Dom 15.12.2013

CONTRATAPA

Tyson devuelve la oreja de Holyfield

› Por José Pablo Feinmann

Pocos deportes como el boxeo. Uno ve una buena pelea. Queda satisfecho. Y en seguida reflexiona: “Sin embargo, habría que prohibirlo”. Todas las grandes películas de box empujaron esa decisión. Los boxeadores terminan mal. La gran mayoría deja todo en el ring. Muy especialmente, la vida. Esto, perder la vida, es a veces literal. Uno de los casos más dramáticos fue el de Emile Griffith y Benny “Kid” Paret, quien, en el pesaje, le dijo “maricón” a Griffith, así, en castellano. Si Griffith aceptaba este insulto, en plena década del ’60, su carrera terminaba. Subieron al ring el 24 de marzo de 1962 y Griffith, con deliberada furia terminal, lo mató en el sexto round. Ver hoy ese knock out que iría mucho más allá del conteo de diez, que se prolongaría eternamente, es escalofriante. Se ve el último golpe que le asesta Griffith. Es el tiro del final. Paret cae fulminado con su cabeza apoyada en la última de las cuerdas, ladeada. Griffith se arrepentiría durante el resto de vida. Y cuando pudo dijo que sí, que era gay. O mejor dicho, aclaró, bisexual. Paret no se enteró. Más tarde Griffith caería bajo la derecha impiadosa del que fue acaso el mejor boxeador de la categoría de los welter, Carlos Monzón. Un notable guerrero que también mataría, no a otro, sino a una mujer que arrojó por la ventana. Lástima, fue un grande en una categoría que había contado con hombres tan brillantes como Sugar Ray Robinson, Jake La Motta, y luego Roberto “Mano de Piedra” Durán, Sugar Ray Leonard, Oscar de la Hoya y me quedo un poco corto.

Vamos a los pesados. Hay –durante los últimos cincuenta años– dos etapas brillantes. Sobre todo la primera. Con Muhammad Ali, Joe Frazier y George Foreman. Ali fue un boxeador sublime. El más grande artista que subió a un ring. No quiso ir a Vietnam y estuvo cinco años sin boxear. Retornó, pero ya no era el mismo. Aunque igual era un fenómeno. Luego de derrotar a varios que le pusieron delante para cobrarle el precio de llegar al campeón, entre ellos Oscar “Ringo” Bonavena, boxeador torpe, de pies planos, que solía decir “cuando salís a pelear estás solo: hasta el banquito te sacan”, pero que, sin embargo, le hizo a Ali una gran pelea, llegó “la pelea del siglo”: Frazier y Ali. Ali venía cansado de enfrentar y vencer a varios duros pesados y Frazier estaba en la cumbre de su carrera. Le ganó al más grande por puntos. Lo tiró en el asalto 15 y Ali se levantó con una velocidad heroica, llena de orgullo. Le hizo un gesto de desdén a Frazier y se fue a su rincón. Había perdido. Habría una revancha. Pero algo pasó. Pasó George Foreman. Un pesado con una pegada como sólo después tendría Mike Tyson. ¡Qué sorpresa! Foreman demolió al campeón en dos rounds. Sus golpes eran dinamita. Para Frazier la pelea fue un papelón. A ningún campeón le agrada ser vapuleado, por supuesto. Y menos en una pelea por el título. Algunos aludieron que Frazier estaba distraído. Sí, tanto que no vio ni uno de los envíos de Foreman. Las cosas se complicaban para Ali. Si no le había podido ganar a Frazier, ¿cómo habría de poder hacerlo con Foreman? Y aquí viene la pelea de Zaire. Aparece Don King como organizador, una de las primeras peleas en que lo hace. ¡Y qué pelea! Su desarrollo es conocido. Ya se han hecho documentales y films (con el intolerable de Will Smith ¡en el papel de Ali!) sobre ese acontecimiento que sacudió a todos. Ali se defendió durante siete rounds. Le decía a Foreman: “¿Eso es todo lo que tienes, George? Son palomitas de maíz”. De pronto, en el octavo, Ali abandona las cuerdas y con dos golpes magistralmente aplicados (como lo hiciera con Sonny Liston en la segunda pelea, donde bastó con un sólo y sublime envío) noquea a Foreman. Norman Mailer, fanático de Ali, como tantos de nosotros, dice gloriosas palabras sobre el genio del campeón. Y culmina: “En Estados Unidos, para todos la pelea fue un tongo”. Y rubrica con una carcajada.

Viene ahora la segunda etapa de gloria de los pesos pesados. Sus protagonistas: Mike Tyson, Evander Holyfield, Lennox Lewis. (Hablamos siempre del siglo XX, de su segunda mitad, de la década del ‘60 en adelante.) Tyson hace una aparición fulminante. Noquea a todo el que le ponen delante. Es casi aburrido ver sus peleas. Duran muy poco. Tyson es el más grande pegador junto con Foreman. (Alí es otra cosa: es un estilista y un pegador. Esa frase impecable: “En quince rounds el pegador siempre alcanza al estilista” no va con Ali. A él nadie lo alcanza. Y cuando él alcanza al otro, el otro besa la lona.) Tyson sigue noqueando a todos. De pronto, ¡la gran sorpresa! Un Don Nadie llamado James Buster Douglas noquea a Tyson de modo inapelable. Digamos que Tyson no llevaba una vida de monje tibetano. Habrá llegado a esa pelea luego de alguna noche torrencial. Qué importaba: haría papilla a su adversario, ese desconocido. El desconocido lo hizo papilla a él. Ahí se demostró cierta vulnerabilidad de Tyson. Fue impresionante verlo caer como un muñeco sin rumbo, sin gracia, torpe más allá de todos los extremos.

Entonces se produce otra de las grandes peleas del siglo. Tyson tiene que enfrentar a un exquisito. De buena pegada y gran estilo: Evander Holyfield. Todas las apuestas contra Holyfield. Sin embargo, Evander le da al pequeño Tyson (“¡claro!”, advertían recién los comentaristas, “Tyson es un pesado chico”. Algo rigurosamente verdadero. Holyfield tenía la estatura y la prestancia que sólo el gran Ali había lucido sobre un ring) una lección espectacular de boxeo. Lo va demoliendo de a poco. Yo saltaba sobre mi cama. Gritaba: “Vamos, Holyfield, reventalo”. Siempre estuve a favor de los estilistas. Además, Tyson no era un boxeador que se hiciera querer. Holyfield lo derrotó por knock out técnico en el round Nº 11. Pero, ¡qué paliza le dio! Y ahora nos acercamos al gran evento. Con su triunfo, Holyfield se consagra por tercera vez campeón mundial de los pesados. Tyson está preocupado. No sabe cómo pegarle a ese estilista, que, además, cuando pega, destruye. Seamos breves: Holyfield –desde los primeros cruces– le demuestra a Tyson que nada cambiará. Que está dispuesto a darle otra paliza. Impotente, al inicio del tercer round, Tyson lanza un cross, Holyfield lo elude, y ahí nomás, en respuesta, le sacude la mandíbula. Sucede entonces un hecho que figurará por siempre entre los más extraños del boxeo. Impotente, furioso y desesperado, Tyson da un salto ¡y le come media oreja a Holyfield! La pelea se suspende. Gana Holyfield por descalificación de Tyson.

Surge ahora un boxeador inglés, de origen jamaiquino, negro, bonito y algo abúlico. Tiene una pegada demoledora. Es Lennox Lewis. Noquea a Tyson fácilmente. Y luego protagoniza tres combates con Holyfield. Eso es boxeo. Lewis tiene todo para ganarle a Holyfield y, en rigor, le gana dos de las tres peleas que disputaron. Pero, ¡qué exhibición dio Holyfield! Aun en sus momentos más difíciles enseñó cómo sobrellevarlos. Fueron tres grandes combates, para el estudio. Por fin, Lennox Lewis no logra lucirse como campeón. Es un hombre sin pasión. No tiene carisma. Su manager le dice: “Lennox, por favor, pegale a tu mujer. Agarrá tu Mercedes y atropellá a una niña que sale del colegio. ¡Hacé algo!”. Nada hace Lennox. Hasta pierde una pelea por distraído. En la revancha se concentra y aniquila a su adversario. Se retira invicto. El único, luego de Rocky Marciano, que lloraba cuando le pegaba al viejo Joe Louis, obligado por la pobreza (por los impuestos con que los blancos que lo odiaban lo habían fundido) a tener que pelear contra un campeonazo como Marciano, joven, invicto. Marciano, con lágrimas en los ojos, no toleraba pegarle a su viejo ídolo: “Tirate, Joe, por favor. No me obligues a pegarte”. Como Larry Holmes con Ali. Luego de ganarle, se acerca al rincón del Dios y le dice: “Campeón, usted es mi ídolo desde que yo era un niño. Retírese. No se arriesgue más a que un vago como yo le gane una pelea”.

Y el fin de esta historia es el siguiente. La publicidad, que todo lo mercantiliza, ha decidido promover una semana de las buenas acciones. Así, vemos a Tyson bajar de un automóvil. Caminar hacia la puerta de una bella casona. Golpea la puerta tres veces. Alguien abre esa puerta. Es Evander Holyfield. Tyson, con gran ternura (es un buen actor), dice: “Hola, Evander. Traje esto para vos. La tuve todos estos años guardada en mi boca”. Le alcanza una cajita. Dice: “Es tu oreja”. Evander abre la caja, saca una oreja y, emocionado, dice: “¡Mi oreja!”. Los dos se confunden en un abrazo conmovedor. Primer plano de Tyson derramando lágrimas de emoción. La semana de las buenas acciones. Una gran mentira. La oreja de Holyfield quedó tirada en el ring y la barrieron y la tiraron y sin duda se la comieron los perros. Pero no, no importa. Aquí, Tyson, emocionado, se la devuelve. La vida es bella y está llena de buenas acciones.

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