación familiar, personal y laboral” y se solucione “un problema cultural y de mentalidad”, se aumente “la productividad, competitividad, conciliación y corresponsabilidad” y, de paso, se acaben las largas siestas sureñas. El tiempo es oro y es caro. Las ventajas, parece, sería muchas: tres ciclos de ocho horas (faenar, descansar y dormir), horarios de trabajo y estudio corridos, adelanto del prime time televisivo, mayor inserción femenina en estructuras profesionales. Los pesimistas predicen atascos en las ciudades y nerviosismo de españoles que ya no podrán cambiar hábitos arraigados, como el largo almuerzo del que se vuelve al escritorio en un estado de zombie placidez para hacer poco y nada salvo esperar que suenen las campanas que señalan el regreso a casa y prepararse para el largo trasnoche y olé. Y es exactamente ahí donde está ahora Rodríguez...
TRES ... mientras dentro suyo resuena “Little Man, What Now?” de Morrissey y, claro, la de Morrisey es una buena pregunta. Son días extraños y noches más extrañas todavía. El fin de la doctrina Parot pone en libertad a etarras feroces y a violadores reincidentes. Salen también los estudiantes a protestar por no poder entrar a estudiar. Hay que pagar para caminar por el Parc Güell. El Príncipe ha pedido al pueblo una reacción contra el pesimismo y el gobierno ha anunciado el fin de la crisis y la salida de la recesión; pero esta suprema felicidad social no se nota más allá de las abultadas ganancias de bancos y magnates (por si no lo sabía: la pérdida de riqueza sólo afecta a los pobres). Sí se nota que –a pesar de no haber inflación, dicen– la cheeseburguer de McDonald’s, pilar de la neogastronomía mediterránea, de golpe ha aumentado de 1 euro a 1,30. Lo que no es tanto, lo que es mucho, lo que se siente más que el retraso de una hora. Y Rodríguez se pregunta qué pensarán de esto todos aquellos que, parece, se quedan fuera del amanecer de una nueva edad dorada y que no supieron “adaptarse o reinventarse”; esos para los que de aquí en adelante será siempre la hora de no levantarse porque han quedado acostados para siempre habiendo perdido el pasodoble. Millones que ya no cantarán con el recién muerto Manolo “Porompompero” Escobar. Para unos el cantante de la “España tópica”. Y, para otros, el de la “España desa-rrollista”. “Y viva España” en cualquier caso. A todo ellos sólo les queda el incombustible y a su manera también morrisseyano Raphael, en gira, con eso de “Yo soy aquel” y “Yo sigo siendo aquel”, sin importarle la hora o el siglo o el milenio.
CUATRO Ahora falta menos para la hora de la hora menos. Y Rodríguez se prepara para el gran momento de acelerada desaceleración. Confía en experimentar algo raro y nuevo. Algo que suene a campanadas secretas, a un sonido de trueno íntimo que alerte a dinosaurios y a mariposas. O, por lo menos, a ese crujido perfecto que –lo leyó no hace mucho– los fabricantes de patatas fritas, habiendo alcanzado ya sabor óptimo y textura perfecta, buscan para dominar a la humanidad toda y obligarla a marcar cada segundo que pasa con un crunch que llama a otro crunch y así hasta el final de los almanaques, hasta que todos los días dejen de ser como el domingo. Y Morrissey, en “Dial-A-Cliché” repite eso de “Me precipito aún más en la niebla” y “Siempre hay tiempo para cambiar, hijo” y “Yo cambié pero me duele”. Y, de pronto, luego de las 2.59 vienen las 2.00 y todo sigue igual y por qué no, ya que estamos, piensa Rodríguez, no retroceder varios años, todos los años que sean necesarios y es justo entonces cuando...
CINCO ...Buenas noches: ahora es sábadomingo, hace unos días, pero todavía ahí, porque nada pasa y nada queda y lo nuestro no es pasar sino permanecer. Ahora...
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