Jue 21.11.2013

CONTRATAPA

Homo Lento

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO “Utilicemos el tiempo como herramienta, no como vehículo”, dijo alguna vez John Fitzgerald Kennedy. Y algo después, sin apuro, se subió a un descapotable lento para darse una vuelta por las calles de Dallas 1963, una mañana primero azul y luego súbitamente blue, apenas pasado el medio día, hace medio siglo. Y sépanlo: justo en esa tarde de Big Bang Bang –porque en Barcelona ya comenzaba a oscurecer– un tal Rodríguez llegaba al mundo. Y su llanto coincidía, más allá de la distancia, con las lágrimas de todo un país a medida que la mala noticia –sin prisa ni pausa, a la velocidad tanto más lenta en la que se movía la información por entonces– cubriendo el mundo para provocar que todos los encargados de los noticieros abriesen con un “Los datos van llegando de a poco y de manera un tanto confusa, pero estamos en condiciones de afirmar que el presidente de los Estados Unidos de América...”.

DOS ...y ahora, cumpliendo cincuenta años de vida junto a Kennedy cumpliendo cincuenta años de muerte, Rodríguez vuelve a ver por televisión –los canales de cable ofrecen programación especial y efemérica– la película JFK, de Oliver Stone. Esa cruza entre el espíritu de Frank Capra y el fantasma de Philip K. Dick. La distintiva sensación de contemplar la odisea de un muy buen hombre (el, según se prefiera, alucinante o alucinado fiscal Jim Garrison) como suerte de Jim Stewart enredado entre dos realidades: la de todos los ignorantes y la de unos pocos que lo saben todo. Y otra vez, como la primera vez que la vio, a Rodríguez vuelve a impresionarle esa larguísima secuencia (imposible ya para las frecuencias de casi todo el cine que se hace hoy) en la que, en un banco de un parque de Washington D.C., Garrison (Kevin Costner) conversa con el ominoso X (un siempre formidable Donald Sutherland, más o menos inspirado en el ex coronel Leroy Fletcher Prouty, quien trabajó como asesor de Stone en la película). Allí, ahora, en el televisor, X vuelve a encandilar a Garrison (y a Rodríguez) explicándole despacito y con absoluta claridad cómo fue todo lo que sucedió y...

TRES ...paren las rotativas y acontecimiento editorial: por fin se publican en español y en RBA los Cuentos completos de J. G. Ballard y allí, en algún lugar entre más de mil páginas (en la 809, para ser tan precisos como uno o dos o tres rifles), Rodríguez vuelve a leer uno de los relatos que más le impresionó en su adolescencia: “El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera automovilística cuesta abajo”. Y lo que allí cuenta Ballard –o, más bien, narra, como si se tratase de un histórico acontecimiento deportivo– es nada más y nada menos que exactamente eso. Nunca más apropiado: disparo de largada y el modo en que la historia –como un replay/loop marca Zapruder– se ralentiza para que su contemplación sea total y perfecta y absoluta y, aún así, misteriosamente irresuelta. Para que el tiempo perdido –que no puede cambiarse– al menos se recupere y se recobre al ser revisitado con la más quirúrgica y cromada y clínica de las prosas.

CUATRO Y si Ballard (quien tanto hizo por nuestra percepción del tiempo líquido y lento y entrópico) escribía con un bisturí muy afilado, entonces Marcel Proust lo hizo con la ingravidez nocturna de quien flota en una cápsula/habitación con paredes recubiertas por planchas de corcho. Sin urgencias aunque sospechando –mientras construía la imponente catedral de su pasado– que su futuro era cada vez más frágil, como un castillo de arena a la espera de que la marea suba y lo deshaga. Sabiendo que “la memoria es como un obrero que trabajara para establecer cimientos duraderos en medio de las olas”. En estos días, también, el primer volumen de En busca del tiempo perdido (el único que leyó Rodríguez, y no lo leyó entero) cumple cinco décadas más que él. Y la conmemoración del número redondísimo –todos quieren su mordisco de epifánica magdalena– se presta a numerosas columnas de opinión. De escritores y críticos y traductores y hasta de científicos advirtiendo que –de perpetuarse la velocidad de pocos caracteres de Twitter y Facebook– muy pronto casi nadie estará capacitado para leer alguna de las muchas largas y sinuosas oraciones de Proust y, mucho menos, poner por escrito algo que nunca consiga, pero al menos intente, parecérsele. De pie, hojeando una vez más una nueva edición de Combray y Chez Swann, a Rodríguez se le van los ojos a Le Nouvel Observateur con portada para Fanny Ardant (duquesa de Guermantes en la versión de cine de El tiempo recobrado) como máscara de proa de algo que se define como “Les Sexygénaires”. Es decir: gente de sesenta años pero sexys; porque los sesenta son los nuevos cincuenta, que son los nuevos cuarenta y así hasta nacer con 10 años de edad. “A los 60 años, todo es posible”, asegura el semanario francés. Y Rodríguez está de acuerdo pero, claro, se pregunta qué parte proporcional de ese todo posibilidoso es positiva. Porque la otra parte ya sabe de qué viene y casi puede oírla acercarse: el pasado cada vez más lento y cada vez más grande. El pasado que no tiene ningún apuro. Está ahí –con Marcel y JFK– esperando para engullirte. Y –a diferencia de lo que sucedió y sucede y seguirá sucediendo con el francés y el estadounidense– masticarte y tragarte y hasta nunca. Porque eres ligero y de fácil digestión yendo de cuerpo (a esa velocidad mínima con que series y películas dan cuenta de la máxima aceleración del biónico Steve Austin o del Neo) hacia el sitio más quieto de todos. De ahí, piensa Rodríguez, que cada vez se alcen más voces en defensa de la lentitud en una era hipercinética. Rodríguez leyó un par de libros sobre el asunto –Elogio de la lentitud y La lentitud como método, de Carl Honoré–, pero se preguntó si no estaba haciendo algo mal: porque eran muy interesantes y los leyó más rápido que el caracol de Turbo. Baboso, allí dentro, por supuesto, aleluyas a las virtudes y placeres del sexo lento que, por las dudas, no es lo mismo que la impotencia. Pero, también, al comer despacio, caminar despacio, jugar despacio, aprender despacio, pensar despacio, trabajar despacio. “Como Mariano ‘He Dicho Todo Lo Que Tenía Para Decir’ Rajoy, que gobierna despacio. O como Adolfo ‘El PSOE Ha Vuelto’ Rubalcaba, que se va más despacio todavía”, reflexiona rápido y fácil Rodríguez. Y ambos mienten o dicen la verdad tanto peor que X. Pero no, mejor dejar de pensar en esas cosas, se recomienda Rodríguez ahora salido del rescate limpiamente, le dicen los que dicen saber de esas cosas de las que nadie sabe nada; le dicen aquellos mismos que, en su momento, puntualizaban que no era un rescate sino “una línea de crédito en condiciones muy ventajosas”. Seguir de largo, quedarse tan ancho, ¿sí? Porque después de todo y antes que nada, todavía no se sabe si el opaco Oswald actuó solo. O cómo fue que el supuestamente inútil y bobo de Proust pudo hacerlo todo él solito y mejor que nadie hasta entonces y desde entonces. O –blanco casi inmóvil, perdiendo el tiempo, naufragando como el Prestige que, once años después, sigue sin saberse cómo y por qué se fue a pique– cómo va a hacer el pobrecito de Rodríguez para no seguir hundiéndose, sin cortes, en la más lenta de las cámaras, de camino a la inalcanzable y tesorera Isla de la Tortuga.

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