CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Uno no debería mostrar –dicen los que saben– los cuadernos de notas, los procesos y vacilaciones, las costuras viejas y nuevas, los zurcidos que subyacen enmascarados en la confección última y la apariencia final de la trama nunca del todo acabada de las ficciones que imagina. Y ni qué hablar de los personajes, diseminados alteregos sin carnet. Uno no debería explayarse en ciertas cosas, violar el secreto profesional, dejarse ir en la infi/confidencia. Y sin embargo hay también –y la reconozco en mí– cierta necesaria compulsión a dar cuenta de la cocina del relato, de los pormenores a veces casi indecentes del proceso sin duda azaroso de construcción / descubrimiento de qué es eso que se cuenta de quién. Se trata de esbozar algo así como un gesto (siempre equívoco, claro) de honestidad brutal, con el que uno pretende tomar distancia de ciertos actitudes de severo pudor y calculada reserva devenidos muchas veces –estratégicamente– en mistificación lisa y llana del acto de escribir ficciones.
Ultimamente, con la lectura pública y privada de diversos tramos de Dudoso Noriega, la novela que me acompañó por años hasta terminar de dejarse escribir en estos últimos meses, reaparecieron los interrogantes (no sólo míos, sino de atentos y prolijos lectores; incluso de algún crítico inminente) respecto de quién, desde cuándo y cómo era en realidad el recurrente Etchenike, el improbable investigador privado que una vez más –aunque sea fugaz y tardíamente– se había vuelto a colar en un relato de los que me toca cada tanto contar.
Al respecto, no creo que sea una obligación pero sí un gesto de cortesía para con amigos y lectores reales y potenciales, explicar nuevamente el origen del personaje que conozco o voy conociendo cada vez más desde hace treinta largos años.
Las primeras noticias sobre el veterano (clase 1911) Julio Argentino Etchenique, ex policía apartado de la fuerza y jubilado municipal en DAOM, devenido investigador privado como Etchenike –porque sonaba más sajón–, las tuve a principios de los ochenta, en los tramos finales de la Dictadura. Ahí se me reveló el personaje, y fue por entonces que empecé a escribir sus aventuras que empezaban siempre, invariablemente, en su cachuza oficina de la Avenida de Mayo. Pronto supe que había llegado a ese lugar –acaso el mítico Edificio Barolo, acaso algún espacio menos alevosamente connotado– apenas como precario inquilino, tras vender la casona de Flores donde mal llevaba una viudez reciente entre minuciosas colecciones de literatura policial leídas y releídas, quijotescamente, las veces suficientes como para querer vivir lo imaginado en la lectura. Que de eso se trataba en principio su / mi cervantina empresa.
He contado alguna o varias veces que supe del veterano a través de un testigo ideal o copartícipe necesario, el gallego Antonio “Tony” García, mozo del Bar Ramos de Corrientes y Montevideo que abandonó la bandeja y lo acompañó en sus andanzas más o menos afortunadas durante unos agitados, oscuros y paradójicamente felices años en que la vida fue lo que siempre debería ser: una aventura.
Con el testimonio inicial de Tony, el aporte del Negro Sayago –ex boxeador pesado que se adosó pronto al dúo– y algunas otras fuentes tan desconfiables como ésas, pude ir armando los entrecortados y a veces excesivamente morosos relatos que fueron dando material –por ahora– para cuatro novelas publicadas a lo largo de casi veinte años: Manual de perdedores I: El cantor; Manual de perdedores II: Hijos; Arena en los zapatos y Pagaría por no verte. Algunas de estas novelas se han editado también en España, Italia y Francia, más precisamente en la Série Noire, de Gallimard. Hoy el veterano tiene vida propia.
Precisamente en este año se cumplieron los treinta de la aparición del personaje, cuando sus aventuras comenzaron a publicarse como folletín diario en el periódico La Voz, en 1983. En aquellas circunstancias, cada una de las breves entregas que ocupaban la contratapa del matutino estaba ilustrada por una notable viñeta realizada por Hernán Haedo, un artista, el primero que le dio clima a la historia. Y ahora, no hace mucho, al presentar el álbum Etchenike, una amorosa y cuidada versión en historieta de los dos volúmenes de Manual de perdedores –vertido en el nuevo soporte por dos experimentados artistas, el escritor Rodolfo Santullo y el dibujante Lisandro Estherren– me di cuenta de que era una hermosa manera de hacerlo volver, de volverlo a ver en suma. Por eso, en el prólogo, dije a propósito de Etchenike: “Como el veterano detective aparece incluso como personaje lateral en algún otro texto narrativo –tal el caso de la novela La lucha continúa–, nada indica que no siga apareciendo cada tanto en el futuro. Está hecho con la madera, creo, de los que siempre vuelven”.
Y eso es exactamente lo que ha pasado ahora en Dudoso Noriega, ya que tras el largo desarrollo de una historia plena de enredos y perplejidades pero sin misterio aparente, alguien, tardíamente se acuerda de él para traerlo a investigar la desaparición del singular bañero marplatense y lo incorpora así al relato como quien presenta a un artista invitado. Algo de eso hay. Así, terminada la aventura con el Mojarrita Gómez en Playa Bonita que se cuenta en Arena en los zapatos, a las pocas semanas de su regreso de la costa, allá va de nuevo el veterano a la Feliz a desenmarañar la madeja y a explicar por qué todo es y no puede dejar de ser sino una serie de malentendidos.
De pronto –a esta altura y de improviso– uno se da cuenta de que convivir con un personaje, aunque sea discontinuamente, durante tanto tiempo, genera situaciones / sensaciones de algún modo perturbadoras. Este narrador que suscribe tenía 35 años cuando bautizó a su veterano investigador a partir de la humorada del ocurrente Rubén Derlis, un poeta, que en la corrección de Clarín durante los años de plomo así llamaba –fonéticamente “Etchenaik”– a un querido compañero Etchenique que tenía algunos años más que el resto. De ahí viene el nombre, si no la figura ni la apariencia. Y lo notable es que el veterano detective que nació en la ficción entonces, tal cual como apareció sigue allí hoy en las ficciones: los mismos años de entonces, la misma oficina, el mismo clima enrarecido de las postrimerías de la dictadura: Etchenike no se ha movido, en tanto tiempo, de ahí. El que se ha movido –y cómo y cuánto– es uno.
Quiero decir: cuando lo describí e hice hablar por primera vez en la escena del Bar Ramos, ese jubilado disfrazado tratando de persuadir al gallego Antonio García de que valía la pena abandonar la bandeja para salir junto a él a desfacer entuertos por esas calles contemporáneas del Buenos Aires de la dictadura, esa criatura imaginaria tenía treinta años más que el autor y era para él, que lo inventó, de algún modo un extraño: el habitante de un mundo al mismo tiempo viejo por sus vivencias y memoria de la historia colectiva, y ajeno por la distancia vital relativa, la experiencia / el desencanto acaso, que dan los años.
Hoy, en cambio, este narrador tiene ya la misma edad que su personaje –lo alcanzó, digamos– y el tiempo contemporáneo de la escritura en que transcurrían las historias ha quedado atrás, la ciudad que se nombra hoy en el texto nuevo ya no existe –ni el Ramos, ni el Ibérico están más– pero es memoria compartida y fijada en aquel momento preciso en que el veterano, ese invencible jubilado que vive, abrió la puerta y echó a andar.
Tal vez sea por cosas, por experiencias así, que uno insista con esto de inventar historias. Y que, al hacerlo, una vez más ratifique que se escribe solamente y nada más que para enterarse, para saber qué (nos) pasa.
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